La sofisticada red que monitorea el Cotopaxi, uno de los volcanes más peligrosos del mundo
La primera estación sísmica permanente dedicada a vigilar un volcán en Sudamérica fue instalada en esta alta montaña de Ecuador en 1976
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5.897 metros de altura y un diámetro basal de 20 km, una figura cónica portentosa y regular, con la cima oblicuamente cortada, “como hecha en torno”, según la describió Alexander von Humboldt. El Cotopaxi es la segunda montaña más alta de Ecuador, superada solo por el Chimborazo, que tiene 6.236 metros. Se le considera uno de los volcanes más peligrosos del mundo debido a la frecuencia de sus erupciones, su estilo eruptivo, su relieve, su cobertura glaciar y por la cantidad de poblaciones potencialmente expuestas a sus amenazas. Queda a 45 kilómetros al sureste de Quito, y a 33 kilómetros al noroeste de Latacunga, la capital de la provincia que lo acoge y que lleva su mismo nombre.
De acuerdo al Instituto Geofísico de la Escuela Politécnica Nacional, en Quito, encargado de monitorearlo, su peligrosidad radica en que sus erupciones pueden dar lugar a la formación de enormes lahares (flujos de lodo y escombros) que transitarían por drenajes vecinos a zonas densamente pobladas, como el Valle Interandino hasta Latacunga, y una parte de los Chillos, un valle aledaño a Quito. Se ha estimado que más de 300.000 personas podrían resultar afectadas por lahares en caso de que se den erupciones fuertes.
La primera estación sísmica permanente dedicada a vigilar un volcán en Sudamérica fue instalada en el Cotopaxi en 1976. Hoy, a su alrededor existen 60 estaciones que lo monitorean, y en ellas hay repartidos 12 sismógrafos, 11 rastreadores satelitales, cinco estaciones de detección de gases, 15 detectores de lahares, seis inclinómetros, ocho cámaras de video, varios detectores de sonidos y pluviómetros. La vigilancia también depende de satélites que detectan incrementos de temperatura en las fumarolas o en el cráter, y que toman fotografías cada 12 días para observar si los flancos se hinchan o se desinflan. “Probablemente es el volcán mejor monitoreado de América Latina”, dice la vulcanóloga estadounidense Patricia Mothes, jefa del área de vulcanología en el Instituto Geofísico de la Escuela Politécnica Nacional. Ella misma le sigue la pista desde 1986, dos años después de que se instalara en Ecuador.
Los modernos aparatos interpretan la actividad interna y las señales exteriores del “rey de los volcanes andinos”, como lo bautizó el geólogo y explorador alemán Teodoro Wolf. Así se puede establecer un diagnóstico de su comportamiento fluctuante y, de ser necesario, poner en marcha los protocolos que ayudarían a mitigar los efectos de una eventual gran erupción. Pero, en sentido estricto, la tecnología no controla el comportamiento de un volcán. Nada puede controlarlo.
Las recientes fases eruptivas
En agosto de 2015, luego de cuatro meses de señales premonitorias, se dieron varias explosiones medianas que llegaron a arrojar columnas de ceniza de entre 6 y 8 kilómetros, y con eso arrancó un proceso que duró hasta el final de noviembre de ese año y produjo también unos cuantos lahares menores que afectaron el flanco occidental del volcán. Aparte de eso, las manifestaciones de las erupciones fueron menos graves de lo que anticipaba la amenaza, aunque las consecuencias para algunos habitantes de los poblados más cercanos fueron considerables. Esa es, esporádica e incierta, la forma en que se convive con un volcán activo que domina el horizonte próximo.
El más reciente proceso eruptivo empezó el 21 de octubre de 2022. Ese día, el volcán registró un importante salto de energía, probablemente causado por un remezón de una pequeña porción de magma remanente de 2015, que permanecía tranquilo hasta que un gas lo calentó, y entonces se generaron movimientos sísmicos que encendieron las alarmas.
“En principio, cuando un volcán empieza a dar señales de reactivación”, explica Mothes, “es bien difícil saber si va a terminar con muy poco alcance, o si en días o semanas posteriores va a haber un importante incremento de energía. Estas señales de incremento se dieron entre noviembre de 2022 y enero de 2023, pero siempre volvieron a bajar”. Según ha informado el Instituto Geofísico, desde marzo las emisiones se han debilitado, con columnas de hasta 2600 metros sobre el nivel de la cumbre y esporádicas caídas de ceniza en cantones aledaños.
Esto, explica Mothes, hace que la situación se ubique en el primero de los tres escenarios previstos, donde la actividad decrece, se registran menos sismos, menos visibilidad de columnas de humo y menos ceniza. El segundo escenario contempla una nueva reactivación como la de 2015, con más ceniza, más bramidos y columnas de humo de hasta ocho kilómetros. El tercero y de menor probabilidad evoca la terrible erupción ocurrida el 26 de agosto de 1877. Ese día, hacia las 10 de la mañana se dice que se escucharon truenos subterráneos hasta en la frontera con Perú. En pocos minutos, la ceniza y el humo oscurecieron las cercanías, y hacia las 4:00 de la tarde se hizo la noche en Quito. Los flujos piroclásticos derritieron gran parte de la nieve del volcán y generaron enormes lahares que destruyeron parte de algunos valles hoy urbanizados, como Tumbaco y Guayllabamba.
