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La infancia que se encoge

Los niños crecen más rápido, sienten más pronto y cargan el peso del mundo antes de tener la estructura emocional para sostenerlo. La infancia, que debería ser el tiempo más lento y más amplio, se ha convertido en la fase más frágil

¿Cuánto dura hoy la infancia? ¿A qué edad dejamos de ser niños? ¿En qué momento el mundo entra demasiado pronto en la vida de los pequeños? La semana pasada, ante la belleza del asombro que despertó la celebración de los 20 años de la Universidad de los Niños de EAFIT, pensé en la importancia de seguir siendo niños, de conservar esa mirada que pregunta y se maravilla. Y entonces sentí una preocupación profunda, casi un sobresalto interior: esa etapa que llamamos ...

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¿Cuánto dura hoy la infancia? ¿A qué edad dejamos de ser niños? ¿En qué momento el mundo entra demasiado pronto en la vida de los pequeños? La semana pasada, ante la belleza del asombro que despertó la celebración de los 20 años de la Universidad de los Niños de EAFIT, pensé en la importancia de seguir siendo niños, de conservar esa mirada que pregunta y se maravilla. Y entonces sentí una preocupación profunda, casi un sobresalto interior: esa etapa que llamamos infancia se está reduciendo en silencio, justo cuando más necesitamos protegerla.

Vivimos una época en la que se estiran casi todas las fases de la vida —la adolescencia tardía, la juventud extendida y una adultez que comienza más tarde en medio de una longevidad creciente—, pero comprime la etapa más delicada del desarrollo humano. Los niños crecen más rápido, sienten más pronto y cargan el peso del mundo antes de tener la estructura emocional para sostenerlo. La infancia, que debería ser el tiempo más lento y más amplio, se ha convertido en la fase más frágil.

Vistos en conjunto, los datos que revelan estudios de UNICEF, la OCDE y la OMS dibujan un panorama inquietante. Muchos niños ingresan a redes sociales entre los ocho y diez años y pasan frente a pantallas entre cuatro y seis horas diarias. El tiempo de juego libre —ese territorio donde la imaginación respira sin prisa— se ha reducido en más del cuarenta por ciento en las últimas dos décadas. La pubertad llega un año antes que hace veinte años, mientras la exigencia escolar comienza entre los seis y ocho años. Y hay un dato que conmueve: casi la mitad de los niños entre nueve y doce años dice estar preocupada por problemas globales como el clima, la economía o la guerra. Nada de esto es casual. Todo apunta a un mismo fenómeno inquietante: la infancia es la única etapa que el mundo moderno está encogiendo, no por falta de amor, sino por exceso de prisa.

Y, sin embargo —y esto es lo paradójico—, mientras la infancia se acorta en los niños, muchos adultos buscan recuperar la propia. Quizá porque en lo más hondo sabemos que seguir siendo niños es indispensable para vivir: conservar la capacidad de asombro, la imaginación abierta, la alegría que no se fabrica ni se simula. Las infancias largas y cuidadas dejan espacio para que ese niño interior siga respirando; las infancias abreviadas, en cambio, dejan heridas que luego se traducen en durezas, miedos o violencias. No es extraño que en infancias interrumpidas también encontremos mayores expresiones de bullying: cuando los niños no tienen tiempo para construirse desde dentro, terminan ensayando el poder de la peor manera posible.

Esto me recuerda a mi amiga y maestra Tita Maya, quien siempre decía que el territorio de los niños es el de la vida. No el de la prisa ni el de la utilidad, sino el de la experiencia plena, del ritmo y el juego. Para ella, la infancia era un tiempo sagrado. Ella me enseñó a Francesco Tonucci, el pedagogo italiano que ha dedicado su vida a recordarnos que los niños no son un borrador del futuro: ya son plenamente humanos ahora. Pero el mundo les exige vivir a un ritmo que no les corresponde: menos calle, menos juego, menos tiempo libre; más pantallas, más tareas, más responsabilidades emocionales. En esa prisa por convertirlos en adultos competentes, perdemos lo más valioso: el tiempo donde nacen la sensibilidad, la imaginación y la alegría de descubrir. Proteger la infancia no es un gesto romántico; es una decisión ética para cuidar la inteligencia colectiva de una sociedad.

¿Qué podemos hacer? Quizá algo tan sencillo y tan profundo como devolver el juego libre, retrasar la entrada a las redes, cuidar la conversación para que sea acorde con su edad, recuperar los ritmos lentos —una lectura compartida, un paseo sin destino, un silencio acompañado— y sostener su mundo interior para que crezca sin ser invadido por el ruido adulto.

Tal vez el mayor acto de cuidado en este tiempo acelerado sea defender la infancia del mundo que pretende arrebatársela. Recordar que los niños no necesitan velocidad para ser brillantes ni prisa para ser grandes: necesitan tiempo, mirada, calma y presencia. Mientras celebrábamos veinte años de un proyecto dedicado a ellos, pensé que la verdadera celebración sería asumir, como sociedad, este compromiso sencillo y radical: dejar que los niños sean niños, el tiempo suficiente para que algún día puedan ser adultos capaces de imaginar un mundo mejor.

@eskole

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