Me quedo para escuchar: una carta de amor a Buenos Aires
Hace unos años no quería estar más en la ciudad y la dejé. Me fui a Nueva York, que me iluminó, pero a la capital argentina la amo
Escribo esto antes de que empiece la función. Hace unos años no quería estar más en Buenos Aires. Y la dejé. Me fui a la grandiosa Nueva York por dos años. Pensaba que todo lo que yo quería estaba allá, afuera, lejos de casa. Y me equivoqué. Nueva York fue más que grandiosa, me iluminó y la quiero. Pero a Buenos Aires la amo.
“Soy 100% porteña”
Es parte de mi introducción, porqué al verme la gente me pregunta: “¿Y vos de donde sos?”, cómo si no fuese de acá. Y no los culpo. Blanca, rubia y ojos celestes. Mitad polaca y mitad rusa. Al parecer eso no da de Buenos Aires. Pero no me molesta. Porque con orgullo digo lo de porteña. Siempre me quedo pensando en eso. Porque en verdad a esta ciudad la hicieron todos, los de acá y los de allá.
Es una ciudad que nunca deja de sorprenderme. Siempre que conozco algún escondite pienso en cuantos más hay todavía por descubrir. 30 años viviendo en este lugar y me sigo maravillando como la primera vez. Como ahora, en este centro cultural en Barracas. Los artistas se están preparando para salir a escena, es una obra comunitaria donde 70 actores y vecinos dan sala a otros vecinos que vienen a ver y participar de El casamiento de Anita y Mirko. En el segundo piso, en una gran sala, todos pegados, compartiendo la misma transpiración se ayudan para hacer todo: se maquillan entre ellos, se cierran los botones, ayudan con las pelucas, se peinan en los espejos y los nenes desordenan el perchero buscando que ponerse para la obra.
Nadie me registra. Voy con la cámara de un lado al otro retratándolos, algunos ya están en personaje y se animan y me hablan en ruso. Porque me ven rusa... La obra trata de una familia italiana y otra rusa que en época de migraciones se enfrentan a estar unidas por el casamiento de sus hijos. Se aprendieron unas palabras y me las dicen. Otros me preguntan de que parte de España soy porque saben que la nota es para EL PAÍS: “Soy de acá, 100% porteña”, digo.
Me gusta la arquitectura de Buenos Aires. Los colores, movimiento, olores, bares, tráfico, comida. Los barrios, avenidas, librerías, quilombo. Es parte de la esencia, lo que los turistas vienen a ver y lo que la hace distinta. Pero no me quedo por eso. A mi lo que me vuelve loca son los escondites. Esos lugares a los que llegó después de tres colectivos, subiendo escaleras, perdiéndome por pasillos. Cuanto más difícil es llegar, más me enamoro.
Para una desquiciada como yo por encontrar historias, Buenos Aires es la amante perfecta. Me quedo por eso. Por la gente. No por los que salen en los diarios. Me quedo por los silenciosos, que esperan la oportunidad para contar su historia. Me quedo para poner la oreja. O por los que esperan a que llegue alguien como yo y les pregunté: ¿Cuál es tu historia?
Los amores fuertes nunca son simples. Quizás, otra vez, me vuelva a ir. No puedo comprometerme a que eso no pase. Nací acá y ahora decido estar acá. En la misma ciudad de la que mis amigos se van, ahora yo elegí volver. Cuando te vas volves distinto. Ves cosas que antes no veías, oportunidades que antes ignorabas. Te permitís apreciar cosas que antes dabas por obvias.
Ganamos el mundial pero la amenaza de que en cualquier momento viene algo negativo nos respira en la nuca. Y en verdad, así es el amor. Uno puede no enamorarse para no sorprenderse negativamente o puede decir “y si, el precio del amor es a veces sufrir, elijo pagarlo para no perderme el amor.”
Soy 100% porteña porque disfruto de tomarme el subte, no me gusta perderme, le digo “interior” a todo lo que está fuera de la ciudad, y siempre que camino de noche miro por arriba del hombro vigilando que nadie me persiga. Cuando viví afuera nadie me mandaba mensajes preguntando si había llegado bien. Y acá, siempre estoy pendiente de recibir el Whatsapp de mis amigas confirmando que ya están a salvo en sus casas. Buenos Aires me debe la enfermedad de amanecer y ver a cuánto está el dólar aunque ni tenga para comprar o vender. Me gusta quejarme de ir al centro en verano y que el asfalto queme. Me gusta que jamás, nunca, se agota.
Sos mi historia, la esquina del primer beso, la fábrica abandonada que convirtieron en Universidad donde aprendí a defenderme, la entrada del edificio en Villa Crespo donde violaron a una amiga y siempre que paso no puedo mirar, el bar que ya no está donde comía todos los sábados con mis abuelos, la toma de las calles para pedir justicia por el atentado terrorista de la AMIA, la sala de mi primer muestra, la calle donde me abracé con mis amigas cuando se aprobó la ley de aborto y las puertas que toque para pedir trabajo y no me lo dieron. Una mezcla de felicidad y horror, de crecimiento y retroceso.
