Pedro G. Romero, mucho más que el gurú intelectual de la revolución flamenca
El Museo Reina Sofía consagra una gran exposición al artista pluridisciplinar y colaborador de heterodoxos como Israel Galván, Niño de Elche, Rocío Márquez o Rosalía
Pronto hará tres años. El 2 de noviembre de 2018, Rosalía lanzó su segundo disco, El mal querer. Durante semanas, la artista catalana fue omnipresente en redes, televisiones, radios y periódicos, y en un momento de la promoción reveló la fuente que le había servido de hilo conductor para el álbum: “Pedro G., que es íntimo amigo mío, me recomendó una novela occitana del siglo XIII, llamada Flamenca. El título se refiere a Flandes, pero la coincidencia con el flamenco me voló la ...
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Pronto hará tres años. El 2 de noviembre de 2018, Rosalía lanzó su segundo disco, El mal querer. Durante semanas, la artista catalana fue omnipresente en redes, televisiones, radios y periódicos, y en un momento de la promoción reveló la fuente que le había servido de hilo conductor para el álbum: “Pedro G., que es íntimo amigo mío, me recomendó una novela occitana del siglo XIII, llamada Flamenca. El título se refiere a Flandes, pero la coincidencia con el flamenco me voló la cabeza y quise investigar”. Sentado en la terraza del bar Lacaña —del que se declara “muy partidario”—, Pedro G. Romero recuerda que aquella declaración le cayó a él “como piedra en estanque”. Incluso de revistas del corazón lo llamaron para que explicara qué idea del amor tenía Rosalía a partir de aquel libro medieval que narra una historia de celos, como su disco. “Por lo menos”, se ríe, “sirvió para que mi hija pensara por fin que mi trabajo tiene sentido”.
El Museo Reina Sofía de Madrid, a unos metros de Lacaña, dedica desde la semana que viene una de sus grandes exposiciones de la temporada a ese trabajo: Máquinas de trovar. El título, con ecos del Mairena de Antonio Machado, resume bien el universo de alguien cuya obra ha podido verse en los eventos artísticos más influyentes del mundo —de la Documenta de Kassel a la Bienal de Venecia—, pero al que la palabra artista se le queda pequeña. Al mismo tiempo que la antológica de Madrid, Romero (Aracena, Huelva, 57 años) ocupa la Galería Municipal de Oporto con Cruzar la frontera. Los nuevos babilonios, un proyecto sobre la vida errante de exiliados, libertarios y romaníes. Además, publica tres ensayos y estrena una película. Los libros son Wittgenstein, los gitanos y los flamencos (Arcadia); Los dineros: apuntes para un Proyecto de Diccionario de Economía Política, y Al pie: caprichos, desastres, tauromaquias y disparates en torno a la danza y el baile (ambos en la editorial Athenaica).
La película es Nueve Sevillas, codirigida junto a Gonzalo García-Pelayo, maestro heterodoxo del cine español. Nació del proyecto frustrado de rodar otra sobre Pepe Habichuela, con guion de Pedrogé y seis directores, uno por cada cuerda de la guitarra. Pese a contar ya con Víctor Erice, Pedro Costa, Tony Gatlif o el propio García-Pelayo, el proyecto no salió adelante, pero fue el germen del filme protagonizado por nueve sevillanos de paseo por su ciudad: de la bailaora chilena Javiera de la Fuente a la abogada gitana y feminista Pastora Filigrana, pasando por el bailaor Bobote. Sus historias están hilvanadas por las actuaciones de Israel Galván, Inés Bacán, Rocío Márquez, Rocío Molina, Sílvia Pérez Cruz o la propia Rosalía, que aún no había lanzado El mal querer cuando grabó su tema.
La película se rodó en 2018, en 10 días “de euforia”, aprovechando la Bienal hispalense y que todos los convocados habían trabajado antes con Romero, que aparece fugazmente en el documental con su característica barba de apóstol de Rubens. Aunque lo audiovisual forma parte de su obra desde el primer minuto, la experiencia le interesó tanto que, entre bromas, dice que ya solo piensa hacer películas. Por lo pronto, se ha embarcado en otra —Los caballos, rodada parcialmente en Kazajistán, cuna de la doma ecuestre— y trabaja en Siete Jereles, sobre la escena jerezana.
