El ajedrez del comercio

El país preferido por Estados Unidos para producir una ampliación del tratado entre Estados Unidos, México y Canadá es Uruguay. Y el interés de los norteamericanos se explica por la ambición de integrar al Mercosur

De izq. a dcha los presidentes Luis Arce (Bolivia), Santiago Peña (mandatarios electo de Paraguay), Mario Abdo (Paraguay), Alberto Fernández (Argentina), Lula da Silva (Brasil) y Luis Lacalle Pou (Uruguay) este martes en Puerto Iguazú.NELSON ALMEIDA (AFP)

Luis Lacalle Pou, el presidente de Uruguay, volvió a plantear el miércoles de la semana pasada la urgencia con que su país pretende liberalizar el comercio entre el Mercosur y otros países o regiones. Fue durante una reunión de presidentes del bloque celebrada en la localidad argentina de Puerto Iguazú. El argumento de Lacalle estaba motivado por la reticencia de Brasil y, sobre todo, de la Argentina, a implementar el acuerdo de integración celebrado...

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Luis Lacalle Pou, el presidente de Uruguay, volvió a plantear el miércoles de la semana pasada la urgencia con que su país pretende liberalizar el comercio entre el Mercosur y otros países o regiones. Fue durante una reunión de presidentes del bloque celebrada en la localidad argentina de Puerto Iguazú. El argumento de Lacalle estaba motivado por la reticencia de Brasil y, sobre todo, de la Argentina, a implementar el acuerdo de integración celebrado con la Unión Europea en 2019. Pero la posición uruguaya va mucho más allá. Ese país es una pieza principal del juego de competencias y tensiones que proyecta sobre América Latina la rivalidad entre los Estados Unidos y China.

Mercosur es una unión aduanera, lo que implica la existencia de un arancel externo común para los intercambios con terceros actores. Quiere decir que cualquier tratado de complementación internacional debe ser suscrito por sus cuatro miembros: Brasil, la Argentina, Paraguay y Uruguay. La larguísima demora en flexibilizar el comercio ha llevado a los uruguayos a insinuar que están dispuestos a abandonar el bloque. O, por lo menos, a reducir su grado de participación para estar en condiciones de suscribir tratados bilaterales.

Para entender la presión de Uruguay hay que observar el mapa global. Ese país ha recibido una oferta de China para suscribir un tratado de libre comercio con independencia de los otros tres socios del Mercosur. Es inverosímil que esa audaz jugada de los chinos esté guiada por la codicia que les despierta el mercado uruguayo, integrado por tres millones y medio de personas. La seducción a Uruguay es un desafío para Brasil y la Argentina.

Los brasileños reaccionaron, sobre todo en los últimos meses. Apenas Lula da Silva regresó al poder, inició una tarea sistemática de acercamiento a Uruguay por la vía de la cooperación y las inversiones, sobre todo en infraestructura. El Gobierno de Brasil defiende desde siempre su papel de líder regional, que lo vuelve muy refractario a la intrusión de potencias extranjeras en su zona de influencia.

Los chinos lo entendieron. En abril, el canciller uruguayo, Francisco Bustillo, viajó a Pekín y mantuvo reuniones con el vicepresidente Han Zheng, con el canciller Qin Gang y con el representante internacional de comercio Wang Shouwen. Todos le dijeron que mantenían su interés en llegar a un entendimiento pero que preferían esperar a que se pueda suscribir con el Mercosur, para evitar susceptibilidades.

Estas aproximaciones chinas están provocando numerosas reacciones en los Estados Unidos. La élite de ese país es cada día más consciente de que una batalla principal del conflicto con China se libra en América Latina, que es un proveedor principal de alimentos, minerales y energía demandados desde Asia.

