Los ratones orejudos rompen el “límite de la vida” en Los Andes
Un grupo de científicos indagan en Chile cómo se las arreglan estos roedores sudamericanos para sobrevivir a alturas donde no se han visto a ningún otro vertebrado
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En las cimas de la cordillera de Los Andes, la vida parece una ficción. No hay nada. Inmensas cumbres volcánicas que superan los 6.000 metros. Sólo son un mundo de piedra, hielo y nieve.
Entre 1970 y 1980, arqueólogos subieron a algunos de esos volcanes y encontraron montículos de rocas armados por los incas, el imperio que dominó Sudamérica hasta principios del siglo XVI. Son fáciles de ver e incluso hallaron momias atribuidas a la Capac cocha, una ceremonia que incluía sacrificios infantiles. Entre esas ruinas, también encontraron restos de unos ratoncitos. Especularon que aquellos roedores habían sido transportados —quizá por azar— por los propios indígenas. No creían que llegaran por su cuenta.
En 2011, en una de estas cimas andinas, a unos 6.200 metros de altura, un antropólogo y un médico encontraron a un ratón naturalmente momificado. Tres años después, grabaron fortuitamente a uno de estos roedores entre rocas y hielo; y en 2016 un escalador vio a un roedor esconderse en su guarida del Llullaillaco, un macizo de 6.739 metros, en el norte en la frontera de Chile y Argentina, el segundo volcán activo más alto del mundo.
Pero no fue hasta 2020 cuando el andinista boliviano Mario Pérez Mamani se percató de la presencia de un roedor.
“¡Un ratón!”, le apuntó a su compañero, el montañista y biólogo de la Universidad de Nebraska, Jay Storz, quien, agotado y aturdido por la altura, apenas notó al animalito, que rápido se escondió bajo una piedra. Pero el estadounidense logró capturarlo con su mano. Era un Phyllotis vaccarum, conocido como ratón orejudo, parte de los sigmodontinos (Sigmodontinae), subfamilia que se cree que cruzó a Sudamérica hace más de 3 millones de años, cuando apenas unas islas unían el norte y el sur del continente. Estos pequeños animales se las habían arreglado para colonizar alturas imposibles. Había vida en la cima.
Cómo llegaron hasta el cielo
Aquel encuentro impulsó a Storz y otros biólogos a investigar la presencia de los ratones. Entre 2020 y 2022, han subido 24 volcanes de Los Andes, en Chile, Bolivia y Argentina. En tres de esas cimas, hallaron 13 individuos muertos de este roedor: en los volcanes chilenos Púlar (6.233 metros) y Copiapó (6.052), y el Salín (6.029).
“Encontramos vida en las cumbres de muy pocos de ellos”, admite el biólogo de Nebraska. “Y el ratón orejudo es el más extremo de todos”. Según explica, es el único animal hallado sobre los 6.000 metros, aunque también había restos de otros tipos de roedores a alturas superiores a los 5.000. Todos son de la familia Cricetidae, separados hace unos 18 millones de años de sus distantes parientes europeos.
Antes, una hipótesis era que los incas tenían que ver con la llegada de estos ratoncitos a las cimas, incluso que algunos se colaron en la leña que cargaban para hacer fuego. “Siempre me pareció una locura, porque llevando unos pocos palos en la espalda no hay ratón que aguante el viaje”, plantea Guillermo D’Elia, biólogo de la Universidad Austral y uno de los coautores del estudio sobre el ratón orejudo publicado en la revista Current Biology.
El científico era escéptico, así que con pruebas de radiocarbono dataron la antigüedad de estas pequeñas momias peludas: la mayoría era aproximadamente del 1950, y una de ellas de hace unos 350 años. Es decir, mucho más recientes que el caído imperio inca. Este estudio se suma a otros “que sugieren que hay ratones residentes a esas alturas”, precisa D’Elia. “Son pocos, pero hay”.
La evidencia refuerza que llegan hasta ahí por su cuenta. Las momias que encontraron son machos y hembras, mitad y mitad, como sería una “población natural”, plantea. La tendencia en mamíferos es que sean los varones quienes se desplacen para reproducirse, pero en estas cumbres, el sexo de los ratoncitos hallados resulta paritario: “Si fuera que simplemente llegan de perdidos arriba, uno esperaría encontrar más machos que hembras”, especula. “Hacen pensar que son poblaciones naturales”, remarca.
Domar las cumbres
Todavía falta mucho por saber de esta especie. Por eso, los biólogos siguen trabajando para conseguir más información sobre estos roedores, pero la misión es ardua. Storz se manejaba en el montañismo y, cuando le llegaron los rumores de un ratón con el récord mundial de altura, se interesó en investigarlo. Sus dos pasiones se cruzaron.
Cada exploración dura tres semanas; requiere de aclimatación al escaso oxígeno de los 6.000 metros. El arribo a las cumbres debe ser antes del mediodía para bajar unos cientos de metros al campamento base. O arriesgarse a tormentas. Arriba, “normalmente tienes tiempo para abrazar a tu compañero, hacer una selfie en la cumbre y chao, porque es peligroso quedarse tanto tiempo en alturas así”, advierte el estadounidense. “Pero también necesitamos hacer búsquedas de las momias”. Estrujan el tiempo. “En los casos que encontramos cadáveres disecados, estaban a la vista y no tuvimos que buscar tanto”, plantea. Y, por mínima que sea, siempre hay chance de encontrar a algún P. vaccarum.
