Antígona no está sola
Escritoras y cineastas dejan de lado el relato “épico” de la violencia en México y se centran en la cotidianidad de las familias que conviven con una desaparición
El Día de Antígona lo llaman ahora. Desde el comienzo de la feroz violencia que cubre a México —desatada por la llamada “guerra contra el narco” que iniciara el entonces presidente Felipe Calderón en 2006 y que ningún Gobierno ha podido, sabido o querido detener—, el 10 de mayo, Día de las Madres, es también, es sobre todo, el Día de Antígona. En un país con 109.000 ...
El Día de Antígona lo llaman ahora. Desde el comienzo de la feroz violencia que cubre a México —desatada por la llamada “guerra contra el narco” que iniciara el entonces presidente Felipe Calderón en 2006 y que ningún Gobierno ha podido, sabido o querido detener—, el 10 de mayo, Día de las Madres, es también, es sobre todo, el Día de Antígona. En un país con 109.000 personas desaparecidas (según las cifras oficiales), más de 350.000 asesinadas y 11 feminicidios al día, la imagen de las madres de desaparecidos y asesinados es un símbolo de dolor y a la vez de resistencia. ¿Cómo se vive con una ausencia? ¿Cómo se aprende a seguir respirando a pesar del dolor, a pesar de la incertidumbre? ¿Está vivo? ¿Está muerto? ¿Lo han torturado?
En México, con 109.000 personas desaparecidas, con 11 feminicidios al día, las madres han aprendido a buscar por sí mismas a sus hijas e hijos
Ante la ineficiencia del poder, las madres han aprendido a buscar por sí mismas a sus hijas e hijos. Con una pala, con una varilla y un pequeño cepillo recorren el país. Han aprendido a reconocer el olor a muerte entre todos los olores que guarda la tierra. Cuando encuentran un cuerpo, se abrazan, se acompañan; el hijo de una es el hijo de todas. Las sostienen el amor y la fuerza del grupo, de “la colectiva”. Se vuelven confidentes, aliadas, consejeras. Se vuelven familia.
Así como la gran mayoría de las personas que buscan a sus seres queridos son mujeres, quizás sean las creadoras quienes responden con mayor sutileza y profundidad a las preguntas que nos atraviesan. Son ellas las primeras en dejar de lado el relato “épico” de la violencia para centrarse en la cotidianidad de las y los sobrevivientes, también víctimas en esta cadena de horrores que abre la desaparición de una persona. Madres, hermanas, hijas e hijos, parejas que ven quebrarse su mundo.
Crónica, poesía, teatro, cine, novelas hechas por mujeres, exploran ese cruce entre observación, testimonio, empatía, historia y creación, en el que la ética y la estética se suman construyendo un lugar político y afectivo de respeto y cuidado por los demás. Porque como dice la conmovedora Antígona González (Sur +), de Sara Uribe: “Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío. El cuerpo de uno de los míos. Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos”.
Pienso en una nueva generación de cineastas mujeres que trabajan estos temas desde lo documental o la ficción, cuyos límites tienden muchas veces a confundirse; un cine sobrio, contenido, cuidadoso, lejos de cualquier amarillismo. Noche de fuego, de Tatiana Huezo; Ruido, de Natalia Beristain, o Sin señas particulares, de Fernanda Valadez y Astrid Rondero, están entre las imprescindibles. Todas ellas se plantean algunas de las preguntas éticas más brutales que cruzan nuestra sociedad. ¿Hay modo de huir del horror? ¿Qué pasa con quienes quedan de este lado de la realidad? ¿Quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios? ¿Cómo se narran —se pintan, se bailan, se ponen en escena— las ausencias?
En términos literarios, tal vez sea la crónica el gran género en este momento: crónica, periodismo narrativo, o como decidamos llamarlo, se ha vuelto uno de los lugares creativos más potentes en el México de hoy.
En términos literarios, tal vez sea la crónica el gran género en este momento: crónica, periodismo narrativo, o como decidamos llamarlo, se ha vuelto uno de los lugares creativos más potentes en el México de hoy.
Pienso en trabajos como Los niños perdidos (Sexto Piso), sobre los menores indocumentados que llegan solos a Estados Unidos, de Valeria Luiselli, o Fuego cruzado. Las víctimas atrapadas en la guerra del narco (Grijalbo), de Marcela Turati, quien acompaña a las madres, rodea con ellas las fosas, y se estremece ante el hallazgo de los cuerpos (o de los más escalofriantes aún fragmentos de cuerpos) que la máquina de la muerte ha sembrado en nuestro territorio. O en los textos de Blanche Petrich, Paula Mónaco, Lydiette Carrión, entre otras.
Una de las obras más interesantes en esta línea se titula Ya no somos las mismas y aquí sigue la guerra (Grijalbo / Pie de Página), coordinada por Daniela Rea, que reúne crónicas de algunas de las mejores escritoras (periodistas, poetas, ensayistas) del país. Hay obras que duelen, que nos duelen, en la piel, en la mirada, en el corazón. Ésta es una de ellas y se presenta así en una introducción escrita de manera conjunta:
“Nuestra intención ha sido contar la violencia desde el cuerpo de las mujeres. La entendemos, a esa violencia, como una piedra que cae en un lago. Como ondas que se expanden, que avanzan en el espacio, cada vez más sutiles, silenciosas. ¿Cómo nos ha cruzado la violencia de esta guerra? Desplazadas, amenazadas, desaparecidas, asesinadas. ¿Cómo nos habita?”.
Este libro es a la vez denuncia y construcción de la memoria, aquello que seguramente quedará —si es que algo queda— del horror en que vivimos. También aquí, como en los grupos de madres buscadoras, la fuerza está en lo colectivo, en el cuidado de unas a otras, en ese acompañamiento indispensable, para sostenerse, para crear, para seguir viviendo. Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos.
Antígona no está sola en nuestras tierras.
Sandra Lorenzano es escritora argentina-mexicana, autora de novelas como ‘La estirpe del silencio’ (Seix Barral) o ‘El día que no fue’ (Alfaguara).
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