Cuarenta años de una semana que cambió a Colombia
El país recuerda la toma y retoma del Palacio de Justicia de Bogotá, el 6 de noviembre de 1985, y la desaparición del pueblo de Armero por la erupción del volcán Nevado del Ruiz, siete días después
El miércoles 6 de noviembre de 1985, 35 guerrilleros del M-19 se tomaron el Palacio de Justicia de Bogotá, sede de los más altos tribunales de Colombia y en pleno centro histórico de la ciudad. Su bandera era lograr que los magistrados enjuiciaran al presidente Belisario Betancur por una supuesta traición a unos fallidos diálogos de paz. 36 horas y un centenar de muertos más tarde, un edifico calcinado y el silencio del mandatario habían sacudido a un país que parecía haber tocado fondo, hasta el punto de que el suceso se suele llamar “holocausto”. Pero el miércoles siguiente, el 13 de noviembre, una catástrofe golpeó de nuevo a los 29 millones de colombianos de la época: el volcán Nevado del Ruiz, uno de los pocos picos nevados del país, hizo erupción, y una avalancha de lodo, piedras y troncos arrasó con el pujante pueblo de Armero, a unos 150 kilómetros de la capital. Murieron alrededor de 25.000 de sus 50.000 habitantes, y la población desapareció del mapa. Colombia aceleró un proceso de ruptura social y política, con un bipartidismo en crisis, una tensión entre el poder civil y el militar, una justicia bajo amenaza y un narcotráfico en auge. Era, quizás, el fin del siglo XX.
Los dos hechos parecen muy disímiles. El del Palacio es esencialmente político. En él se entrecruzan una lucha guerrillera que cree que puede despertar el fervor popular con un improbable juicio a un presidente pro paz; el encono de unos militares que se sienten menospreciados por el mandatario que apuesta a la paz y concede amnistías a guerrilleros, burlados por esa misma guerrilla desde que, años antes, les robara 5.000 armas de una de sus mayores bases en Bogotá, e investigados por violaciones a los derechos humanos por algunos de los magistrados que trabajan en el Palacio; y unos narcotraficantes que desatan, con asesinatos y amenazas, una ofensiva contra un tratado de extradición que les promete una cárcel en Estados Unidos, y que la Corte Suprema está a punto de estudiar. Este cóctel de visiones e intereses políticos se mezclaron en una historia que ha sido narrada decenas de veces, pero que sigue llena de puntos ciegos, de asuntos pendientes, de versiones y visiones encontradas. Pero algunas cosas son indudables: los guerrilleros pudieron llegar al corazón del Estado a sangre y fuego, los militares manejaron la reacción, también a sangre y fuego, dejaron desaparecidos, y barrieron y lavaron la zona antes de la llegada de las autoridades judiciales. Al dolor por el centenar largo de muertos y desaparecidos se sumaron los interrogantes judiciales y políticos.
El país apenas se recuperaba de la toma, la retoma y la indiferencia por la vida de los magistrados, abogados y trabajadores asesinados cuando ocurrió el segundo evento, una catástrofe natural. Pero una catástrofe que resaltó la debilidad del mismo Estado que venía de ser golpeado en el corazón del poder. El 25 de septiembre, un mes y medio antes, un congresista había alertado de la posibilidad de la tragedia. Hernando Arango Monedero había sido alcalde de Manizales, la ciudad más cercana al Nevado del Ruiz, e hizo un debate en el Congreso alertando de la creciente actividad del volcán, visible y notoria en la ciudad. El Gobierno desestimó la alarma e insistió en que estaba listo para atender cualquier emergencia. La erupción produjo un alud a lo largo de tres ríos, incluyendo el Lagunillas, que pasaba por Armero. “La mayoría de las fincas tienen casas cerca al río y la avalancha se llevó a toda esa gente porque los cogió dormidos. No había sirenas, no había alarmas, que eran las que le había pedido al ministro”, recordaría años más tarde el político conservador en entrevista con el diario local La Patria.
Los dos eventos se mezclaron inmediatamente. La capacidad de los hospitales y la del instituto de Medicina Legal quedaron desbordadas; la respuesta del Gobierno alternaba entre la atención a miles de damnificados o la búsqueda de las familias de cientos de niños y bebés sobrevivientes, y la búsqueda de respuestas a lo ocurrido en el Palacio y la reconstitución de una Corte Suprema diezmada. Arango recuerda que su intención de hacer otro debate, después de la tragedia, chocó en el Congreso con la prioridad que se dio al que hizo el entonces congresista y luego presidente César Gaviria por el Palacio.
El Gobierno de Belisario Betancur, el veterano político conservador que había pertenecido al ala más radical de su partido en los años más duros de la violencia bipartidista y luego se había convertido en un defensor del diálogo y la paz, quedó liquidado. Pocos meses después, su partido perdería las elecciones y se romperían definitivamente sus negociaciones con las varias guerrillas de la época. Lo reemplazaría en el poder un liberal, Virgilio Barco, que por primera vez en 30 años buscaría volver a un esquema de gobierno-oposición, poniendo fin a la coadministración bipartidista que logró el fin de la violencia entre rojos y azules, pero creó una cerrazón para alternativas de izquierda. Bajo Barco se abriría la política con la elección popular de alcaldes, que se estrenó en 1988, se retomarían y culminarían con éxito nuevas negociaciones, incluida la del M-19, y se iniciaría el proceso que llevó a una nueva Constitución en 1991.
Pero no todo fueron buenas noticias. La tasa de homicidios se disparó de 35 por cada 100.000 habitantes en 1985 a 80 en 1991, como ha recordado el jurista Rodrigo Uprimny, y el país iniciaría uno de sus mayores picos de violencia, o su segundo ciclo, en términos del académico Francisco Gutiérrez Sanín. El narcotráfico, que crecía desde fines de los años setenta, se consolidó en los años noventa, y aunque el Cartel de Medellín terminó derrotado por un Estado en jaque a inicios de esa década, las guerrillas se alimentaron de esa economía ilegal. Colombia ya no era la misma. La segunda semana de noviembre de 1985 da fe de ello.