Hirokazu Kore-eda: “No haría el mismo cine de no haber nacido pobre”
El director japonés estrena ‘Broker’, una tragicomedia sobre ladrones de bebés donde vuelve a observar a una familia atípica, y su primera serie para Netflix, en la que se adentra en el mundo de las ‘geishas’
No hace falta saber mucho de él para entender que Hirokazu Kore-eda (Tokio, 1962) es un llanero solitario. Sentado en un rincón de la estancia en un silencio sepulcral y con una placidez imperturbable, como uno de esos monjes guerreros que tanto abundan en el folclore japonés —pedimos disculpas por el tópico, aunque ya sea demasiado tarde—, viste una chaqueta de estilo haori, con corte de kimono moderno y en tonos azules y grisáceos que se confunden con los de las cortinas de su hotel en París, donde el director...
No hace falta saber mucho de él para entender que Hirokazu Kore-eda (Tokio, 1962) es un llanero solitario. Sentado en un rincón de la estancia en un silencio sepulcral y con una placidez imperturbable, como uno de esos monjes guerreros que tanto abundan en el folclore japonés —pedimos disculpas por el tópico, aunque ya sea demasiado tarde—, viste una chaqueta de estilo haori, con corte de kimono moderno y en tonos azules y grisáceos que se confunden con los de las cortinas de su hotel en París, donde el director está de paso y ha accedido a concedernos un par de horas de su tiempo. La misión consiste en presentar sus dos nuevos proyectos: la película Broker, que se estrena el 21 de diciembre en España, y la serie Makanai: la cocinera de las maiko, que llegará a Netflix a mediados de enero. En ellas, Kore-eda sigue indagando en su tema predilecto: el parentesco como puesta en escena, las familias postizas que acaban siéndolo de verdad y las que están unidas por la sangre, pero nunca actúan en consecuencia.
En Broker, el director se centra en el fenómeno de las baby boxes, las cajas para bebés abandonados que existen en Corea del Sur para dar a hijos en adopción sin pasar por ningún mal trago. A partir de ese suceso real, Kore-eda construye una tragicómica e improbable road-movie protagonizada por una banda de forajidos de poca monta que se dedican a vender niños abandonados, que lidera el actor Song Kang-ho (Parásitos) y a la que se suman una madre arrepentida, dos policías a la carrera y un niño con el que se topan en la carretera. En cambio, su serie de nueve episodios para Netflix, adaptación de un conocido anime, habla de otro tipo de familia artificial, la que constituyen las maikos o aprendices de geisha. Se trata de su primera incursión en la tradición japonesa, que había rehuido hasta ahora, alérgico a toda lectura exótica de su filmografía desde los tiempos en que los críticos occidentales comparaban sus películas con los haikus o la estética zen. “Es verdad que he sido reacio hasta ahora. Cuando me lo propusieron, me fui al barrio de Gion, en Kioto, para entender esa realidad, que no es accesible para el común de los mortales. Descubrí comunidades de mujeres que no están ligadas por lazos de sangre, pero que constituyen una familia, que se llaman madre o hermana unas a otras”, dice. Y ahí dio con la conexión necesaria para aceptar el encargo.
En realidad, el cine fue un accidente para Kore-eda, que iba para escritor. Estudió Letras en la prestigiosa Universidad de Waseda, en el barrio tokiota de Shinjuku. Pero, de camino a clase, empezó a desviarse hacia las viejas salas que reponían clásicos del cine. Así descubrió “a Fellini, a Rossellini y a Rohmer, todo el neorrealismo italiano y toda la nouvelle vague”, recuerda. “El cine se convirtió en una costumbre, en una manera de vivir. Me pasaba días enteros metido en esas salas. No me preguntaba ni siquiera qué iba a ver, era como un automatismo”. No sabe por qué sucedió. O, mejor dicho, no parece tener especial interés en recordarlo. Tras un largo sorbo de café (y cierta insistencia), recobra la memoria. “En realidad, no tenía ningún otro sitio al que ir. En la Facultad me aburría mucho. No tenía amigos, no me había inscrito a ninguna actividad extraescolar y tenía mucho tiempo libre. La sala de cine era el lugar donde me sentía mejor”. En la oscuridad, daba igual su torpeza social, su ascetismo expresivo, una timidez casi patológica.
