El socialismo, desde su prehistoria

El maravilloso libro ‘Hacia la estación de Finlandia’, de Edmund Wilson, ahora reeditado por Debate, muestra una clara simpatía inicial por la Revolución Rusa

Lenin y Sverdlov, en una imagen en la época de la Revolución Rusa.Keystone (Getty Images)

A nadie puede extrañar que este maravilloso libro (Hacia la estación de Finlandia) fuese publicado en España por primera vez por Javier Pradera, en Alianza Editorial, hace casi medio siglo (1972). Pradera era muy sensible a lo que en él se contaba. Hubo otra edición intermedia, inencontrable, en RBA, de hace una década, y ahora reaparece en Debate con un texto introductorio de Vargas Llosa, un epílogo del autor, Edmund Wilson, de 1952, y un prólogo, también de Wilson, del año 1971...

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A nadie puede extrañar que este maravilloso libro (Hacia la estación de Finlandia) fuese publicado en España por primera vez por Javier Pradera, en Alianza Editorial, hace casi medio siglo (1972). Pradera era muy sensible a lo que en él se contaba. Hubo otra edición intermedia, inencontrable, en RBA, de hace una década, y ahora reaparece en Debate con un texto introductorio de Vargas Llosa, un epílogo del autor, Edmund Wilson, de 1952, y un prólogo, también de Wilson, del año 1971, imprescindibles a la luz de lo que se ha ido conociendo posteriormente de la Revolución Rusa.

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El libro, que no está escrito con el lenguaje habitual de los historiadores y de los científicos sociales (“se lee como una ficción”, dice Vargas Llosa), narra el desarrollo de la idea socialista desde su prehistoria, pasando por los socialistas utópicos y el socialismo científico de Marx y Engels, y desemboca en la revolución bolchevique de 1917, centrada en sus dos grandes protagonistas, Lenin y Trotski, considerados los revolucionarios más importantes de la historia. Publicado en 1940, el año en que Stalin asesinó a Trotski y poco después de los grandes procesos de Moscú con los que el georgiano acabó con la vieja guardia bolchevique —los amigos de Lenin—, al autor no le dio tiempo de incorporar estos acontecimientos a sus páginas.

Por ello, el corpus de Hacia la estación de Finlandia revela una clara simpatía inicial hacia la revolución y hacia sus dos máximos dirigentes, que es matizada en el epílogo, del año anterior a la muerte de Stalin, y en el prólogo: “La verdad”, dice Wilson (un gran crítico literario estadounidense), “es que fuimos bastante ingenuos”. Los objetivos finales de Lenin fueron, sin duda, de carácter humanitario, democrático y antiburocrático, pero la lógica de toda la situación pudo más que sus aspiraciones. Su “banda de revolucionarios entrenados”, el partido, se convirtió en una máquina tiránica que perpetuó la intolerancia, la astucia, el secretismo y la crueldad que sus miembros habían tenido que aprender cuando eran proscritos. En lugar de instaurar una sociedad sin clases en la vieja Rusia feudal, analfabeta, promovieron el surgimiento y la dominación de una nueva clase privilegiada y controladora, que no tardó en explotar a los trabajadores casi tan insensiblemente como lo habían hecho los empresarios del régimen zarista, y en someterlos a un espionaje casi industrial. En las adendas al libro (prólogo y epílogo), Wilson defiende que Stalin enterró rápidamente los ideales leninistas, y torturó y ejecutó a los que todavía estaban dispuestos a defenderlos. Con su práctica política, Lenin transformó el eslogan de “todo el poder a los sóviets” por el de “todo el poder para el partido”, y Stalin completó el cambio con el de “todo el poder para el secretario general”.

Probablemente, la parte más original del libro, aún hoy, es la que desarrolla las personalidades complementarias de Lenin y Trotski, y sus relaciones. Del primero reproduce las palabras del escritor italiano Ignazio Silone, que emite una contradicción más: cuando Lenin entraba en una sala, la atmósfera se transformaba, se electrizaba; era un fenómeno físico casi palpable. “Se desprendía de él un entusiasmo contagioso, semejante al fervor que emana de los fieles cuando se reúnen en torno a la silla de San Pedro”. Pero cuando se le veía o hablaba cara a cara —y surgía la ocasión de oír sus juicios hirientes, desdeñosos, de observar su capacidad de síntesis y el tono dogmático de sus decisiones—, la impresión que causaba era muy distinta, sin asomo de adoración. Sin embargo, a diferencia de Stalin, había en Lenin una fibra de bondad a la cual se podía apelar y librar de ese modo a muchas personas acusadas.

Trotski era diferente y siempre reconoció la superioridad de Lenin. Orador extraordinario, era torpe para las relaciones personales. Incapaz de ser afectuoso, se condenó a sí mismo a cierta soledad y mantuvo muchas veces la posición de un marxista independiente, seguido por algunos partidarios fieles, pero sin verdadero apoyo popular tras de sí. Wilson hace una analogía con la Revolución Francesa, y recuerda que el Estado que Trotski tanto contribuyó a edificar entró con Stalin, su verdugo, en una fase en la que se combinaron las matanzas del Terror de Robespierre con la corrupción y reacción del Directorio. Pronto se vio cómo Stalin emprendía una fabulosa reelaboración de toda la historia de la Revolución Rusa con el propósito de suprimir la participación de Trotski en ella.

Lenin se vio obligado a amonestar a Trotski por su afición a las “fórmulas intelectuales que no toman en cuenta el lado práctico de la cuestión”. En su testamento (notas dirigidas al Comité Central del Partido Bolchevique), Lenin lo calificó como “el hombre más capaz” de ese comité central, y lo criticó por “su excesiva confianza en sí mismo y su propensión a sentirse demasiado atraído por el lado puramente administrativo de los asuntos”.

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