Las manos en la tierra
Anna Heringer hace algo muy parecido a lo que ha hecho siempre la arquitectura popular: aprovechar los materiales locales
Anna Heringer tiene la mirada luminosa de los entusiastas y la expresión serena de los utopistas prácticos: visionarios capaces de concebir cambios radicales que mejoren el mundo y las vidas de la mayoría y al mismo tiempo de mantener los pies en la tierra, concentrándose en aquello que es posible hacer en cada momento, una aleación extraordinaria de imaginación y de sentido común. De la arquitecta Anna Heringer puede decirse que tiene no solo los pies, sino tam...
Anna Heringer tiene la mirada luminosa de los entusiastas y la expresión serena de los utopistas prácticos: visionarios capaces de concebir cambios radicales que mejoren el mundo y las vidas de la mayoría y al mismo tiempo de mantener los pies en la tierra, concentrándose en aquello que es posible hacer en cada momento, una aleación extraordinaria de imaginación y de sentido común. De la arquitecta Anna Heringer puede decirse que tiene no solo los pies, sino también las manos, en la tierra, el barro y la arcilla, que son los materiales originarios de la construcción, de la alfarería y además, según el Génesis, de la creación del primer ser humano. En tiempos en los que diseñadores y arquitectos han abandonado el dibujo manual sustituyéndolo por la fantasmagoría de los programas de ordenador, Anna Heringer elabora sus proyectos modelando el barro con sus manos, en un proceso que ella misma denomina, no sin humorismo, “claystorming”. Con su mirada entusiasta, su expresión serena, su voz clara y precisa, Anna Heringer cuenta sus ideas sobre la arquitectura, la belleza, la sostenibilidad, la vida en común, con una elocuencia que a mí me hace acordarme de Simone Weil, pero, a diferencia de ella, no se pierde en ningún momento en el misticismo, aunque manifieste con la misma calma su radicalidad. En una conferencia suya que he encontrado en YouTube, Heringer pone su mejor sonrisa para disentir de un siglo entero de presunto racionalismo en la arquitectura. “¿La forma sigue a la función?”, pregunta, y se queda callada, y un momento después dice: “La forma sigue al amor”. Y aclara: “La belleza es la expresión formal del amor”.
No es una declaración abstracta. Las palabras de Anna Heringer están tan pegadas a la tierra como sus manos. En la exposición que ha organizado Luis Fernández-Galiano en las salas de la Fundación ICO se ve muy claro lo que quiere decir Heringer cuando habla de la belleza y el amor como atributos de la arquitectura. La belleza de un edificio no es el resultado de la inspiración solitaria y genial de un arquitecto: la belleza surge del encuentro entre las necesidades que el edificio ha de satisfacer y los materiales que se encuentran más a mano para construirlo, y en el modo en que la idea primera va siendo puesta en práctica, modificada, alterada, por las condiciones locales, por el trabajo de las personas que llevan a cabo la construcción y las que van a ser sus destinatarias y sus mantenedoras. En la exposición hay maquetas de algunas obras de Anna Heringer que unas veces parecen esculturas en barro y otras formas delicadas y livianas como de cestería. Cada forma es de una belleza definitiva, autosuficiente, cerrada sobre sí misma: pero es en su construcción real donde tanta belleza se vuelve una expresión colectiva de amor, porque se lleva a cabo gracias al esfuerzo compartido de la comunidad y está destinada a servirla, a mejorarla, de la misma manera práctica en que un buen cesto de paja o de mimbre o un buen cuenco de arcilla mejoran la vida. En Bangladés, en Ghana, en China, Anna Heringer hace algo muy parecido a lo que ha hecho siempre la arquitectura popular: aprovechar los materiales locales, que son también los más baratos y los más sostenibles; adaptar todo el proceso constructivo a las posibilidades que esos materiales ofrecen y a las condiciones ambientales inmediatas, y tener en cuenta a lo largo de todo el proceso las necesidades materiales y los valores simbólicos de la comunidad en cuyo tejido el edificio va a integrarse, al uso privado y al colectivo, a los ritmos del trabajo y a los del descanso y la fiesta.
Casi todo el mundo da por supuesto que una necesidad tan genérica como la de la vivienda social justifica la monotonía y hasta disculpa la mediocridad
Casi todo el mundo da por supuesto que una necesidad tan genérica como la de la vivienda social justifica la monotonía y hasta disculpa la mediocridad. En las periferias de nuestras ciudades se extienden paisajes de bloques idénticos entre descampados y autopistas al mismo tiempo que en zonas mejores se alzan edificios “emblemáticos” —o bien “icónicos”— esbozados a precio de oro en unos minutos por estrellas internacionales que los plantan lo mismo en Dubái que en Kazajistán que en Valencia, sin prestar la menor atención al entorno en el que se sitúan y probablemente sin acordarse siquiera del nombre de la ciudad donde los han contratado. Luis Fernández-Galiano, que sabe tanto de estas cosas, se acordará de una época en la que insinuar alguna crítica a cualquiera de esos arquitectos podía convertirlo a uno en un paria intelectual. Casi siempre a costa de inmensas cantidades de dinero público, construían monumentos a ellos mismos, destinados a la glorificación en las revistas de arquitectura, organismos parásitos de mantenimiento carísimo plantados como naves espaciales en mitad de territorios con los que no tenían ninguna conexión orgánica. En el arquitecto estrella se unía la antigua superstición romántica del genio con el brillo contemporáneo del oligarca internacional.
Pero Anna Heringer no es menos inventiva que cualquiera de ellos; tan solo mucho menos arrogante. La belleza de sus edificios se arraiga en la elementalidad de los materiales y de algunos de los métodos de trabajo, pero ella dice que usa igual la alta tecnología que la baja tecnología, la experiencia heredada de la tradición y el conocimiento científico. Unas viviendas hechas con paja, tierra y bambú en China son como lámparas suspendidas en el aire, como cabañas, como cestos translúcidos. En un centro para discapacitados de Bangladés hay salas diáfanas con suelo y paredes de bambú adecuadas para la fisioterapia, y una especie de laberintos cóncavos moldeados en tierra donde los niños pueden jugar o hacer ejercicios que pongan a prueba las nuevas destrezas adquiridas. Todo está diseñado para facilitar la sombra y las corrientes de aire que alivien el calor. En la catedral de Worms, delante de una escenografía de oros barrocos, Anna Heringer ha plantado un altar que es un bloque simple y formidable de tierra compacta. Vecinos y fieles participaron jubilosamente en el proceso de ir llenando con sus propias manos el molde del altar: su solidez terrenal es una estremecedora afirmación del espíritu y del trabajo humano, del talento singular de Heringer y el impulso solidario de toda una comunidad.
En estos días de crueldad y destrucción en Ucrania, el sentido de la belleza de Anna Heringer despierta en el fondo un ahogo de congoja. El horror del mundo es que sea tan lento y difícil construir algo, y fácil y rápido sembrar la muerte y la ruina, y tan improbable que los criminales paguen ni siquiera una parte del sufrimiento que provocan.
‘Anna Heringer. La belleza esencial’. Museo ICO. Madrid. Hasta el 8 de mayo.
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