Bien pensado, puede que ese gusto le viniera de su madre, muy aficionada a ver películas en la tele. Gracias a ella, se familiarizó con los nombres de Joan Fontaine o Jean Gabin y luego se hizo admirador de Paul Newman y Robert Redford en la adolescencia. En la actitud de su madre detectaba, como confiesa entre líneas, un deseo de evasión frente a un entorno familiar complicado. “Vivíamos en una pequeña casa tradicional de madera, con solo dos habitaciones para seis personas, con un abuelo senil y un padre adicto a las apuestas que había sido prisionero de guerra en Siberia, una experiencia traumática de la que nunca se recuperó y de la que solo hablaba cuando había bebido. Mi madre tiraba del carro trabajando en una fábrica. A menudo me decía: ‘Hirokazu, solo te tengo a ti’. Eso me hizo madurar muy deprisa, tal vez demasiado”, recuerda. El cine era una pequeña salvación, una escapatoria provisional, ese estereotipo en el que todo cinéfilo puede reconocerse.
“Mis maestros no fueron Ozu ni Naruse, sino los directores anónimos que hacían telefilmes en Japón”
Cuando empezó a presentar sus películas fuera de Japón, le colgaron un insistente calificativo: “El nieto de Ozu”. Kore-eda se resistió durante mucho tiempo a aceptarlo. Le irritaba, no lo entendía. Su cine no tenía nada que ver con el del maestro. “Ahora asiento y doy las gracias. He dejado de luchar contra eso”, sonríe. En su fuero interno, se sentía más próximo a Mikio Naruse, otro clásico del cine japonés, aunque siga siendo menos conocido que Kurosawa o que Mizoguchi. Se reconocía en la fibra social de sus películas, pertenecientes al subgénero del shomin-geki (o “dramas de la gente corriente”), protagonizado por mujeres solas y audaces. Y, aun así, asegura que ninguno de esos grandes cineastas fueron sus verdaderos maestros. “No son Ozu ni Naruse, sino los directores anónimos que hacían películas para la televisión japonesa. No le doy sus nombres porque nadie los conocerá en su país, ni en ningún otro. Y, sin embargo, ellos fueron mis mentores o incluso mis progenitores: tengo la sensación de descender de ellos”. Artesanos humildes, pegados a la vida real, artífices de un cine sin ínfulas. En ellos se reconoce su falso heredero, que reivindica sus orígenes como realizador televisivo tras haberlos ocultado durante décadas. “Durante mucho tiempo negué esa filiación. Hace unos 10 años me reconcilié con ese legado, que forma parte de mi ADN. Empecé a pensar en mis películas como si fueran telefilmes”, admite Kore-eda. “Un director nativo habla el lenguaje cinematográfico como si fuera su lengua materna. El mío es rudimentario, modelado por la cultura televisiva”.
Antes de convertirse en uno de los nombres más reconocidos del cine internacional gracias a su cuarto largometraje, Nadie sabe (2004), el director había despuntado en los noventa dirigiendo documentales dedicados a temas como la polución industrial, un método educativo alternativo o el primer japonés que anunció públicamente que había contraído el VIH tras mantener relaciones homosexuales. Sus últimas películas están emparentadas con esa época primeriza por su interés inoxidable por los asuntos sociales y un acercamiento sobrio a los rostros de sus actores, estrellas del cine asiático a las que filma como si fueran perfectos desconocidos. “Eso es exactamente lo que quiero hacer”, se entusiasma Kore-eda. “No sé si para ellos o para sus fans es favorecedor, pero es algo a lo que presto mucha atención: coger a un actor muy conocido y convertirlo en un personaje que habita el universo de una película, circunscrito a un relato en particular”, añade el director sobre su gusto por desclasar a las estrellas.
