Vivir en Bogotá con media hora de acceso al agua por semana
Más de 20.000 familias sobreviven sin acceso al sistema de abastecimiento formal. Los barrios que habitan de forma irregular en Ciudad Bolívar siguen creciendo al ritmo de la pobreza
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Si hay suerte, cada martes durante media hora Adriana Ramírez almacena el agua que usarán sus cuatro hijos, su esposo y ella a lo largo de una semana. Lo ideal es alcanzar una provisión de al menos seis barriles de 55 galones cada uno. “Toda persona debe tener su tanque y sus canecas en casa para llenarlas lo más rápido posible”, apunta la mujer, con un tono de urgencia. Ni una gota puede desperdiciarse. “Esto es lo que usamos para bañarnos”, indica Ramírez, mientras señala una cubeta de unos tres litros de agua, que reposa en el suelo de un baño sin ducha ni lavabo. Como la suya, otras 20.000 familias viven sin servicio de acueducto en más de 10 asentamientos irregulares de la localidad de Ciudad Bolívar, en el sur de Bogotá, según las denuncias de las Juntas de Acción Comunal de los vecindarios. Su acceso al agua, al igual que su presencia en el territorio, excede la norma y se justifica en la necesidad.
El suministro de agua del barrio Verbenal del Sur es gestionado por la comunidad y funciona a través de conexiones informales enlazadas a una zona aledaña. “Este agua viene del barrio Bella Flor”, explica la madre de 38 años. Allí, un fontanero libera el caudal de las tuberías para que el líquido llegue a cada casa una vez a la semana, a través de varias motobombas que los vecinos han financiado y distribuido en distintos puntos del barrio. El pago del fontanero es de 3000 pesos colombianos (70 céntimos) por vivienda.
Astrid Suesca, otra residente del sector, recoge cerca de 2000 litros para su familia cada jueves, pero nada le garantiza que contará con la misma suerte todas las semanas. “Hace un mes no tuvimos agua porque el acueducto bajó la presión en las tuberías”, cuenta la ama de casa. En ocasiones así, debe caminar 40 minutos con la carga de la ropa de cinco personas a las espaldas para lavarla en la casa de una amiga en otro barrio. “En mi familia hemos tenido que tomar agua lluvia”, afirma Ramírez.
Ambas mujeres llevan más de una década viviendo en Verbenal del Sur y continúan a la espera de que el sector sea legalizado para contar con el suministro. “No queremos robarnos el agua. Si tuviésemos el servicio, sé que haríamos todo lo necesario para pagarlo”, zanja Suesca. Tanto ella como Ramírez disponen apenas de un salario mínimo de un millón de pesos (algo más de 220 dólares) mensuales para atender las necesidades de toda la familia.
La falta de agua supone un gasto inasumible para los habitantes del barrio. “Cuando no llega el agua, tengo que comprar al menos unas cinco bolsas de seis litros, y eso suma 15.000 pesos (algo más de 3 dólares) al día”, expone Suesca. “Me sorprende ver cómo hay personas que dejan la llave abierta todo el tiempo mientras se duchan, se cepillan los dientes o lavan los platos”, afirma con una mueca de frustración.
“Solo en Verbenal hay 9000 familias afectadas por la falta de agua”, indica el presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio, Daimer Quinero, quien junto a otros líderes vecinales ha abogado por el servicio en la zona. A finales de agosto, vecinos de una decena de sectores de Ciudad Bolívar se manifestaron por el problema. La empresa prestadora del servicio se limita a decir que los asentamientos no son formales. “No tenemos la facultad legal para hacer presencia en esas zonas”, explica Fabián Santa, gerente de servicio al cliente del Acueducto de Bogotá.