Su comodidad con el género tiene que ver, cuenta, con el hecho de que en el cine el trabajo en equipo está más “naturalizado” que en el arte. “Tienes que dar menos explicaciones”, afirma recordando todas las que dio durante años para que sus interlocutores comprendieran que encargara fotos o cuadros a otros artistas para sus propias exposiciones, o que enrolara a un bailaor como parte medular de una obra, no como extra el día de la inauguración. “Eso sí, del cine me sorprende que el protagonismo siga polarizado entre el director y los actores, cuando muchas veces el montaje y el sonido son tan importantes como ellos. Además, en el cine independiente el director se reviste con todos los componentes del autor literario (solitario en el trabajo, extravagante) y en el de producción es una mezcla entre funcionario y artesano. Me parecía extraño que no hubiera más modelos, así que usé el que uso en el campo de las artes: una versión lumpen del tradicional studio system de Hollywood”.
Atacar una estatua es reconocerle su poder. Lo estamos viendo con la cultura de la cancelación
Además de en los cines a partir del 15 de noviembre, Nueve Sevillas puede verse en la antológica del Reina, organizada en sentido cronológico inverso “para que no parezca la educación de un artista que va alcanzando un estilo y un magisterio”. Con todo, recorrerla permite asistir a la laberíntica evolución de un investigador más empeñado en identificar la trama ideológica que hay tras las imágenes que ya circulan que en crear otras nuevas.
A Pedro G. Romero le interesan más los procesos que los hitos, pero en su trayectoria hay algunos momentos clave. “Crisis”, los llama él. Tras unos inicios fulgurantes en los que, reconoce, se benefició de la atención procurada a los jóvenes artistas andaluces en torno a 1992 —”no había galería en Madrid sin su sevillano”—, fue seleccionado para dos de las colectivas que impulsaron la hegemonía del arte conceptual en España: Antes y después del entusiasmo (Ámsterdam, 1989) y El sueño imperativo (Madrid, 1991). La primera establecía un puente entre las nuevas generaciones y las vanguardias de la posguerra saltando por encima de la pintura de los ochenta (el entusiasmo tenía un nombre: Miquel Barceló). La segunda —en plena guerra del Golfo— supuso, tras la fiesta de la Movida, la puerta de entrada a la crítica social en el arte.
Fiel a su afán de “castigar la obra” para que esta “no se convierta inmediatamente en dinero”, Romero se volcó en dos campos ligados a su obsesión de siempre —la cultura popular—, pero difícilmente comercializables en una galería: la iconoclastia y el flamenco.
Destruir imágenes
Así, en 1999, años antes de que estallaran la moda del archivo y la memoria histórica, surgió Archivo FX, un fondo documental en el que la destrucción de imágenes y edificios religiosos en España entre 1845 y 1945 dialoga con textos y manifiestos de las vanguardias artísticas, ámbitos que en ocasiones coincidieron sobre el terreno. Es el caso de la checa barcelonesa decorada durante la Guerra Civil con motivos tomados de la abstracción geométrica. Una de esas celdas de tortura psicológica, reconstruida, puede verse también en Máquinas de trovar.
Dos décadas después, su promotor tiene algo claro: “A las imágenes se las ataca porque se les reconoce su poder. Atacar una estatua es reactivarla, empoderarla. Lo estamos viendo ahora con la cultura de la cancelación. Lo más parecido a un fetichista es un iconoclasta. Y a veces coinciden. En Sevilla, los mismos que sacaban los pasos quemaron las iglesias. ¿Cómo se desactiva una imagen? Metiéndola en un museo. Pierde su valor de culto y adquiere otros valores, seguramente económicos”.
Pedro G. Romero suele decir que no es que tenga su estudio en Sevilla, sino que Sevilla es su estudio. Por eso estuvo atento a las dos Semanas Santas suspendidas por la covid: “Me interesa el catolicismo del sur, el litúrgico, no teológico. Uno sospechaba que la Semana Santa tiene más que ver con la superstición que con la fe en las imágenes, y la pandemia lo certificó. Ganó la ciencia. Se prohibió la procesión de pasos que en el siglo XVII se sacaban contra la peste. Incluso el besamanos de la Macarena. Celebro que fueran prudentes, claro, pero ¿cómo alguien con fe verdadera puede creer que la Macarena le va a contagiar el coronavirus? Solo puede creerlo si piensa que se trata no de la Virgen, sino de una figura de madera con barnices. Yo salí en la madrugá por si veía a las masas lamentándose desconcertadas. Y no. Ni un amago, ni un loco superchero saltándose la prohibición. Fue el triunfo de Lutero”. La respuesta de la catedral de Toledo al vídeo de C Tangana y Nathy Peluso le sorprende viniendo de una institución con una tradición iconográfica como la Iglesia católica. Romero pasó un año en la Academia de España en Roma y en la Ciudad Eterna vio “a Nathy Peluso en todas las iglesias, pero en los altares: en forma de santa o de Virgen dando el pecho al Niño”.
