Douglas Adams odiaba escribir, pero adoraba haber escrito
El hallazgo de unas notas del escritor sobre lo tortuoso del acto creativo alumbra una paradoja incomprendida. ¿No debería pasárselo en grande alguien que escribe cosas descacharrantes?
Fredric Brown fue un escritor de ciencia-ficción. Uno de los escritores de ciencia-ficción más divertidos que han existido jamás. Nació en Cincinnati en 1906. No pudo dedicarse a escribir a tiempo completo hasta casi el final. Era corrector de pruebas de imprenta. Su sentido del humor era un sentido del humor posmoderno, se decía. En parte, porque sus relatos no eran meros relatos de ciencia-ficción. Se reían de la idea misma de que existiese algo tan ridículo como el ser humano habitando algún tipo de...
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Fredric Brown fue un escritor de ciencia-ficción. Uno de los escritores de ciencia-ficción más divertidos que han existido jamás. Nació en Cincinnati en 1906. No pudo dedicarse a escribir a tiempo completo hasta casi el final. Era corrector de pruebas de imprenta. Su sentido del humor era un sentido del humor posmoderno, se decía. En parte, porque sus relatos no eran meros relatos de ciencia-ficción. Se reían de la idea misma de que existiese algo tan ridículo como el ser humano habitando algún tipo de mundo. En su novela más famosa, un escritor de ciencia-ficción aburrido al que acaba de dejar su novia abre la puerta de su apartamento, con la sudadera de la chica puesta, pensando que, qué demonios, ¿no sería maravilloso que al otro lado no hubiese un vendedor puerta a puerta sino un marciano? Y, tachán, es con un marciano con lo que se encuentra.
Su novela más famosa se titula Marciano, vete a casa y Luke Deveraux y su “selvático cabello rojo”, el escritor de ciencia ficción que la protagoniza, deben hacer frente, como el resto de terrícolas, a la invasión de millones de ridículos hombrecitos verdes que se cuelan en todas las casas y empiezan a criticarlo todo: desde el color de las cortinas hasta la manera en que haces el amor con tu pareja. Es un clásico del humor absurdo, en muchos sentidos, metaliterario. El escritor es un claro alter ego del propio Brown, un tipo que bebía más de la cuenta y que aborrecía escribir. ¿Cómo? ¿Aborrecía escribir? ¿Es algo así posible en un escritor que se lo hace pasar en grande a quien lo lee? Oh, por supuesto, responde desde el prefacio de Paradoja perdida, una de sus colecciones de relatos, su mujer, Elizabeth Brown: “Fred odiaba escribir. Pero adoraba haber escrito”.
Brown “hacía todo lo que se le ocurría para postergar el momento de sentarse ante la máquina de escribir: le quitaba el polvo al escritorio, tocaba la flauta, leía un rato, tocaba un poco más la flauta. Si vivíamos en un pueblo en el que la correspondencia no se repartía, iba a buscarla al correo y después encontraba a alguien con quien jugar una —o dos o tres— partidas de ajedrez o de cartas. Cuando regresaba a casa pensaba que era demasiado tarde para empezar. Después de hacer lo mismo durante varios días, empezaba a remorderle la conciencia y se sentaba realmente ante la máquina de escribir”, cuenta Elizabeth Brown. También recuerda que odiaba que le interrumpiera cuando caminaba por la casa diciéndose cosas a sí mismo, elaborando y reelaborando argumentos: “Le aconsejé que se pusiera una gorra roja cuando no quería ser molestado”.