Esa voluntad tiene sentido en un cine centrado en los humildes y los indigentes, en la desigualdad social más flagrante, en quienes no tienen nada más que su dignidad. En “la gente invisible”, como dijo Cate Blanchett al entregarle la Palma de Oro por Un asunto de familia (2018), una expresión que Kore-eda ha utilizado a menudo desde entonces. Sus últimas películas parten de situaciones de un cinismo absoluto —en Broker, la vida humana como mercancía que se compra y se vende—, pero en las que acaba aflorando un ápice de humanidad. Aparece in extremis, de forma insatisfactoria e insuficiente para forzar un final feliz, pero capaz de despertar, pese a todo, un mínimo de esperanza. El hombre es un lobo para el hombre. Pero en sus días buenos tiene la decencia de comportarse como un lobezno. “Esa es la esencia de mis películas, e incluso del cine en general: provocar un cambio de percepción”, contesta. “No me gustan las películas en las que ganan los buenos y pierden los malos, el mundo queda a salvo y todo sigue igual. Me gusta provocar una puesta en duda, descubrir algo sobre uno mismo o sobre los demás que te haga preguntarte si deberías cambiar de manera de funcionar”. Si se parece a alguien, puede que sea a Ken Loach, de quien todavía no ha olvidado la escena del halcón muerto de Kes (1969), que en su día le rompió el corazón. O a los hermanos Dardenne, autores de fábulas similares sobre las derivas en la sociedad actual. A veces le llaman cursi o ingenuo. Él prefiere verse como un humanista.
Ese despertar se produce siempre con un extremo pudor, fiel a la personalidad de su director y seguramente también a su cultura. En una bellísima escena de Broker, sus protagonistas se dan las gracias por haber nacido, pero lo hacen con los ojos cerrados y en la penumbra de una habitación de hotel de provincias. Es el momento en el que queda claro que se han convertido en una de esas estirpes de mentirijilla que abundan en sus películas, noción que casi podría emparentarlo con las “familias escogidas” propias de la cultura LGTB, una idea que le hace sonreír. Tal vez porque, en los márgenes, Kore-eda ve un modelo alternativo de sociedad.
“Tengo muchas ganas de trabajar con Javier Bardem. Me recuerda a Orson Welles por su gran corpulencia”
Como casi todas las obsesiones, la que le lleva a hablar del grupo familiar y de las diferencias de clase también está arraigada en su infancia. “En la casa donde crecí hasta los 10 años no había agua corriente. Teníamos que ir a buscarla al pozo y calentar el baño con leña. En el Tokio de la época vivíamos en condiciones muy atrasadas”, afirma Kore-eda. “Una vez invité a mis amigos a casa, que era tan vieja que los tatamis estaban torcidos y hacían pendiente. Sacamos unas canicas y nos pusimos a jugar aprovechando la rampa, hasta que mi madre llegó a casa y echó a todo el mundo. Me hizo prometer que nunca más invitaría a nadie. Ese día entendí que sentía vergüenza”, recuerda. “De no haber nacido pobre, no haría las películas que hago”. Y entonces se ríe, aunque parezca que se le ha metido algo en el ojo.
En mayo pasado, Kore-eda se encontró en un ambiente muy distinto al de su infancia, en una de esas fiestas que abundan en las playas privadas de Cannes. Le presentaron a un corrillo lleno de privilegiada genética escandinava, formado por Mads Mikkelsen, Jake Gyllenhaal y Viggo Mortensen. Pero quien llamó la atención de este solitario recalcitrante fue otro actor que sospecha que podría ser de su misma condición, pese a lo que pueda indicar su desparpajo. Su nombre era Javier Bardem. Y se le ocurrió, de repente, una idea de película con él. “Me impresionó su estatura, su gran corpulencia. Me recordó a Orson Welles, a quien me imagino igual de imponente. Me quedé intimidado por esa presencia física tan intensa. Y no le engaño si le digo que me entraron muchas ganas de trabajar con él”. Podría ser el mejor tráiler que hemos visto en muchos años.
Filmografía: Kore-eda en seis películas
Nadie sabe (2004)
Still walking (2009)
De tal padre, tal hijo (2013)
Nuestra hermana pequeña (2015)
Un asunto de familia (2018)
La verdad (2019)
Todas las películas de Hirokazu Kore-eda están disponibles en Filmin.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.