Rojo rojizo
Danh Vo ha hecho un doble cartel para la Real Maestranza de Sevilla en la tradición suprematista del rectángulo rojo
No ni ná. Tres negaciones que son una afirmación absoluta. Uno aprende esas expresiones de pequeño y ya se sabe. No hay manera de escapar a la condena. Rusos, toros y arte contemporáneo. Es casi imposible salir indemne del asunto. Y, sin embargo, lo que aprendía en la calle de niño no era eso. No se trata de decir que sí, sino de negar tres veces. Sobre esas tres negaciones hizo san Pedro su iglesia.
Lo que más interés me despierta en el cartel de Danh Vo para la Real Maestranza ...
No ni ná. Tres negaciones que son una afirmación absoluta. Uno aprende esas expresiones de pequeño y ya se sabe. No hay manera de escapar a la condena. Rusos, toros y arte contemporáneo. Es casi imposible salir indemne del asunto. Y, sin embargo, lo que aprendía en la calle de niño no era eso. No se trata de decir que sí, sino de negar tres veces. Sobre esas tres negaciones hizo san Pedro su iglesia.
Lo que más interés me despierta en el cartel de Danh Vo para la Real Maestranza de Sevilla —¡Dios!, parecía imposible poner estos dos nombres en la misma línea— tiene que ver con los elementos que, inconscientemente, el artista ha puesto en juego. Vo seguramente no sabe que en Sevilla hay una tradición reciente, un deporte que llaman “la controversia del cartel”. Es una maravilla. No debe de haber ciudad en el mundo con un interés tan grande por estas cosas de la imaginación, la imaginería y la imagen.
Si vienen a vendernos hamburguesas o nuggets de pollo, tristemente, a los sevillanos les da igual. Pero cuando la imaginación significa comunidad, hacer ciudad, ser villa, ahí surge la polémica. Vo ha hecho un doble cartel en la tradición suprematista del rectángulo rojo. Es algo antiguo, desde luego, pero conviene reforzar el precedente. En 1907, Fyodor Fedorovsky presentó así, la escena final de su versión de la ópera Carmen, de Bizet, en la Zimin’s Opera House de Moscú. Un enorme rectángulo rojo cubría el escenario, obvio trasunto del capote del torero. Es un dato importantísimo para la historia del arte. Resulta que seis años antes de que Malévich adornara con un cuadrado negro su Victoria sobre el sol, obra estrenada en el Luna Park de San Petersburgo en 1913, el suprematismo ya había tenido su manifiesto, y en una obra protofeminista que hablaba de sexo y de muerte, ¡que hablaba de toros y de tauromaquia!
Lejos de mí cualquier intención de legitimar la fiesta de los toros por la cultura. Esa línea de trabajo, tan propia de las guías turísticas, se la dejo a los académicos. La tauromaquia es sin duda un animalismo, desde luego mucho más radical y sofisticado que el que representan esas asociaciones en defensa de los animales que operan bajo la sombra de Walt Disney. Rafael Sánchez Ferlosio decía que la humanización de los animales de Disney había sido uno de los grandes crímenes emocionales del siglo XX. Suponía la pérdida de realidad con respecto a nuestra propia naturaleza, a ese animal que finalmente somos. Esa precariedad emocional, esa simplificación del trazo afectivo nos impide, por ejemplo, entender lo que significa la violencia. La anestesia emocional ante “el león que mata a la gacela” —siguiendo un razonamiento que llamamos lógica, decía Wittgenstein— se produce en esa simplificación del trazo, en ese dibujo animado en que han convertido nuestra propia naturaleza. El ridículo mediático ante la invasión de Rusia a Ucrania tiene que ver con esas simplificaciones, como si las guerras de Siria o de Yemen no fueran también nuestras guerras. ¡Suspender ciclos de Tarkovski! Hasta la cultura de la cancelación tiene su número de circo.
Ni el toro ni el torero, es el público el que significa la muerte en la corrida de toros
Lo que Vo ha levantado con su sencilla cita, lo que significa quedar “a las cinco en punto de la tarde” y “toros en Sevilla, 2022″ tiene que ver con esto. La simplificación de la opinión pública, el gusto mediático, reducirlo todo a un “me gusta/no me gusta” es también culpa de Walt Disney. El “like/unlike” de la cultura contemporánea es fruto de la publicidad hiperrealista de la industria de la hamburguesa y los nuggets de pollo. Hay que saber quién es el enemigo, cómo se camufla, cómo nos engaña. Vo ha pintado un engaño, literalmente. Y, como decía José Bergamín, “no sólo engaña al toro, también lo desengaña”. Saber de ese precedente, me refiero al triunfo del suprematismo en la tauromaquia antes que en el futurismo, debería haber marcado profundamente su recepción, el entendimiento de lo que Malévich quería objetar a las máquinas de matar que alumbraron el siglo XX. Con el añorado historiador del arte Ángel González comentamos ese trance. Ángel, que había anunciado antes que nadie que bajo el cuadrado negro de Malévich se escondía la sentencia “combate de negros en la profundidad de una cueva durante la noche” de Alphonse Allais, ahondaba en el importante giro antropológico que el suprematismo quería dar a la técnica, la forma que el animal humano había encontrado como metamorfosis de su naturaleza. Cuando Goya se enfrenta a la tauromaquia está apoyando las nuevas “leyes de espectáculos” con que los ilustrados querían reformar las viejas fiestas de toros, está vindicando la labor de Pedro Romero o de Pepe-Hillo de convertir en retórica el terror de los matarifes ante las bestias. Ni el toro ni el torero, es el público el que significa la muerte en la corrida de toros. No se trata de negar la violencia animal —especialmente la del animal humano, la más terrible— como si ésta no existiera. La posibilidad de mitigarla, domesticarla, hacer tecné con ella significa no dejarla simplemente en manos de los militares, de los economistas, de los administradores políticos de la violencia.
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