‘Don Benjamín’, un documental crudo y poético sobre la deforestación Amazónica
Rodar esta cinta de la mano de su sabio protagonista me hace pensar que esta mágica región de Bolivia asolada por incendios todavía puede tener futuro
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Amanece lentamente en un mes de julio marcado por un sur —como se conocen en esta zona de Bolivia a los fríos vientos septentrionales— que durante unos días me hace vivir una primavera amazónica que no había conocido. Me parece lejano recordar que hace tan solo un año, sometidos a un calor infernal, estábamos rodando el documental que hoy estrenamos.
Llegamos a Riberalta premeditadamente en plena temporada de incendios. No fue difícil hacer coincidir el plan de rodaje con la devastación de las llamas. Aquí, en la Amazonia, antes existían dos temporadas bien diferenciadas: la seca y la lluviosa. Ahora hay una tercera que jamás falta a su cita: la de incendios. El humano ha creado una nueva estación meteorológica a fuerza de prenderle fuego a los bosques. Humanos que juegan a ser dioses o, mejor dicho, demonios. La suma de cientos de miles de gestos pirómanos que han devorado casi 55 millones de hectáreas en los últimos 20 años. Está la fiebre del ganado, la expansión de la frontera agrícola; una fiebre que, a diferencia de otras que han azotado la región, no necesita de la selva para sobrevivir. La devora en un ejercicio ineficiente de producción ganadera y beneficio cortoplacista. Miopía en mayúsculas.
Me gustaría creer que asistir a la desaparición de la selva es insoportable para cualquier corazón, pero la experiencia me ha enseñado que no es así. He conocido a gente aparentemente inmune a la catástrofe, pues cree que, de la mano de la destrucción de la naturaleza, viene el progreso. En mi caso, no exagero si digo que he soñado con el dolor de los bosques en llamas y la opresiva sensación de que un mundo mágico y absolutamente vital está desapareciendo. Fue esa urgencia por narrar la actual y desigual batalla entre el edén y el infierno la que me llevó a dirigir un documental que sueño con que emocione y, a la vez, abra un camino de esperanza en tiempos de desazón como los que vivimos.
El principal reto residía en cómo hallar esperanza entre las llamas. Ahora, viéndolo en la distancia, entiendo que solo una región mágica como la Amazonia puede modelar y conformar a personas como Don Benjamín y su extensa familia, los Peña Cortez.
“Yo he nacido para el amor”, repite Don Benjamín en cada uno de los encuentros promocionales con la prensa a los que asistimos.
No es pose. Recuerdo una tarde de rodaje, cuando ya caía el sol y pescábamos en el lago Tumichucua. Le pregunté cuántas veces le habían quemado las tierras. “Diecisiete”, me dijo. Desde que inició su batalla contra la deforestación, le han quemado las tierras cada año. “A todos les perdono de corazón y le pido a Dios que los perdone también. No saben lo que hacen. Tienen que criar consciencia”, dice. Siempre me queda la duda de si pronuncia crear o criar, aunque confieso que me gusta pensar que pide a los desalmados que críen a su consciencia, como hacemos con nuestros hijos, educándolos, dándoles cariño y ensañándoles límites
El día discurre entre entrevistas y se acerca la hora del estreno. La Plaza de Armas se viste de gala. Don Benjamín llega en moto, con botas camperas y su sombrero de ganadero. Es lo único que conserva de un pasado que decidió abandonar. Se comió el escaso ganado que poseía cuando se dio cuenta de que la selva se esfumaba a medida que crecía el número de cabezas en la región amazónica. Renunció a un presente para construir un futuro y, en un acto de heroicidad y una gran dosis de locura, adquirió unas hectáreas de tierra calcinada con la determinación de hacer un bosque que diera de comer a su familia. Renunciar al presente para construir un futuro. ¿Acaso no hay sabiduría en eso? Siempre que hablo con él siento los fogonazos que me provocan sus afirmaciones, todas ellas construidas desde lo genuino que es conocer por qué has vivido lo que estás transmitiendo y, entonces sí, proyectar más allá de tus vivencias. Parece sencillo, pero todos sabemos que es muy complejo. Hoy que vivimos en un mundo de tertulianos y todólogos es difícil renunciar al infinito engorde del ego queriendo opinar de todo.
La sala está llena. Hay gente sentada en las escaleras, de pie en los laterales. Acaba la proyección y se sucede un segundo de silencio que se convierte en un suspiro colectivo y muchos aplausos. La familia Peña Cortez se pone en pie. Son más de treinta. El público les rinde un homenaje. Pienso que ya era hora de que los valientes recibieran el reconocimiento que merecen. Don Mario Suárez, conocido como el Poeta Amazónico, toma el micro y dice lo que todos piensan: “¡Basta ya de premiar a los empresarios que están quemando bosques!”. Y el público rompe en una ovación. Allí sentado, junto a Don Benjamín y su familia, siento que este es el poder del arte: mostrar la belleza y la destrucción, la emoción y la rabia, para crear una narrativa que nos permita sentir e imaginar la realidad que soñamos.
“Este es el pulmón del mundo, no es nuestro, es un error pensar que por que somos bolivianos podemos destruirlo”,responde Don Benjamín a un asistente que interpela a los sentimientos nacionales y abre el debate sobre la falsa dicotomía entre desarrollismo y ambientalismo.
Miro a este pequeño hombre y siento que está poseído por Kant hablando de su Federación Mundial de Naciones. Veo a un humanista amazónico de profundo corazón cristiano defendiendo la necesidad de proteger los bienes comunes planetarios. Y lo más importante, presentando una opción real de desarrollo. Ha criado trece hijos produciendo frutos amazónicos de forma absolutamente respetuosa con el medio ambiente. Tesoros nutritivos como el asaí, el majo, el cacao, la miel y otras delicias que empiezan a tener un mercado local e internacional. Variedades con las que construir nuevas masas verdes y dar una oportunidad real a la población campesina. Imagino una región que priorice esta opción frente a la destrucción de la selva y permita a los Peña y a tantas otras personas vivir en el mundo que eligieron sin la necesidad de emigrar a la cruda pobreza de marginales barrios urbanos. En realidad, con la destrucción de la selva, desaparecen culturas milenarias y mucha, muchísima belleza. Desaparece nuestra familia, sean humanos, árboles o animales, pues familia es todo lo que comparte un mismo origen, y ese es nuestro hogar, el Planeta Tierra.
Regreso al entrañable Hotel Colonial ya en la oscuridad. Caminando por las calles vacías de Riberalta me acuerdo de otra noche, una en la que la selva ardió con rabia. Después de apagar el incendio con apenas unas mochilas de veinte litros de agua, ramas y las propias botas llegamos a casa de Don Benjamín. Él en su hamaca, yo en una silla mirando el firmamento.
—¿Don Benjamín, cree que hay vida en otros planetas?, le pregunté.
– Mire, Don Iván, he oído que podría haber vida en otros planetas, pero si es así, no tengo dudas de que nosotros vivimos en el más bello, eso seguro.
En silencio, pensé en lo irónico que resulta buscar vida en el resto del universo mientras aquí, en nuestra casa común, la destruimos sin miramientos.
Antes de ir a dormir, siento que vivo un tiempo que está a punto de desaparecer. Me pregunto cuál será el futuro de las imágenes que con tanto cariño y pasión grabamos. ¿Serán reminiscencias de un pasado que no volverá? Don Benjamín es el testimonio de una batalla. ¿Recordaremos, entre verdor y humedales, el tiempo en el que estuvimos a punto de perderlo todo?; ¿o recordaremos, entre cenizas, lo mucho que perdimos?