Lo cotidiano que es envejecer
Como sociedad necesitamos comprender que la longevidad no es una amenaza, sino una conquista. Pero ese triunfo nos exige rediseñar la vida en común. Envejecer más años debe significar también envejecer mejor, con dignidad, compañía y sentido
¿Cuándo empieza la vejez? ¿El día en que alguien nos llama “señora” —o “señor”—? ¿Cuando el espejo nos devuelve una arruga inesperada, o cuando el cuerpo reclama con un cansancio distinto? ¿Es cuando nos jubilamos ...
¿Cuándo empieza la vejez? ¿El día en que alguien nos llama “señora” —o “señor”—? ¿Cuando el espejo nos devuelve una arruga inesperada, o cuando el cuerpo reclama con un cansancio distinto? ¿Es cuando nos jubilamos y la sociedad parece retirarnos del centro de la vida activa? ¿O es, más bien, un estado del alma?
Desde Cicerón, que en De senectute reivindicó la vejez como etapa de libertad interior, hasta Simone de Beauvoir, que la denunció como la gran invisibilizada de la modernidad, la filosofía no ha dejado de preguntarse por ella. Y hoy, en medio de un mundo que envejece aceleradamente, esa pregunta se vuelve personal y colectiva. Parece que envejecemos siempre, pero solo somos viejos a ratos.
Hace unos meses cumplí 50 años. Los festejé con la capacidad celebrativa que no tenía a mis 20, con mayor seguridad y audacia que a los 30 —cuando me empeñaba en aparentar 40— y con más liviandad que nunca. Descubrí una paradoja: me siento más plena y más joven ahora.
Pero la felicidad nunca es infinita: hace unas semanas fui invitada a un panel sobre la vejez, titulado El tiempo como revolución. Lo compartí con dos mujeres maravillosas, divertidas y regias. Tres generaciones en escena, como si hubiéramos sido convocadas para una tesis viviente sobre arrugas, sexualidad, jubilación, amistades y legado. Y ahí desbloqueé otro nivel: hablar de la vejez en primera persona. Comprendí entonces que envejecer es tan cotidiano como vivir. Realmente ya soy cincuentona —risas—.
Solo nos percibimos viejos a ratos: cuando alguien nos lo recuerda, cuando vemos a los amigos de siempre y pensamos: “¿Yo me veo así de vieja?”. Entonces la pregunta que nos interpela no es si envejecemos, sino cómo lo hacemos. ¿Con brillo o con desgaste? ¿Con miedo o con gratitud? ¿Como declive o como dulzura?
Y lo que ocurre en lo íntimo también se refleja en lo colectivo. La longevidad es una conquista de la humanidad. Hace un siglo, llegar a los 50 era entrar en la antesala del final; hoy esa edad puede ser plenitud y comienzo de nuevos proyectos. Vivimos más, pero eso significa también que atravesamos durante más tiempo el atardecer de la existencia. Celebramos la longevidad como triunfo, pero olvidamos que con ella también se ensancha ese crepúsculo vital. Es el precio oculto del tiempo: vivir más significa también aprender a envejecer más. No es lo mismo ser mayor hoy que hace un siglo: las etapas se estiran, las edades se transforman. Igual que la adolescencia se prolongó, también la madurez avanzada se expande.
El 1 de octubre, cuando Naciones Unidas conmemora el Día Internacional de las Personas de Edad, se nos recuerda que la longevidad no es solo un destino individual, sino un logro de la humanidad entera y, al mismo tiempo, un reto cultural. Allí la educación ocupa un lugar decisivo: necesitamos sociedades donde aprender a los 60 o 70 sea tan natural como hacerlo a los 20. Una educación que no excluya a nadie de la curiosidad, que permita reinventarse, acercarse a las tecnologías, al arte y a la vida comunitaria. Quizá la mejor manera de celebrar ese día sea preguntarnos cómo educar para vivir con dignidad y gracia lo cotidiano de envejecer.
Como sociedad necesitamos comprender que la longevidad no es una amenaza, sino una conquista. Pero ese triunfo nos exige rediseñar la vida en común: que el trabajo no expulse a los mayores, que el aprendizaje acompañe toda la existencia, que las ciudades se piensen para todas las edades. Que la jubilación sea de verdad júbilo y no destierro, que la edad madura se viva como sabiduría y no como obsolescencia. Envejecer más años debe significar también envejecer mejor, con dignidad, compañía y sentido.
La pregunta filosófica vuelve entonces con fuerza: ¿cómo habitamos una vida más larga? ¿Como un desgaste extendido, o como un tiempo fecundo, de compañía y libertad? Tal vez ahí resida la clave: envejecer puede ser dulce si lo vivimos como modo del alma, como acto de libertad. Porque al final, entre lo íntimo y lo colectivo, lo que nos queda es aprender que envejecer no es solo contar años, sino aprender a darle hondura al tiempo.