Las mujeres que defienden la selva desde las favelas de Río de Janeiro
Más de 100 líderes de las favelas de Río forman parte de un programa pionero para frenar la deforestación ilegal y trabajar la conciencia ambiental de sus vecinos
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“Ese jardín es la niña de mis ojos”, dice Ana Márcia Rodrigues de camino al rincón de la favela de Borel, en Río de Janeiro, donde antes había un vertedero. Al lado de un río todavía bastante contaminado se alza ahora un discreto jardín con plantas autóctonas y medicinales que un grupo de mujeres cuida con mimo. La tia Márcia, como la conoce todo el mundo en el barrio, y sus colegas son algunas de las Guardianas de la selva, un innovador proyecto del ayuntamiento de Río que pone a las vecinas de estas comunidades en el centro de la lucha ambiental.
La Ciudad Maravillosa se asienta sobre el frondoso bioma de la Mata Atlántica, que antaño cubría toda la costa de Brasil. Ahora queda apenas del 27% de la cobertura original. En Río, la selva y la ciudad conviven lado a lado, y aunque a vista de pájaro esa simbiosis funciona de manera espectacular, a pie de calle la realidad es otra. Las favelas se levantan en muchos casos en laderas que antes estaban cubiertas de vegetación. No es raro que los vecinos más pobres, que suelen vivir en las partes más altas e inaccesibles, corten algunos árboles para levantar sus humildes casas de ladrillo visto. Al margen del impacto ambiental, esas construcciones en pendiente acaban muchas veces en tragedia, con los deslizamientos de tierra de las lluvias veraniegas. El ayuntamiento asegura que la expansión horizontal de las favelas, más frecuente en los años 80 y 90, está controlada, y que ahora el crecimiento es más vertical, añadiendo pisos a lo ya construido, pero aún así las fronteras de estos barrios son zonas calientes.
Márcia sube hasta lo alto de su favela para llegar a la zona de reforestación. En el camino, algunos narcotraficantes armados con fusiles vigilan que no haya ninguna incursión policial. En la frontera de la favela, donde en algún momento hubo casas, ahora crece un árbol de mango y pequeños arbustos. Parte del trabajo de las guardianas es vigilar que nadie construya aquí. Conciliar la preservación del medio ambiente y las urgencias sociales no es fácil, requiere negociación y diálogo. Por eso el papel de estas mujeres, muy respetadas en su barrio, es fundamental. Márcia, que llevaba 27 años actuando como educadora ambiental por su cuenta, agradece contar con el apoyo del ayuntamiento. Recibe una ayuda de 1700 reales al mes (unos 340 dólares). “Antiguamente estaba yo sola, y este es un trabajo arduo, de hormiguita, pero ahora somos un grupo y tenemos hasta empresas que nos ayudan”, explica satisfecha. Ahora bromea diciendo que ya no tiene vida propia: sus colegas guardianas la avisan constantemente cuando alguien deja la basura donde no toca o si hay que retocar los plantones de la reforestación. La comunicación vía grupos de WhatsApp va como un tiro y acaba mejorando la capilaridad del ayuntamiento, que en casos de irregularidades graves es mucho más rápido a la hora de mandar la policía ambiental, por ejemplo.
El objetivo del programa es principalmente ambiental, pero tiene efectos colaterales positivos en la autoestima de unas mujeres con rutinas diarias muy sufridas. Márcia confiesa que hasta hace poco estaba muy deprimida porque no encontraba trabajo. “Ahora me siento empoderada, como dicen por ahí”. En total, son 122 mujeres en 25 favelas de la ciudad, pero el programa tiene previsto crecer en los próximos meses. Las participantes reciben cursos de formación, ya sea para mejorar sus conocimientos sobre la selva tropical o la prevención de inundaciones o para aprender a editar videos y depurar su perfil de influencers en las redes sociales. Gracias al programa, la alcaldía espera alcanzar el año que viene la igualdad de género entre los trabajadores ambientales; ahora mismo, el 70% son hombres, que se dedican sobre todo a la reforestación de colinas.
El proyecto tiene como objetivos prioritarios poner freno a las construcciones irregulares y el correcto descarte de residuos, pero va más allá. El caso de Alexandra Roque, de la favela de Providência, en el centro de la ciudad, es un ejemplo. Cuando llegó aquí hace décadas se instaló en un terreno baldío a los pies de la colina. Para fijar la tierra inclinada frente a su casa usó restos de sofás y camas que encontraba en el vertedero que había justo al lado. El paisaje ahora es el de un vergel en medio del cemento, que además es una especie de centro comunitario informal, donde con ayuda de otra guardiana, Lene Silva, cultiva plantas aromáticas y todo tipo de frutas y verduras, pero también café, algodón, achiote o canela. Da clases de refuerzo a los niños del barrio y cursos para mujeres, y hace una tozuda pedagogía sobre los beneficios del reciclaje o del baño seco. En la pandemia, le dio por fabricar jabón natural y ya ha repartido casi 27.000 litros. Las vecinas de la favela se pelean por su receta.
Su estilo de vida, más acorde con las tendencias eco de moda que difícilmente llegan a estos barrios, aún es una excentricidad para la mayoría de sus vecinos, pero ella es una de las agentes de transformación fichadas por la alcaldía. De cualquier forma, es muy crítica con la manera en que el poder público suele acercarse a las favelas. “Aquí las instituciones cada vez vienen con una propuesta. Cuando quieren hacer algo, le ponen un nombre bonito para la cosa fea que van a hacer, con personas de fuera, que hacen una maqueta que les parece maravillosa pero que para nosotros no funciona”, remarca. Mientras habla sin parar, detrás de su casa, se ve la enorme torre del teleférico que sube a la favela, una obra faraónica hecha al calor de los fastos olímpicos y que lleva abandonada varios años. Roque agradece que por primera vez se haya recurrido a la gente del territorio para buscar soluciones. Lo atribuye a la actual secretaria de Medio Ambiente, Tainá de Paula, arquitecta y urbanista, negra y criada en las favelas.
Esta política progresista explica por teléfono que esa mirada diferente es clave en el funcionamiento del programa, que se basa en la premisa del “racismo ambiental” y de que determinados sectores y territorios han sido históricamente excluidos del debate ambiental más amplio. “En Río la transición entre la favela y la selva está muy mal resuelta (…) las personas que están en esas zonas son estratégicas para garantizar que no haya avance (de la urbanización) y que haya prácticas de reforestación. No tiene mucho sentido traer personas de fuera para hacer ese trabajo, cada territorio tiene su especificidad. Es muy importante crear una mirada local que sea sensible y próxima al poder público”, asegura.
La secretaria asume que el desafío más serio para el trabajo ambiental en estos barrios es la convivencia con el crimen organizado y asegura que las mujeres actúan con ciertos “protocolos de seguridad”, en realidad, los mismos cuidados que aplican en su día a día. Muchas favelas están controladas por facciones del narcotráfico o milicias. Estas últimas organizaciones mafiosas dominan la mayoría de la zona oeste de la ciudad, precisamente la zona donde más se construye y donde hay más tensiones territoriales. Casi semanalmente, la alcaldía aparece con excavadoras para derribar construcciones levantadas por los paramilitares. A pesar de que cada año la ciudad reforesta entre 40 y 60 hectáreas en colinas que hace años que se convirtieron en pasto, el apetito urbanístico puede más. Pese a la aparente exuberancia del verde carioca, la ciudad tiene déficit forestal, comenta la secretaria. Las nuevas guardianas llegan para poner su granito de arena y cambiar esa realidad.