¿Seremos los caballos de este siglo?
Cada vez que interactúo con la pantalla me siento como un caballo que transporta el combustible informático de las máquinas que van a sustituirlo
El otro día se me espinó la mente con una fotografía en blanco y negro; estaba en la Universidad de Texas, leyendo sobre la industria petrolera, cuando me topé con una poderosa imagen que a primera vista podría parecer bastante insulsa: una explanada lodosa, tres personas, tres caballos, dos carretas cargadas con barriles y botes de aceite. La nota al pie indicaba que fue tomada en 1915, durante una “entrega de petróleo” en un pueblo llamado Normangee.
Aunque la foto no tiene nada especialmente hermoso ni llamativo, célebre ni perturbador, me la quedé mirando un buen rato con fascinación. ¿Por qué? Para explicarlo recurrí a La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (1980), el último libro publicado por Roland Barthes, donde propone dos conceptos muy fecundos para analizar la experiencia fotográfica: el studium y el punctum.
Barthes define el studium como el interés “educado” por una imagen, un “gusto inconsecuente” motivado por los contenidos culturales codificados en una imagen. El punctum, por el contrario, es un arrebato del gusto provocado inesperadamente por un “punto sensible” que sale “como una flecha de la fotografía y viene a punzarme”. El punctum nos hiere y nos interpela de manera íntima y azarosa.
Esta fotografía me interesó estudiosamente porque captura una transición histórica de grandes alcances: en ella coinciden los caballos, que durante miles de años fueron el principal medio de transporte de las civilizaciones euroasiáticas, con el petróleo, el combustible de los vehículos que estaban a punto de volver obsoletos a los caballos de tiro. Esas carretas repartidoras de petróleo son una bisagra entre dos eras.
El Ford Modelo T, el primer automóvil económico, había salido a la venta en 1908, siete años antes de la escena fotografiada. El motor de ese coche tenía veinte caballos de fuerza, mientras que las carretas de los repartidores de petróleo nada más contaban con tres caballos de fuerza, uno blanco y dos pardos (no sé si yeguas o machos), rocines flacos como el de don Quijote. Estos animales desgarbados eran parte de una nutrida población de trabajadores equinos: en 1915 había más de 20 millones de caballos tan solo en Estados Unidos, y un 25% de todas las tierras agrícolas del país se destinaba a producir su alimento. A partir de entonces, el número de caballos disminuiría abruptamente en todo el mundo. Después de haber sido factores cruciales en la expansión de los imperios euroasiáticos, la organización feudal de Europa y la conquista de América, los caballos terminaron siendo animales de esparcimiento en hipódromos, clubes hípicos, carruajes turísticos y cabalgatas por la playa.
Dudo que el sujeto de boina, sentado muy a gusto encima de uno de los barriles de petróleo, se imagine que en el futuro todos los periódicos financieros del mundo publicarán a diario el precio de un barril, pues se ha convertido en una de las principales unidades de medida de la riqueza contemporánea. La producción y las reservas petroleras internacionales se miden precisamente en barriles cuya dinámica de precios determina crisis e inflaciones, créditos internacionales, alianzas geopolíticas, golpes de Estado, guerras y magnicidios.
Hasta aquí llega mi studium de la foto: un gusto motivado por la curiosidad histórica. A partir de aquí me mueve el punctum. La imagen me punza por un rasgo de apariencia azarosa: el caballo blanco parece estar mirando a la cámara. A la sombra de sus anteojeras, el animal desafía su condición maquinal y se convierte en uno de los sujetos retratados en la imagen. La intuición de su mirada se convierte en un espejo animado que me confronta con mis angustias sobre el porvenir. Temo volverme obsoleto rápidamente, tal como los caballos que transportaban petróleo a principios del siglo XX.
Atravesado por la incertidumbre, vuelvo a refugiarme en el studium. La inteligencia artificial y la robótica amenazan el valor de nuestro trabajo. Las calles que rodean la biblioteca universitaria en la que me encuentro ya son recorridas por vehículos autónomos. La primera vez que vi venir un coche vacío, avanzando silenciosamente sin conductor ni pasajeros, sentí un escalofrío fantasmal. Antes de cruzar la calle siempre busco la mirada de los automovilistas para cerciorarme de que me han visto y no van a atropellarme, pero no hay manera de mirar a los ojos a las máquinas autónomas (me resisto a llamarlas inteligentes) que cada vez gestionan más aspectos de nuestra vida cotidiana.
Hace no mucho, un taxista chilango me dio una de las psicoterapias más efectivas de mi vida mientras avanzábamos a vuelta de rueda por el Viaducto. ¿Hablaremos con programas como ChatGPT sobre política, deportes y despechos cuando abordemos los taxis del futuro? Tal vez habrá aplicaciones para conectarse con pasajeros de otros taxis que deseen platicar un rato con un desconocido. O tal vez nos pondremos cascos alucinatorios para simular que vamos a caballo por un sendero de bosque mientras afuera estamos atrapados en un embotellamiento. En este escenario, cada quien tendría su caballo virtual, su Babieca, Rocinante o su Palomo.
Pero la presencia fotográfica de ese caballo anónimo no me deja ser tan tecnooptimista. El precio que ya estamos pagando por la automatización es una soledad cada vez más honda y un panorama laboral cada vez más limitado. Las mascotas palian la crisis afectiva de la vida urbana digital, pero los perros y gatos no pueden evitar que nos volvamos impotentes ante las empresas y gobiernos que podrán funcionar con una cantidad mínima de trabajadores. Montados dócilmente en los taxis autónomos del mañana, corremos el peligro de perder el rumbo de nuestra existencia por completo. Ante este escenario, cada vez que interactúo con la pantalla me siento como un caballo que transporta el combustible informático de las máquinas que van a sustituirlo. Un caballo insomne y sin seguro médico, un caballo zurdo que solamente sabe leer y escribir, un caballo que a veces se distrae mientras trabaja y se queda pasmado ante las fotos.