Hay una inacabable colección de escritores de novelas y relatos no humorísticos que tienden a hablar del proceso de escritura como de una pequeña, a veces, enorme, tortura. Pero no hay grandes ejemplos de lo contrario, es decir, de tipos como Brown, que parecían pasárselo en grande escribiendo, que dijesen que nada de aquello les había resultado divertido en absoluto. A excepción, hasta hacía no demasiado, del propio (y genial) Brown. Pero la apertura de las 67 cajas del archivo de Douglas Adams, el autor de la famosísima Guía del autoestopista galáctico, una de las novelas más descacharrantes de la historia —y un homenaje a la aún más divertida Dimensión de milagros, del maestro Robert Sheckley— ha dado con un puñado de páginas que el escritor se dedicó a sí mismo tratando de no desfallecer en el intento de crear toda esa diversión.
“Escribir era una tortura para él”, dijo su hermana, Jane Thrift, cuando le preguntaron si realmente todas aquellas notas en las que Adams se recordaba que “pasase lo que pasase, aquello se acabaría en algún momento”, y también, que “escribir está bien si el que atacas eres tú, si no dejas que —lo que sea que estás creando— te ataque”, tenían algo de cierto. ¿No podía estar el autor de las holísticas aventuras de Dirk Gently, el detective al que todo siempre le sale bien, por más que el mundo a su alrededor sea cada vez más absurdamente estúpido, bromeando? “Hoy estoy particularmente hasta las narices de la idea misma de la escritura. Aunque llevo dos días sin escribir y eso también me atormenta”, escribe, en una de las numerosas notas que parecía enviarse a sí mismo. En algunas, fingía charlar con un dragón llamado Lionel.
Buena parte de ellas formarán parte de un libro que va a autofinanciarse y que, por supuesto, llevará por título 42, que es la respuesta que se da al sentido de la vida, el universo y todo lo demás en su famosa tetralogía en cinco partes, la que abre la Guía del autoestopista galáctico. El volumen pretende ser lo más parecido a bucear en su cabeza que podría existir, porque en esas 67 cajas se han encontrado desde futuros argumentos para su serie de Dirk Gently hasta una idea para una atracción del parque de atracciones Chessington World of Adventures en la que estaba trabajando cuando una desastrosa visita al gimnasio —la primera— acabó con él a los 49 años. También dice cosas horribles de sus personajes. Les llama a todos “idiotas”. También considera “idiotas” sus novelas. Escribir novelas divertidas no tiene por qué tener nada de divertido.
El propio John Kennedy Toole, autor del clásico La conjura de los necios, el tipo que se ahogó en monóxido de carbono en su propio coche, harto de cartearse con un editor que no le veía sentido a su novela, pasó por un auténtico martirio mientras escribía. Las infinitas correcciones que el editor de Simon & Schuster (el sello que se interesó por ella antes de que tirara definitivamente la toalla), el histórico Robert Gottlieb, le pedía no hacían sino hundirle y más y más en la tragedia de haber escrito algo que parecía no tener sentido. “Lo que le decía era que, mientras Trampa 22 tenía un argumento, su novela parecía no ir de nada en absoluto”, recuerda Gottlieb. Hoy sigue siendo uno de los libros más vendidos de todos los tiempos y una de las mejores novelas que se ha escrito jamás. Al respecto, Joseph Heller también tuvo que vérselas con los correctores de Trampa 22.
La novela, que pasó años yendo de un despacho a otro, es el relato, ardorosamente brillante y divertidísimo, de lo que el propio Heller vivió como piloto durante la Segunda Guerra Mundial, pero tiene tal aspecto de farsa absurda que se temía por todo. Sin embargo, su ejemplo es el de alguien que no tiene por qué no haber disfrutado el proceso —aunque es probable que dado lo que había tras él no fuese del todo placentero— sino más bien la dificultad de su encaje en un mundo que se toma demasiado en serio a sí mismo. Kurt Vonnegut, sin embargo, debía enviarse notas a sí mismo como las que se enviaba Douglas Adams. Tardó 20 años en escribir Matadero 5. Llegó a tener mil páginas de la novela y a decirse que jamás nada tendría sentido. Pero lo tuvo. Siempre lo tiene. Aunque no resulte tan divertido como parece.
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