Un refugio para volver a la vida tras años presas por emergencias obstétricas en El Salvador
La casa de Mujeres Libres ofrece una segunda oportunidad a las salvadoreñas que acabaron en la cárcel acusadas de homicidio. Al salir, tienen antecedentes penales y deben enfrentar el estigma
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Ena Vinda Munguía no pudo elegir el nombre de su hijo. Cuando supo que su bebé había nacido, estaba ya presa en las bartolinas de la cárcel femenina de El Salvador, Izalco. Desde septiembre de 2009, el día en que tuvo un parto anticipado en las letrinas comunes del cantón rural en el que vivía, hasta que lo agarró en brazos por primera vez pasaron dos meses, una condena por tentativa de homicidio y mucha confusión e impotencia. Esta mujer, que hoy tiene 40 años, nunca imaginó que una emergencia obstétrica la separaría ocho años de Edwin, como le llamaron sus abuelos; para ella, Samuel Antonio.
A esta salvadoreña se le adelantó el parto sin esperarlo. Como no tenía recursos, no se había podido permitir ir a las citas ginecológicas. Por la emergencia que tuvo, la Fiscalía pidió 30 años de cárcel para ella. La acusaron de un homicidio en grado de tentativa. “Me acabaron condenando a 15, porque el abogado me dijo que me declarara culpable para no estar tanto tiempo adentro”, cuenta en el jardín de la casa de Mujeres Libres, en San Salvador, un espacio creado por otras mujeres a las que privaron de libertad por casos similares y que se ha convertido en un espacio seguro para que se reintegren a la sociedad.
Vinda cumplió ocho años y nueve meses en prisión. Le redujeron la condena por buena conducta y por participar en un proyecto agrícola. Sentada en una silla de plástico azul, con una camiseta con la palabra love (amor) escrita con lentejuelas, cuenta su historia sin apenas expresividad. Como si quisiera olvidar que lo que narra le pasó a ella. “Yo no le deseo esto a nadie”, zanja.
El Salvador tiene una de las legislaciones más restrictivas del mundo en cuanto al aborto. En este país de seis millones de habitantes, acceder a la interrupción del embarazo por cualquier motivo es un delito con penas de hasta 12 años; también para el sanitario que lo recomiende o ejecute. Sin embargo, muchas veces a las mujeres se les acusa de homicidio que, con los agravantes del país, pueden convertirse en condenas de hasta 50 años de cárcel. Actualmente, quedan seis mujeres entre rejas por emergencias obstétricas y abortos.
Las mujeres que han pasado por esa situación narran decenas de atrocidades y maltratos en la cárcel. Desde intoxicarles el agua con aguardiente y prohibirles ir a enfermería hasta impedirles dormir en colchones, llamarlas ‘mataniños’ o amenazarlas de muerte. “El problema es que llega un momento en que de verdad te hacen sentir culpable”, explicaba Teodora Vásquez, activista y fundadora del refugio. Fuera de prisión, la vida tampoco es nada fácil. “Siendo mujeres que muchas no saben leer ni escribir siquiera, de entornos rurales y empobrecidos… Súmale que tienen antecedentes penales. ¿Cómo vuelven a la sociedad?”, cuestiona.
Después de hacerse muchas veces esa pregunta y de su propia experiencia encerrada durante una década por una urgencia médica durante el parto, decidió crear en 2018 este espacio para las mujeres que salen de la cárcel y también se preguntan: “¿Y ahora qué?”. Muchas de ellas tardan unos meses en darse cuenta de que la endeble red que las sostenía antes de entrar ya no existe. Ahí es cuando, gracias al boca boca y a la complicidad de quienes comparten un pasado similar, la casa de Mujeres Libres se convierte en un refugio; un lugar en el que no hay ojos que las juzgan y donde reciben atención psicológica y acompañamiento en la búsqueda de empleo. Rosita, la última salvadoreña en salir, tras 13 años y medio entre rejas, ya se puso en contacto con la organización. “Necesitan su espacio, nosotras no les insistimos. Solo les decimos que no están solas”, añade Vásquez.
“Las familias a veces las rechazan porque les da vergüenza. Otras, simplemente no quieren hacerse cargo económicamente”, cuenta Zuleima Beltrán, tesorera de la entidad. “En la cárcel, a uno le roban la vida. A mí me quitaron 18 años con mis hijas”, cuenta. La mayor de ellas, Rosmery, falleció hace un año y medio, en un embarazo de alto riesgo con un sinfín de negligencias médicas, aún impunes. “Ella me decía que no sabía qué cosas le inyectaban, que era para que el bebé viviera. Este mismo sistema que me robó tiempo con mi hija, le quitó a ella la vida”.
La casa, con varias habitaciones con cuatro literas azules en cada una, es un espacio generalmente de paso en el que algunas se quedan viviendo con sus hijos hasta encontrar un plan B. Este espacio, que se mantiene con donaciones, ha acompañado a más de una veintena de mujeres. “Llegó un momento en que ya quería dejar de victimizarme por lo que me pasó y cambiar nuestro futuro. A mí la cárcel ni me mató ni me detuvo”, narra Beltrán.
¿Justicia?
