Crítica de ‘Amor sin fin’, un deseo adolescente desatado

Scott Spencer narra un amor indestructible en un ejemplo de la más alta literatura romántica con una novela que resuelve soberbiamente los siempre difíciles pasajes sexuales

El escritor Scott Spencer, fotografiado en 2019.Avalon / ContactoPhoto

Esta novela es una de las cumbres de la gran narrativa norteamericana de nuestro tiempo. Está narrada en primera persona por un adolescente, David Axelrod, un personaje que recuerda en algo a otro adolescente irreductible, el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno. Hay una diferencia sustancial entre ambos: el sentido del célebre relato de Salinger es el miedo a crecer, el de Scott Spencer es el desa...

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Esta novela es una de las cumbres de la gran narrativa norteamericana de nuestro tiempo. Está narrada en primera persona por un adolescente, David Axelrod, un personaje que recuerda en algo a otro adolescente irreductible, el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno. Hay una diferencia sustancial entre ambos: el sentido del célebre relato de Salinger es el miedo a crecer, el de Scott Spencer es el desarrollo de una obsesión amorosa sin barreras. Dos familias de los años sesenta, los Axelrod, judíos y miembros del Partido Comunista de Estados Unidos, y los Butterfield, típica clase media acomodada de aquellos años con mentalidad liberal, apoyan la estructura de la novela como la sección rítmica de dos combos de ­jazz cuyos solistas, sus respectivos hijos, David y Jade, interpretan una apasionante melodía de amor.

El mundo de los Axelrod es un mundo cargado de moral solidaria, ideales y conciencia progresista en un país capitalista que los encierra en una desconfianza social que ellos soportan con la firmeza de la fe en sus principios; los But­terfield encarnan el individualismo familiar triunfante cuyos hijos se desperdigarán por el país para reunirse cada año por el Thanksgiving Day y, entretanto, admiten a David como novio de su hija Jade hasta el punto de cederles una habitación de la casa. Allí es donde se fragua el amor de ambos jóvenes. Entonces, llevado de un repente al haber sido desterrado de la casa, una noche especial en que David los está observando desde el exterior, prende fuego a la casa y todos los Butterfield se salvan de morir de puro milagro. David es juzgado y encerrado en una institución mental en Rockville de la que sale a los tres años con la prohibición de acercarse a menos de un kilómetro de cualquiera de los Butterfield.

David adopta el fingimiento como modo de soportar la estancia en Rockville y acortar el tiempo. Pero confiesa: “No estaba allí como los demás. No era una víctima del ácido ni un comedor compulsivo, ni creía que el césped lloraba de noche porque lo habían pisado”, se dice; y miente como única posibilidad de salir de allí. Cuando su estancia termina y sale, sus padres y los compañeros de ellos le preparan una fiesta de bienvenida que percibe como una despiadada reunión social con “los amigos melancólicos de sus padres”. El mundo exterior es ahora la pérdida de su amada Jade. “Mi mentira, mi necesidad de permanecer cerca del núcleo herido de los Butterfield, mi lento camino de regreso a Jade…”.

Este amor juvenil no es un caso patológico, es uno de los más bellos análisis del amor juvenil que conozco

Como dije, la voz narradora es el propio David. Aquí podría aparecer otro punto de cercanía con Holden Caulfield. Incluso viajará a Nueva York como él, aunque la diferencia es clara y sólo el tono es parecido a veces (“Nueva York es nuestra capital de los encuentros ines­perados”, dice David. “Si te quedas el tiempo, a lo mejor terminas viendo a toda la gente que has conocido alguna vez”), pero la intención de las novelas es bien distinta. Mientras su hermana pequeña pondrá a Holden ante la verdad de su actitud, en David será la madre de Jade, Ann, quien le escriba una carta que acabará por ponerlo en el camino de su amor. Entretanto, los padres de ambos se han divorciado y los dos hombres tienen una nueva pareja. Y aquí es mejor detenerse para beneficio del lector.

La importancia de esta extensa novela es la de ser una novela romántica, pero no romántica al uso de los frágiles superventas convencionales, sino propia de la más alta literatura romántica tan ausente de la escritura de estos tiempos. Toda la novela trata del deseo de David de recuperar a su amada Jade. En el camino se verá a sí mismo como un redomado mentiroso con una conciencia de culpa ante sus padres, ante los Butterfield e incluso ante sí mismo, pero todo ello no afecta a la propia Jade en la medida en que la convicción de su mutuo amor es indestructible. Ahora ya la novela, punteada por dos acontecimientos dramáticos, se dirige en línea recta hacia el capítulo 14, un ejercicio literario soberbio, un largo encuentro erótico, un sucesivo coito resuelto con el más crudo naturalismo, lo que literariamente hablando es una hazaña, pues no tiene una sola concesión y la literatura sexual es uno de los ejercicios del que es más difícil salir ileso. Spencer lo consigue. Este capítulo es el clímax de la novela y a partir de aquí desciende lentamente hacia un final muy bien medido.

Este amor juvenil no es un caso patológico, es uno de los más bellos análisis del amor juvenil que conozco. Aborda con extraordinaria penetración y sensibilidad la profundidad, los límites y la loca entrega de un deseo desatado como sólo puede serlo entre dos adolescentes. “Considero que quererte fue como vivir fuera de la ley”, dice al final Jade a David, “y no quiero volver a hacer eso nunca. He perdido parte de mi coraje y es mejor así, porque esa clase de temeridad sólo se deja espacio a sí misma. Todo lo demás queda arrasado. Podríamos haber tenido una vida. Parece muy raro decírtelo, pero sigo creyendo en nuestro amor y te sigo queriendo. Sin embargo, lo he dejado atrás y para siempre y no volveré a verte nunca”.

Y este es uno de los finales más verdaderamente románticos y hermosos que he leído en mucho mucho tiempo.

Amor sin fin 

Scott Spencer 
Traducción de Inmaculada Pérez Parra
Muñeca Infinita, 2023
568 páginas. 24,90 euros

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