Los líderes comunitarios y la administración local han tenido encuentros con funcionarios de la empresa pública para cerrar acuerdos acerca del uso de las redes de tuberías ilegales. “Tratamos de organizar la informalidad y ejercer un control técnico de las conexiones”, indica Santa, al señalar que el Acueducto no cuenta con la infraestructura suficiente para que todas las personas accedan al agua del modo en que lo hacen. “Ellos usan la línea directa de impulsión y la capacidad de entrega del agua disminuye; lo que afecta la distribución del servicio incluso en los barrios legalizados”, afirma. Según cuenta, los vecinos de Bella Flor han tenido problemas por falta de agua, pese a vivir en un barrio formalizado. Según la entidad, la cobertura del servicio es del 99% en Bogotá, lo que convierte a los habitantes de Verbenal del Sur en parte del 1% de los damnificados.
Para los hogares de Ramírez y Suesca, la legalización es materia de especulación. “Hay alrededor de nueve barrios que en un futuro pueden ser objeto de formalización [entre los que se encuentra Verbenal del Sur]”, señala la alcaldesa de Ciudad Bolívar, Tatiana Piñeros. Pero no hay una perspectiva clara de cuándo esas casas podrían ser legítimas para el Estado. “Esperamos que con la habilitación del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) se abran nuevas posibilidades”, afirma. La funcionaria se refiere así a una herramienta de urbanismo que sirve para organizar y gestionar el uso del espacio en los municipios y las ciudades de Colombia que estaba suspendida hasta hace unas semanas en la capital.
Según datos de la alcaldía de la ciudad, hasta el año pasado había más de un centenar de asentamientos irregulares con expedientes radicados ante la Secretaría Distrital de Planeación en espera de la legalización.
A pesar de las expectativas, no todos en el barrio pueden aferrarse a la esperanza de que las secretarías de Gobierno competentes legalicen sus viviendas. “Verbenal del Sur está en proceso de legalización, pero hay una zona del barrio que no va a legalizarse”, indica Quintero, sobre un terreno de ocupación que se ubica en una zona de riesgo por deslizamiento. “Es una invasión en la que conviven unas 1500 familias”, advierte el líder comunal.
Entre esos hogares clandestinos está el de Isleni Pérez, una madre soltera con cinco hijos que llegó al barrio tras la pandemia. “Perdí mi trabajo de costurera en una fábrica y uno de mis hermanos me ayudó a venir aquí”, relata la mujer de 40 años, oriunda de San José del Guaviare y desplazada por la violencia hace 15 años.
Su casa, que inició con paredes de telar y ahora está hecha de latas y tejas metálicas, no cuenta ni contará con ningún servicio básico legal, al encontrarse en medio de un barranco que podría caer en picada cuando la naturaleza lo decida. “Todo lo que quiero es una vivienda digna”, afirma Pérez, quien vive con menos de medio salario mínimo al mes con tres de sus hijos. Su vivienda tiene gas por medio de una pipeta que recarga una vez al mes. La luz depende de la derivación del cable de un vecino, y el agua, que llega con una presión escasa por pocas horas al día, viene desde la conexión informal que tiene la señora María en la casa de al lado. Isleni paga 25.000 pesos (algo más de 5,5 dólares) al mes por el agua a María y otros 25.000 a su vecino Fabián por la luz. Hace semanas está atrasada en el pago a Fabián y lleva ocho días en la oscuridad, en medio de los quejidos de su hijo Wiston de 12 años, que padece una discapacidad cerebral.
“Quiero montar mi propio taller de costura”, señala la mujer, mientras muestra cómo llena manualmente la lavadora descompuesta, que reposa inclinada en la tierra junto a una nevera vacía. En el baño hay varias cubetas para descargar la cisterna y ducharse. ”Sueño con una vida digna para ellos”, prosigue la madre, con la mirada fija en Xiomara, su hija de nueve años, que oculta sus ojos detrás de la lámina de lata que hace las veces de pared entre el baño y la cocina. Pérez quiere mostrar cómo funciona el lavaplatos, pero la llave no deja caer una sola gota de agua en el momento. Al igual que a Ramírez y a Suesca, a la mujer no le queda otra que seguir esperando.