Castillos en el aire
España no ha sabido conservar las casas de sus mejores escritores, como demuestran los casos de Pérez Galdós y Pardo Bazán
Habituado a levantar edificios hechos de palabras, un escritor tiene a veces la tentación de levantar uno de verdad que se sostenga firmemente en la tierra, que ocupe un lugar tangible en el espacio, una coordenada exacta en los mapas. A diferencia de cualquier otro oficio, en el de escribir no hay apenas trato alguno con instrumentos y con cosas materiales —hasta la antigua hoja de papel es ahora un rectángulo blanco iluminado en una pantalla—, así que quien se dedica a él siente con frecuencia una nostalgia o una envidia de todo lo que sea tangible, lo que requiera destrezas manuales más all...
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Habituado a levantar edificios hechos de palabras, un escritor tiene a veces la tentación de levantar uno de verdad que se sostenga firmemente en la tierra, que ocupe un lugar tangible en el espacio, una coordenada exacta en los mapas. A diferencia de cualquier otro oficio, en el de escribir no hay apenas trato alguno con instrumentos y con cosas materiales —hasta la antigua hoja de papel es ahora un rectángulo blanco iluminado en una pantalla—, así que quien se dedica a él siente con frecuencia una nostalgia o una envidia de todo lo que sea tangible, lo que requiera destrezas manuales más allá de la única y muy simple de pulsar con los dedos las letras de un teclado. El libro impreso sin duda es, al menos por ahora, un objeto físico. Pero cuando el libro llega a sus manos, el que dedicó tanto tiempo a escribirlo y revisarlo ya tiende a sentirlo lejos de sí, o a mirarlo con menos complacencia que remordimiento, si tiene algo de sentido crítico. Lo que ahora le preocupa no es ese raro objeto que lleva su nombre en la portada, sino otra quimera que tal vez ha empezado ya a formarse, la promesa de otro libro que de verdad sea original y de algún modo irrefutable, otro edificio futuro de palabras, un castillo en el aire de la imaginación.
Pero un día el escritor, la escritora, decide levantar una casa real, con cimientos, muros, habitaciones, vistas de proximidades y de lejanías; un refugio contra la intemperie del mundo y contra las inseguridades y las fantasmagorías incurables de su propio oficio, un lugar de trabajo que también lo sea de reposo y huida, una torre bien defendida en la que vivir rodeado por las estanterías de una biblioteca, como la torre circular del señor de Montaigne. Cuando ya había levantado una parte considerable de los mundos de su literatura, Pérez Galdós se hizo construir su casa de San Quintín, en una ladera umbrosa frente al mar de Santander, y puso en los planos y en los pormenores de la decoración el mismo cuidado que ponía en elaborar la trama de una novela, o esos largos hilos narrativos que componían las secuencias de los Episodios.
Con las ganancias a veces cuantiosas pero siempre inciertas de los libros, Galdós se costeaba sus viajes de recreo y estudio por Europa, sus complicaciones amorosas, la construcción y el mantenimiento de esa casa frente al mar que estaba más modelada a la medida de sus deseos porque incluía un jardín y una huerta. En Madrid tenía los agobios de la vida social, los estrenos teatrales, la política. Tomaba el tren antes de que hubiera empezado el verano y se marchaba a Santander hasta bien entrado el otoño. Como era un hombre con gran talento para disfrutar de la vida, su casa de San Quintín le permitía concentrarse en la soledad y en la escritura, y también en la compañía de la familia y de los amigos y en los placeres más agrestes de la naturaleza y de la huerta, en la que importaba tanto el cultivo de las hortalizas como la compañía de los animales.
La biblioteca de Emilia Pardo Bazán acabó sirviendo de decoración de las paredes en la residencia de un tirano oscurantista menos aficionado a la lectura que a rezar el rosario
Hombre hecho a sí mismo, y sin raíces muy hondas desde que dejó Canarias en la adolescencia, Pérez Galdós eligió Santander por pura afinidad personal y por el calor de algunos amigos, y levantó su San Quintín desde la nada, igual que fundó él solo la novela moderna en español en el erial de un país donde Cervantes había sido el primero de todos los novelistas y también el último, porque sus herederos innumerables los tuvo sobre todo en Inglaterra y en Francia.
Emilia Pardo Bazán, que venía de una familia con blasones arcaicos, edificó su casa, y en ella su habitación propia, sobre la tierra de sus orígenes. Estaba influida por el historicismo romántico europeo, y por el ejemplo de Walter Scott en Escocia y Victor Hugo y Chateaubriand en Francia, y tal vez imaginaba para sí misma una posteridad de peregrinaciones de admiradores póstumos como la que había visto que disfrutaban esos escritores: esa piedad ilustrada y laica de quienes visitan los lugares donde vivió un novelista o un poeta y se conmueven viendo su escritorio, sus papeles, la ventana por la que miraban cuando se distraían del trabajo. Pardo Bazán construyó su Torre de Meirás en un estilo neomedieval que era del todo contemporáneo en su tiempo, igual que abrazó el naturalismo de Zola y los ideales de emancipación e igualdad femenina que venían de Mary Wollstonecraft y de John Stuart Mill, cuyos libros estaban en su biblioteca (también estaban los de Thoreau y los de Emerson, y una gran parte de la novela europea en sus idiomas originales).
En el catálogo de la espléndida exposición que se le dedica ahora en la Biblioteca Nacional, comisariada por su biógrafa Isabel Burdiel, J. Ángel Sánchez García y Cristina Patiño Eirín escriben ensayos muy documentados sobre los desvelos que se tomó Pardo Bazán para levantar su casa y ordenar sus libros. Al San Quintín de Galdós llegaban las cartas en letra rasgada y diminuta y los libros dedicados de su antigua amante, y a la Torre de Meirás, las cartas y libros de Galdós. El amor intenso y breve y nunca olvidado y la militancia fraternal en la literatura se sobreponían a las diferencias políticas. Los dos habían sufrido los agrios embates españoles de la descalificación y el sarcasmo, ella en mayor grado aún, porque era una mujer. Según envejecía, Galdós se radicalizaba políticamente, abrazaba el republicanismo y se aliaba con Pablo Iglesias. Radical también en su feminismo, Pardo Bazán se acomodaba en las zonas más conservadoras de la Restauración. El uno y la otra no dejaban nunca de escribir ni de intervenir en los debates públicos y seguían perfeccionando cada uno sus casas respectivas, su San Quintín o su Meirás, las dos torres de firmeza contra la intemperie, las aterradoras incertidumbres y sobresaltos de un país en el que la serenidad civil es tan precaria como el reconocimiento literario.
La casa que Galdós había amado tanto acabó derribada; sus papeles, sus muebles, sus cuadros, sus libros, todo disperso. De San Quintín solo queda el azulejo con el nombre. La biblioteca grande y generosa de Emilia Pardo Bazán acabó sirviendo de decoración de las paredes en la residencia de un tirano oscurantista menos aficionado a la lectura que a rezar el rosario y a ver el fútbol en un televisor mezquino en blanco y negro. Las peregrinaciones literarias están pensadas para países menos inclementes. Lo único firme que construyeron los dos fueron sus casas de palabras.
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