Meses antes de abrir el Archivo FX lanzó el proyecto Máquina PH, una forma impersonal de bautizar tanto sus colaboraciones con cantaores y bailaores como sus investigaciones sobre el flamenco como arte popular moderno. Fruto de estas fue la exposición que en 2007 comisarió junto a Patricia Molins para el Reina Sofía y el Petit Palais de París: La noche española. En ella se ilustraba la tesis de que el flamenco supuso para los vanguardistas de la primera mitad del siglo XX lo que el rock para los de la segunda: “Fue, claramente, por influencia de Picasso. La gente no solo imitaba el cubismo, sino los motivos del cubismo. Si Picasso pintaba toreros y españolas, ellos también. Luego llegó el contrapunto de Picabia, nacido en Cuba pero de pasaporte español y familia sevillana. Sus dibujos de máquinas y españolas acabaron siendo un género”.
Revolución ‘jonda’
Tan lector de Walter Benjamin como de José Bergamín, a Pedrogé le gusta la idea del poeta madrileño de que “paradoja es como los tontos llaman a la verdad”. A él la paradoja que le interesa es la que hace que el flamenco sea a la vez hegemónico y marginal: “Son los políticos andaluces, a los que se les llena la boca, y los yonquis de las Tresmil”. Aunque ahora es un verdadero erudito al que sus amigos llaman Flamenco Google, siempre fue un aficionado. Ya en uno de sus textos de juventud afirmaba que en su cabeza convivían en igualdad Camarón y la Velvet Underground. “Pero como vivo en Sevilla”, matiza ahora, “siempre tuve más posibilidades de encontrarme con Chano Lobato que con Lou Reed”.
Con quien terminó encontrándose fue con Israel Galván, para cuyos espectáculos ejerce de “director artístico” desde que en 1998 montaron juntos Los zapatos rojos. “Me dijeron”, recuerda Romero, “que había una generación nueva con la que podría colaborar. Todos bailaban increíble, pero no sabía qué podía aportar yo. Hasta que vi a Israel. Además de bailar estupendamente, no hacía truquillos para ganarse el aplauso fácil. Y hablo del momento de éxito de Joaquín Cortés, Antonio Canales y Sara Baras”. Fue “una revelación” que él resume con una ocurrencia que pocos entendieron entonces: era Maiakovski bailando.
Israel Galván terminó por construirse un público. Años después, su modo de hacer es “hegemónico”, pero sus comienzos provocaron, recuerda Romero, reacciones violentas: “Él lo sufría más que yo. Pero le decía: ‘Lo bueno es que estás trabajando con cosas que importan, por eso la gente se irrita. Yo vengo de un campo en el que un artista entra en una galería, se orina, se va y los espectadores sopesan si la obra tiene una densidad tal o cual. No hay ya espacio para lo que importa”.
El flamenco siempre fue una conversación de bar. Por eso funciona tan bien en las redes sociales
Tras Galván vendrían las colaboraciones con Rosalía en un espectáculo sobre Julio Romero de Torres cuando no era más que “una cantaora de Barcelona obsesionada con la Niña de los Peines” que todavía no había grabado un disco, con Rocío Márquez o con Niño de Elche (solo o con Los Planetas como Fuerza Nueva). No es casual que alguien tan interesado por las imágenes terminara formando parte de una revolución multiplicada por la imagen: “La renovación que va de Israel Galván a Rosalía tiene que ver con la audiovisualización del flamenco, exacerbada en las redes sociales. Las revoluciones de Morente, Gades o Camarón tuvieron que ver con otro momento: con las otras músicas, con el rock”.
Ajeno a todo purismo, Pedro G. Romero considera que el flamenco era una red social antes de las redes sociales. “Se dice que Twitter no hace más que amplificar una conversación de bar y convertirla en pública. Pero es que el flamenco siempre ha sido una conversación de bar. Como es un arte performativo no académico, el boca a boca es fundamental en su historia. Hay un empeño noble, idealista y absurdo en sacar el flamenco de las tabernas. A mí no me parecía nada mal que estuviera en las tabernas. Y que el arte estuviera en las tabernas”. Y se pide otra cerveza.
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