Al siguiente día, los lahares, arrastrando toda clase de escombros y centenas de cadáveres, llegaron a la costa tomando el curso del río Esmeraldas. Dejaron registro de esta tragedia cronistas de la época, entre ellos el padre Luis Sodiro y el mismo Teodoro Wolf. “Para que ocurra una erupción de ese tipo deberían acumularse entre 80 y 100 millones de metros cúbicos de magma en el volcán”, explica Patricia Mothes. “Lo que hoy tenemos es un millón de metros cúbicos de ceniza”.
Alarma y contingencia
Las alertas son dadas por la Secretaría Nacional de Gestión de Riesgos luego del análisis y la recomendación del Instituto Geofísico. En octubre de 2022, se activó la alerta amarilla y con ella su plan de contingencia, es decir, la actualización de las acciones a realizarse en caso de que se diera una alerta naranja y que hubiera necesidad de evacuar, todavía de manera voluntaria. Para que se declare la alerta naranja deber registrarse un aumento significativo de la actividad volcánica y sísmica, un incremento del tamaño de la columna eruptiva con alturas entre 4 y 8 kilómetros, con la posibilidad de creación de lahares y de flujos piroclásticos, además del incremento de la deformación de los flancos del volcán.
Todavía en el marco de la alerta amarilla, actualizar el plan de contingencia significa, básicamente, ofrecer capacitaciones para crear consciencia en la gente que vive en zonas de riesgo de que, llegado el caso, debe irse. Las personas deberían tomar sus mochilas con efectos personales básicos, seguir los caminos con señales específicas, y, de no tener alternativas, llegar a los albergues que previamente han sido calificados por la Secretaría de Gestión de Riesgos, que por lo general son salas comunales, coliseos o escuelas públicas. Paralelamente se despliega el plan de los gobiernos locales y de las instituciones del Estado central, entre las que están los ministerios del sector y las Fuerzas Armadas. “Cuando la gente entiende el peligro al que está expuesta, se reduce la posibilidad de que se niegue a evacuar”, dice Julián Tucumbi, coordinador zonal de la Secretaría de Gestión de Riesgos.
“El problema es que no ha habido inversión del Gobierno nacional para adecuar esos albergues, y por eso hay una resistencia fuerte de los habitantes a salir de los lugares donde viven”, explica Nelson Ávila, presidente del Gobierno Autónomo de Mulaló, una de las 10 parroquias rurales del cantón Latacunga y la que más cerca está al volcán. En Mulaló hay alrededor de 15.000 habitantes, y los sectores en riesgo reúnen a unas 3.000 personas. En 2015, muchas de ellas ya abandonaron sus hogares y se alojaron en casas de amigos y familiares, o en espacios que tuvieron que arrendar. El plan de contingencia implica, también, la autogestión de un destino de acogida. Los albergues resultan la última opción.
“Existen 182 infraestructuras calificadas para albergues en el cantón Latacunga”, dice Tucumbi, “y los que todavía no están equipados con baños, duchas y la infraestructura adecuada, reciben un informe para que lo hagan, pero son los gobiernos locales y municipales los que se deben encargar de ese equipamiento, porque tienen una asignación presupuestaria para eso”.
La incierta vida al pie del volcán
El plan de contingencia empieza con el esfuerzo de convencer a la gente de la necesidad de evacuar en caso de peligro, pero hay quienes están decididos a no hacerlo pese a todo riesgo. Más que en las condiciones de los albergues y en los embrollos burocráticos de su gestión, la resistencia radica en la preservación de sus fuentes de sustento. En varias de las parroquias eventualmente afectadas, la principal actividad económica es la producción de leche. Evacuar sus hogares significaría abandonar sus vacas o tener que llevarlas a zonas altas con menos peligro, pero donde no existe agua ni pastos.
José Moreno, de 79 años, vive en la comuna San Ramón de la misma parroquia Mulaló, a 12 kilómetros en línea recta de la base del volcán. Existen 150 familias en esa comunidad. Tras la erupción de 2015, la familia Moreno, conformada en total por cinco personas, fue una de las siete que se resistieron a evacuar. Quienes tenían carros los llenaron con los enseres que lograron cargar y, presas del pánico, vendieron sus animales a precios insignificantes. “Una vaca que cuesta 1200 dólares se vendía en 200 dólares, un chanchito que cuesta 40 dólares se vendía en 5. Los que ganaron fueron los negociantes que vinieron de otras parroquias”, dice José Moreno.
