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Árbol grande, hacha pequeña

La antología de películas ‘Small Axe’, de Steve McQueen, se suma a distintos intentos por corregir la historia oficial de la inmigración afrocaribeña en el Reino Unido durante la posguerra

La actriz Letitia Wright en 'El Mangrove', la primera entrega de 'Small Axe', de Steve McQueen.DES WILLIE/BBC

Steve McQueen empezó a trabajar en Small Axe, su nueva antología de cinco películas sobre el difícil encaje de los afrocaribeños en la sociedad británica de la posguerra, con la obsesión de que fuera emitida en BBC One, la primera cadena de la televisión pública, la que sintonizan los jubilados mientras cenan pastel de riñones. “Quería que mi madre las pudiera ver”, ha dicho el director. Era también la manera más rotunda de corregir, con luz y taquígrafos, la histori...

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Steve McQueen empezó a trabajar en Small Axe, su nueva antología de cinco películas sobre el difícil encaje de los afrocaribeños en la sociedad británica de la posguerra, con la obsesión de que fuera emitida en BBC One, la primera cadena de la televisión pública, la que sintonizan los jubilados mientras cenan pastel de riñones. “Quería que mi madre las pudiera ver”, ha dicho el director. Era también la manera más rotunda de corregir, con luz y taquígrafos, la historia oficial de la inmigración antillana en el Reino Unido, invitada a reconstruir un país en ruinas y luego empujada hacia la puerta de salida cuando las tesis xenófobas prosperaron y la otredad se empezó a percibir, ya medio siglo antes del Brexit, como un peligro existencial para una nación en duelo por su difunto imperio.

Con esta galería de retratos de miembros de la generación Windrush, el nombre de uno de los primeros barcos repletos de inmigrantes que llegaron a la costa inglesa allá por 1948, McQueen invalida las caricaturas televisivas de los setenta, en las que el negro era poco más que la diana de un racismo festivo que se percibía como inofensivo, pero también de series como Desmond’s, la exitosa sitcom sobre una familia caribeña creada en el Reino Unido en 1989, en la estela del éxito de Bill Cosby en Estados Unidos, y que logró humanizar y conferir dignidad a ese colectivo, aunque nunca lo desmarcase de una comicidad obligatoria. Con su reivindicación del negro británico como ser inevitablemente político, pero también su detenimiento en capítulos cotidianos e incluso nimios, Small Axe se suma al largo proceso de deconstrucción de los estereotipos heredados del orden colonial, que ahora prospera a la luz de los movimientos sociales que exigen reexaminar sus jerarquías.

El director londinense, hijo de emigrantes de las islas caribeñas de Granada y Trinidad, cargaba con estos relatos desde hace años, aunque nunca los hubiera tratado abiertamente durante una trayectoria que empezó en los primeros noventa, con la notable excepción del vídeo Carib’s Leap (2002), donde lo hacía de manera bastante alegórica. Small Axe supone un punto de inflexión en la politización frontal —y no siempre sutil— que ha dibujado su trayectoria en el cine, en la que cabe adivinar un brusco despertar respecto a aquella fantasía de la integración feliz que sostenía, hasta no hace tanto, que la raza se había vuelto invisible en nuestras sociedades poscoloniales y perfectamente meritocráticas. En una escena de ‘Alex Wheatle’ —la cuarta entrega de Small Axe, que Movistar+ estrena el 28 de enero—, McQueen plasma la vida del novelista británico que da título a la obra, hijo de antillanos que creció en orfanatos donde fue criado con los códigos blancos. “No soy africano. Puede que sea negro, pero soy de Surrey”, espeta Wheatle al incrédulo peluquero que se dispone a hacerle un blowout, el peinado afro que triunfó en los setenta. Tras una concienciación acelerada, el protagonista terminaría cumpliendo una pena de cárcel por participar en los disturbios de Brixton en 1981.

Casi dos décadas más tarde, el neonazi David Copeland colocaba una bomba en Electric Avenue, arteria comercial de ese mismo barrio londinense, con la intención declarada de atentar contra la comunidad caribeña. Solo unos meses después se publicaba Dientes blancos, el debut de Zadie Smith, una desconocida novelista de padre inglés y madre jamaicana que acababa de salir de Cambridge. La novela era una inspección crítica de las diferencias entre los emigrantes de primera y segunda generación en el Reino Unido, entre el apego a la tradición y la voluntad de pasar página, en la que algunos quisieron ver una celebración del multiculturalismo de aquella Cool Britannia del blairismo más temprano, antes de que el ­11-S y las armas de destrucción masiva pusieran fin a toda alucinación colectiva. “No estaba tratando de escribir sobre la raza. La raza forma parte del libro, obviamente, pero no me senté a escribir un libro sobre la raza”, declaró Smith poco después de la publicación de la obra. También en su caso puede detectarse una evolución: uno de los cuentos de su reciente antología Grand Union (2019) relata la vida y la muerte de Kelso Cochran, expatriado de Antigua cuyo asesinato provocó tensiones raciales en el Notting Hill de 1959, todavía ajeno a la imaginación de Richard Curtis.

Pareció un intento similar al de McQueen por desenterrar a los héroes silenciosos de la generación de su madre, que emigró a Inglaterra a los 15 años, dentro de una voluntad compartida por trazar una genealogía heroica de la negritud británica. En esa búsqueda han participado, de cerca o de lejos, pioneros como George Lamming y Samuel Selvon, que firmaron crónicas de la vida de los caribeños en el Londres de los cincuenta, el poeta dub Linton Kwesi Johnson, la fallecida novelista Andrea Levy (nada que ver con la de estas latitudes) o la joven Candice Carty-Williams, que debutó en 2019 con Queenie. En el campo del arte, la Tate Britain prepara para el otoño una muestra sobre los creadores surgidos de la diáspora antillana en el Reino Unido, que ahondará en el trabajo de Horace Ové, primer cineasta británico y negro, en el de artistas plásticos como Aubrey Williams y Sonia Boyce, o en el de Grace Wales Bonner, hija de inglés y jamaicana convertida en uno de los nombres más prometedores de la moda actual.

La negritud de Aimé Césaire, pilar teórico de la alteridad caribeña, fue rechazada por algunos de sus sucesores, incluida la propia Maryse Condé, que creyó que perennizaba las jerarquías sociales del colonialismo y forzaba el vínculo con África, donde la escritora guadalupeña, que residió en ese continente durante 12 años, descubriría “una tierra hostil”. Superada la desconfianza respecto a un esencialismo negro, Condé acabó reconociendo la utilidad de la idea de negritud, lo que no impidió que siguiera considerando que su alter ego literario era la Catherine de Cumbres borrascosas, toda ojos azules y piel de alabastro. Dentro de las letras británicas, la escritora Bernardine Evaristo, mestiza de origen nigeriano y sin ascendencia caribeña, aboga por un panafricanismo parecido al mezclar en Niña, mujer, otras, con el que ganó el Premio Booker de 2019, a personajes de raíz africana y antillana, o al escoger como protagonista de una de sus novelas recientes, Mr. Loverman, a un inmigrante homosexual de Antigua que, a sus 74 años, sigue dentro del armario. En esa lucha en común ha encontrado la pequeña hacha capaz de talar el gran árbol, como rezaba aquel viejo verso de Bob Marley que McQueen ha tomado prestado para titular su primer experimento televisivo.

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