Todos tenemos una historia. Pero no todas se pueden contar con fotos. Y ese es mi trabajo y mi pasión. Contar historias con imágenes. Si no hay historia, no levanto la cámara. La fotografía es para mi una herramienta, una consecuencia de querer contar una historia. Se trata de escuchar, observar y ver.
Tuve muy pocas citas amorosas pero mi caballo de batalla siempre es contar como una vez me dieron un trabajo de fotografiar todas las pizzerías porteñas. Las históricas, las modernas, las de barrio, las del centro, las de la Guía Michelin, todas. 76 pizzerías. La historia era esa, simple, concreta: la pizza. Eso fue hace más de siete años pero fue una hermosa forma de seguir conociendo mi ciudad. Entré a todos los hornos, me dieron de probar todo tipo de pizza y cada cocinero me decía: “Yo te voy a contar mi secreto, porque seguro en otros lugares no te lo contaron”.
Y ahí estaba, una hora al lado del fuego escuchando sus secretos. Tus secretos.
Aunque aún soy jóven, vi y escuché mucho. Pero me preocupo por mantener el asombro prendido siempre. Me alegra saber que quizás viva toda mi vida acá y nunca llegue a conocer la ciudad completa. Me motiva. Me motiva haber estado 30 años y hace poco haber conocido las curvas de Parque Chas. Me motiva ir al centro y sumarme a los grupos de turistas para ver que historias cuentan y yo no sé. Me motiva que me inviten a reuniones en edificios (nuevos o modernos, me da igual) que de otra forma si no fuese periodista nunca llegaría. Me motiva que acá nunca estás solo.
En Nueva York nadie te caga pero nadie te hace un favor. Y, siempre, estás solo. Los porteños tenemos arrogancia e inseguridad, complejos de superioridad e inferioridad al mismo tiempo. Siempre estamos pensando en sacar ventaja, o en descifrar como el otro nos la quiere sacar.
Estoy en la boletería del teatro y desde acá ya se escucha que la función empezó. Pero todavía sigo con la pulsión de seguir escribiendo esto en caliente y no puedo dejar. Me preguntó que haría Leila Guerriero si estuviera acá. Aprendí de la importancia de la pulsión de escribir por ella, pero por otro lado están pasando cosas en el reportaje que estoy haciendo. Tendría que ir a hacer fotos. Creo que ella no se hubiera sentado a escribir, ella nunca se hubiese despegado de los actores.
Orhan Pamuk se pregunta en su libro Estambul. Ciudad y recuerdos si nos merecemos un lugar mejor para vivir que en la que nacemos, el autor dice: “Para mí siempre ha sido una ciudad de ruina y el fin del imperio melancólico. He pasado mi vida luchando contra esta melancolía o, como todos los estambulenses, haciéndola mía. Al menos una vez en la vida, la autorreflexión nos lleva a examinar las circunstancias de nuestro nacimiento. ¿Por qué nacimos en este rincón particular del mundo en este día particular? Estas familias en las que nacimos, estos países y ciudades en los que nos ha asignado la lotería de la vida, esperan de nosotros amor. Y al final los amamos, desde el fondo de nuestros corazones”.
Ahora no me imagino estar en otra ciudad. No me imagino ser periodista en otra parte del mundo. Viví en Estados Unidos pero no me importaban sus problemas, ni las ocurrencias de su presidente, ni el susto que tenían por una inflación de 0,3%. Yo quería que me pasen cosas en Buenos Aires, buenas o malas, que me roben pero en Buenos Aires. Publicar en The New York Times pero en Buenos Aires. Ya pasaron dos años desde que volví. Aun así, algunos conocidos me preguntan cuando me vuelvo a ir.
“Estar donde están tus pies”
Mi compromiso está con las historias que quiero contar. En ir a la cárcel una vez por semana para contar la historia de mujeres jóvenes que están presas por tenencia de droga. En recorrer casas escondidas porque hay personas que quieren contar sus historias de violencia y vulnerabilidad. En fotografiar recitales en teatros donde se canta el himno argentino en mitad de la función porque la selección ganó el mundial.
Hace poco estaba haciendo fotos en el recital de Conociendo Rusia y sonó la exquisita Otra oportunidad. Recorría el teatro trabajando y cantando, imposible no desarmarse con esa letra. En eso, bajo la mirada y el chico de al lado mio estaba grabando un audio. Seguro le parecía más romántico grabar al cantante en vivo que mandar la canción por Spotify. Después de grabar el estribillo le escribe a una tal María Sol: “Dame a mi otra oportunidad, no te voy a volver a fallar”. Agarré mi celular y mandé el mismo mensaje. El chatbot de la ciudad me respondió:
Una respuesta típica de Buenos Aires, te escucha y no te escucha, te responde y te da vueltas, pero siempre esta ahí.
Soy una curiosa descarada. No hay nada como una buena historia. Y Buenos Aires las tiene todas. Tengo la mejor profesión del mundo, porque estoy en la mejor ciudad del mundo.
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