Lo que ellos hicieron fue llevar 12 vacas al terreno de un primo montaña arriba, y fueron a alimentarlas y ordeñarlas dos veces por día durante un mes, pero ese trajín logístico encareció la operación y finalmente les dejó una deuda de 500 dólares. Hoy, sus vacas, que les dan 60 litros de leche al día por las que les pagan 42 centavos el litro, les generan aproximadamente 380 dólares cada quincena, lo cual apenas alcanza para cubrir los gastos generales de la familia. Si su economía dependiera de otras actividades, aceptarían evacuar en caso de una erupción, pero no están dispuestos a abandonar su única fuente de ingresos. No se niegan por falta de conciencia sobre el peligro, sino porque no tienen otras opciones. “Nunca hemos pensado que el Gobierno nos va a ayudar”, dice Moreno.
Vivir junto a un volcán activo puede hacer que afloren sentimientos contradictorios hacia él. Quienes consideran no abandonar sus tierras sienten desconfianza, pero no por la bravura de la montaña. Se trata, más bien, de lo contrario. De 2015 les queda la experiencia de que la erupción fue menos fuerte de lo que anticipaba la amenaza y de lo que el miedo colectivo exacerbó. Los lahares fueron marginales y la ceniza, si bien cubrió una parte de los pastos y afectó algunos cultivos, con algo de esfuerzo se pudo limpiar y a largo plazo enriqueció el suelo. La decaída en la actividad del proceso iniciado en 2022 ha vuelto a generar dudas. “Por eso hoy la gente ya no cree que va a pasar algo, y hasta yo mismo digo que aquí me moriré si hay la explosión del Cotopaxi”, dice José Moreno.
El vigía del último barrio
Si Mulaló es la parroquia más cercana al Cotopaxi, Tiquitilín es el barrio que, estando dentro de ella, más se acerca a las faldas del volcán. Hay 10 casas, alrededor de 60 habitantes y un espíritu distendido que, por ahora, permite mostrar la actividad volcánica como un atractivo. En una explanada que viene a ser la plaza central, frente a una capilla diminuta en honor a Santa Bárbara, la misma matrona de los montañistas a la que se le dedica un pequeño altar bajo una gran roca en la cara sur del Cotopaxi, se ha fabricado con cartón y papel maché un volcancito de más o menos un metro de altura, con la textura corrugada y su cráter abierto en diagonal, en cuyo interior se quema leña para que humee como el verdadero y provoque la gracia de los pocos visitantes que llegan hasta allí.
Junto a la capilla está la casa de José Chuqui, un hombre agradable de 38 años que, tras la erupción de 2015, se ofreció de manera voluntaria ser el vigía del barrio. Su trabajo consiste en reportar al Instituto Geofísico, todos los días a las 6.00, con qué novedades ha amanecido la zona. “Si está nublado, seminublado, con caída de ceniza, olor a azufre...”, enumera Chuqui haciendo el ademán de que habla por su radio transistor. Los personeros del instituto confirman esa información y, de su lado, a lo largo del día, monitorean novedades semejantes y les reportan a los vigías para que a su vez ellos confirmen si por sus sectores se observan esos fenómenos. Solo si las novedades son graves el vigía deberá dar la alerta a la población para que se ponga en marcha el plan de contingencia y él, con el megáfono que le proveyeron en 2015 la Unión Europea y la Cruz Roja, guíe a sus vecinos en la tarea. Esas instituciones también donaron una mochila con artículos de primeros auxilios para cada familia, un paracaídas de ceniza que no sirve de mucho porque no cubre una superficie considerable, y dos carretillas y dos palas para recoger la ceniza acumulada, que tampoco han servido de mucho ya que, al menos en ese rincón, los efectos fueron benignos. “En 2015 no hicimos ni media carretilla”, dice Chuqui.
Tras el reporte de las seis de la mañana el vigía puede ocuparse de cualquier otra tarea, pero sin descuidar el radio transistor porque ante cualquier señal debe responder con los códigos técnicos establecidos para esas comunicaciones. De no hacerlo, le llega un mensaje a su teléfono celular, que es una insistencia de contacto y a la vez una amonestación. José Chuqui tiene mucho que hacer a lo largo del día: cría vacas y unas pocas truchas para pesca deportiva en un estanque en el patio de su casa. Con su esposa lleva una tienda de abarrotes, y junto a un grupo de amigos produce clips audiovisuales con pasajes de su interesante vida que luego cuelga en Youtube para el deleite de los vecinos. Hizo una formación en actuación para televisión, y también toca el sintetizador en un conjunto que ameniza los más variados agasajos. Una noche de 2016 estaba tocando en un matrimonio en Quito y se había olvidado de llevar el radio transistor. Los mensajes se le acumulaban en el teléfono celular, pero él tenía las manos sobre las teclas. “Luego de eso tuve que enseñarles los códigos a mi esposa y a mi mamá para que me ayuden”, dice, “porque vigía toca ser las 24 horas y en cualquier circunstancia”.