Las mujeres condenadas por abortar en El Salvador son víctimas de un sistema que está cada vez más lejos de la dinámica hacia la que se encamina la región. Mientras que países como Colombia, Argentina o México han despenalizado completamente el aborto, Centroamérica sigue siendo muy reticente a entender que las interrupciones del embarazo son una cuestión de derechos humanos en la que la ideología o la religión no deberían interferir. Para Abigail Cortés, coordinadora del equipo jurídico de la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto, existe una “política criminal” por parte de la Fiscalía “que las condena antes incluso de que sean juzgadas”.
Según explica, en El Salvador, estas mujeres suelen ser representadas por abogados de oficio que tienen decenas de casos y no suelen estar especializados. “Los peritajes que se requieren o ni los piden o no los pueden asumir”, indica. “Por otro lado, es muy alarmante cuando se tiene en cuenta el testimonio de las parejas de estas mujeres. La Fiscalía los trae de testigos cuando estos se sienten ofendidos tras el aborto; para recibir una indemnización”. Además, señala que en tres casos con los que ja trabajado la organización, no se ha tenido en cuenta declaraciones de las parejas en las que decían “que ambos esperaban con amor el bebé”.
Blanca (nombre ficticio), de 40 años, se lamenta de que estas cosas solo le pasan a mujeres como ella. “Me sorprendió mucho ver que solo se criminalizaba a las pobres. En la cárcel nunca vi a ninguna presa funcionaria o doctora. ¿Ellas no tenían emergencias obstétricas? ¿Solo las pobres?”, se pregunta.
Mirna, Ena, Zuleima, Briseyda, Blanca, Teodora… Todas han soñado con echar el tiempo atrás.
—Pero no hubiera podido evitar la emergencia obstétrica…
—Ya, pero de haberlo sabido habría tenido el parto en la casa. En silencio para que nadie supiera.
La que habla, mientras las demás asienten, es Mirna Ramírez, de 55 años. Mientras estaba convaleciente en el suelo de los baños públicos de su comunidad, desmayada mientras daba a luz sin saberlo, su vecina la denunció. Rápidamente llegó la policía y se la llevaron presa mientras otros oficiales requisaron la tiendita que regentaba en busca de pruebas como una tijera o pastillas. “Le dieron vuelta a todo, todito. Me trataron como criminal. Mi vecina les dijo que yo andaba poniéndome fajas durante el embarazo, que lo tenía planteado”. Suspira. “Yo no supe hasta más adelante que había tenido una niña y que sí nació viva”.
Ella tampoco eligió el nombre de su hija. Briseyda tiene hoy 20 años y recuerdos de una niñez repleta de huecos y preguntas. Creció yendo a la cárcel cada domingo, pensando que ahí era donde trabajaba su madre. En la adolescencia, las excusas dejaron de ser verosímiles, pero los tíos con los que vivía no se atrevían a contarle la verdad. La descubrió un día debajo del colchón donde encontró los papeles de la sentencia, con palabras que no entendía: tentativa de homicidio. “Cuando averigüé, nunca pensé que fuera verdad, porque si no, no le hubieran permitido que se me acercara. Pensé que si no me lo quería contar era porque debía de ser difícil”. Guardó herméticamente su secreto hasta los 15 años. “Me costó decirle mamá, porque mis tíos habían tomado posesión de mí. Se disputaban mi cariño”.
“Me decían ‘mala madre’ porque supuestamente intenté abortar. Pero a nadie le importó que mi hija creciera sin mi”, explica por su parte la madre, quien cumplió 12 años entre rejas y hoy sufre un cáncer de mama. Su hija Briseyda confiesa que últimamente está sufriendo “fuertes crisis” y que no puede dormir pensando en el poco tiempo que ha pasado con su mamá. “Sentir que se nos puede acabar en cualquier momento es muy difícil”, lamenta.
La persecución a las mujeres que abortan voluntaria o involuntariamente en el país centroamericano tiene casi tres décadas de historia. En 1998, El Salvador reformó la Constitución para incluir que “la vida empieza en la concepción”. Los derechos que le cedieron al feto desde entonces han competido con los de las mujeres. Organismos internacionales se han pronunciado múltiples veces a favor de la ponderación entre ambos, para que los del feto sean “graduales y no absolutos”, que no sirvan para retroceder con respecto a los de la mujer gestante. Y mucho menos para que sus decisiones o sus enfermedades den lugar automáticamente a sanciones penales.
Desde 2009, 70 mujeres que fueron víctimas de las emergencias obstétricas y de la legislación salvadoreña han podido salir de prisión. A muchas de ellas les han impuesto requisitos bizarros como no poder beber alcohol o tener que ir a misa periódicamente. “Esto pasa muchas veces. Y va en contra de la autonomía de las mujeres. Detrás, existe una creencia de que así se podrán resarcir”, apunta Cortés. “Esto que hacemos nosotras con el poquito dinero que nos llega de gente comprometida no lo deberíamos de hacer nosotras”, dice Beltrán, mientras juega con su hija menor. “El Estado se equivocó. Y se sigue equivocando al meternos en la cárcel por urgencias médicas. Esos errores los deberían de arreglar ellos. Pero, con o sin ellos, nuestros sueños no se van a quedar estancados”.