El marco general de esta disputa, tal como la interpreta el Gobierno de Joe Biden, fue expuesto por el asesor del Consejo Nacional de Seguridad, Jake Sullivan, en un discurso pronunciado en la Brookings Institution el 27 de abril pasado. Esa presentación ha sido, acaso, la más contundente y novedosa de un funcionario de Washington para explicar los desafíos actuales tal como se observan desde esa administración. Sullivan habla de los fracasos del Consenso de Washington, de la necesidad de construir otro modelo industrial y de la urgencia por asistir a los países en vías de desarrollo reformulando el rol de los organismos multilaterales de crédito y de la Asociación para la Infraestructura y la Inversión Global (PGII según su sigla en inglés), propuesta por el Grupo de los Siete. El objetivo expreso de estas iniciativas es contrarrestar el avance chino, sobre todo en América Latina, a través del programa La Franja y la Ruta (One belt, one road).

El mismo propósito aparece en otros programas formulados desde el Congreso. El senador republicano por Luisiana, Bill Cassidy, y su colega demócrata por Colorado, Michael Bennet, presentaron un proyecto denominado America’s Act (Ley de las Américas), que consiste en un plan de expansión del comercio a escala continental. El 13 de junio pasado, ambos presentaron su plan en el Atlantic’s Council Latin American Center, en una reunión organizada bajo el título Closer to Home: Bringing Supply Chains Back to the Americas. (Más cerca de casa: traer las cadenas de suministro de regreso a las Américas). Allí Bennet dijo lo siguiente: “Durante décadas, Washington no ha logrado crear ninguna política integral ni ofrecer una alternativa convincente a la inversión china en la región. Si bien hemos estado ocupados en otros lugares, China se ha apresurado a llenar el vacío con un aumento del comercio, la inversión y la tecnología. Ya hemos visto que estas relaciones representan una amenaza a largo plazo para las industrias locales, los minerales, el medio ambiente, el estado de derecho en todo el hemisferio occidental, y creo que la Ley de las Américas ofrece una oportunidad para que Estados Unidos renueve nuestras asociaciones en América Latina y el Caribe y adoptar nuestros valores juntos en una lucha compartida por la democracia y la prosperidad”.

El programa incluye, entre sus numerosas propuestas, la creación de un fondo crediticio de 40.000 millones de dólares administrado por la Secretaría del Tesoro; la fundación de una Corporación de Inversiones para las Américas, con préstamos preferenciales, garantías y seguros; el establecimiento de un Fondo Empresarial, para extender préstamos y garantías privados a compañías de la región; la creación de un nuevo subsecretario para el comercio con los países del continente, etcétera.

En el proyecto de Cassidy y Bennet, al que los demócratas apuestan con más convicción si se verifica la reelección de Biden, hay un renglón significativo. Se refiere a la extensión del Acuerdo de Estados Unidos, México y Canadá (USMCA, según su sigla en inglés), versión actualizada del NAFTA, a otros países de América Latina. Se trata de una estrategia cada vez más aconsejada a nivel académico, a través de la cual se pretende sortear la resistencia que existe en el Congreso, sobre todo en los legisladores demócratas de izquierda, a aprobar nuevos tratados de libre comercio.

Aquí es donde se advierte con toda claridad cómo el conflicto entre los Estados Unidos y China se expresa en la región a través de un ajedrez comercial. Porque el país preferido para producir esa ampliación de USMCA es Uruguay. Como en el caso de los chinos, el interés de los norteamericanos en ese país se explica por la ambición de integrar al Mercosur. La invitación a formar parte del USMCA es una manera más sencilla de caminar hacia la meta que se había fijado Bill Clinton cuando, en 1994, inauguró el Área de Libre Comercio de las Américas, que sucumbió en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, en 2005, por iniciativa de Lula y del argentino Néstor Kirchner.

En el siglo XIX, Uruguay fue visto por los británicos como un actor crucial de su política hacia el sur de América Latina. Una pieza a través de la cual impulsar ciertas dinámicas. Hoy China y los Estados Unidos se disputan la adhesión de ese país, como una vía para flexibilizar el altísimo proteccionismo del Mercosur. A la historia le agradan las repeticiones.

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