Las montañas del oeste de Bolivia tienden a ser más nevadas que las del norte chileno, en el desierto más árido del planeta, el de Atacama. Sin embargo, más allá de eso, “en los volcanes que encontramos momias, a simple vista, no hay ninguna diferencia con las demás”, admite el biólogo. “No entendemos por qué hemos encontrado en algunas cumbres y en otras no”, salvo cuando hay mucha nieve que no esperan hallar vida. También encontraron cuerpos de ratón orejudo en cumbres que no tenían restos arqueológicos. “Es un misterio por qué los ratones suben algunas montañas y otras no”, admite.
En la cima, respirar cuesta. Agota. La mente se nubla. Es difícil pensar lúcidamente, pero las vistas impactan. Más abajo —a unos 3.500 metros—, en la árida Puna de Atacama, “es el mejor lugar del mundo para mirar el cielo de noche”, confiesa Storz. “Tiene un encanto; no es para todo el mundo, es bien austero, casi marciano”.
Allí habitan dos grandes camélidos, vicuñas y guanacos, rodeados de zorros y flamencos en las lagunas. La vegetación es escasa: hay cactus y yaretas, un arbusto que parece musgo. Hasta los 5.000, el ambiente “es un poco más amigable”, detalla D’Elia. “Uno ahí se imagina qué pueden comer y qué no”. Hasta ahí, los ratones son abundantes. A esa altura, el frío es severo por las noches y la falta de oxígeno ya se resiente. “Te mareas si te agachas y levantas rápido”, describe. “Tu cabeza y cuerpo funcionan en cámara lenta”. De noche, cuesta entrar en sueño profundo. El viento tuerce, encorva a los arbustos.
Entre la vegetación y las rocas se esconden estos ratoncitos, más activos de noche. Los investigadores llevan trampas para atraparlos y estudiarlos. En lugares como la laguna Casiri, a 4.800 metros de altura, en la frontera con Bolivia, “todo es muy primitivo y rudimentario”, asegura. “Son lugares muy apartados, no ves mucha gente”, salvo uno que otro lugareño con su ganado. Los caminos son rudos, difusos, lentos de transitar. “Y llega un momento en que no hay nada: es arena, ceniza volcánica, rocas, nieve y hielo”, continúa. Fumarolas de azufre brotan de las grietas y el suelo se tiñe de amarillo.
Los científicos han visto huellas de puma, el gran felino de Los Andes, a 5.200 metros. “Es impresionante que andan tan alto, me imagino que están cazando vicuñas y guanacos”, cuenta Storz. También habitan los elusivos gatos andinos, aunque él nunca ha visto uno. “Pero es posible que ellos nos han visto”, dice.
No hay qué comer
La ausencia de depredadores puede ser una de las razones de los ratones para llegar tan arriba, especulan los investigadores. Aunque, a 6.000 metros de altura, “obviamente tienen otros problemas a enfrentar”, admite el estadounidense.
A D’Elia no le sorprende que sean mamíferos los vertebrados que viven más alto, donde no hay lagartos ni reptiles por diferencias en su límite fisiológico. Lo que resulta curioso es que sea un pequeño roedor: “A medida que te acercas a los polos o grandes altitudes, los animales son más grandes” —plantea— porque son “más eficientes energéticamente”. Pero no en Los Andes.
Los biólogos suponen que los roedores viven ahí todo el año y no migran. En los estudios de laboratorio, secuenciaron los genomas de los 13 cuerpos de ratón. Todos pertenecían a la misma especie, los compararon con individuos del altiplano y a nivel del mar y apenas encontraron diferencias entre ellos. “Es como si fuera una misma gran población ampliamente distribuida”, sostiene el científico.
La certeza de que estos roedores existen a semejantes altitudes les permite estudiar los límites de la vida de los vertebrados. En Santiago, en la Universidad de Chile, tienen algunos de estos ratones capturados en alturas menores. Con experimentos controlados, buscan desentrañar cómo han evolucionado para condiciones tan extremas al compararlos con individuos de especies “extremadamente relacionadas” pero que no alcanzan esa altura.
Pero que sean casi idénticos en lo genético, no quiere decir que no haya diferencias, advierte D’Elia. Hay que seguir investigando, pero él especula con la posibilidad de que tengan un gen que “permite que la hemoglobina en la altura sea más eficiente capturando el oxígeno”. Y queda otra incógnita: ¿qué comen si arriba no hay nada? Sólo han identificado líquenes, organismos muy resistentes, conformados por un hongo y un alga o cianobacteria. Los análisis del estómago de un ratón que atraparon en Llullaillaco arrojan algunas plantas del altiplano chileno.
Por el momento, con sus hallazgos rompieron el récord de altura de la pica de orejas largas (Ochotona macrotis) —más emparentado con liebres y conejos—, que fue hallada a 6.130 metros, en pleno monte Everest. “Todavía hay zonas que han sido poco exploradas, no sólo los Andes chilenos, también los peruanos, ecuatorianos y argentinos”, vislumbra D’Elia. “Hay una ‘última frontera’ de la exploración que estaba ahí, esperando a ser visitada”.