El alivio de amarrarnos al mástil
Colombia en pocos días ha visto amenazada la separación de las ramas el poder público, el Estado Social de Derecho, el principio democrático, en fin, la vigencia del orden constitucional
El artículo 104 de Constitución establece que el presidente de Colombia podrá consultar al pueblo un asunto de trascendencia nacional “previo concepto favorable el Senado”. El 13 de mayo el Senado discutió por cerca de 8 horas la iniciativa de consulta popular del Gobierno y en sesión del 14 de mayo la mayoría votó en contra de su realización. Pero el presidente decidió, a pesar de ello, decretar la convocatoria porque, en su parecer, ese pronunciamiento está viciado.
La decisión de que esa votación no sea válida corresponde a la justicia y, mientras ello ocurre, el concepto desfavorable del Senado se presume constitucional. La justicia es la guardiana legítima de la Constitución. Si el gobernante se abroga esta facultad a través de la mal usada excepción de inconstitucionalidad, estamos ante el detonante más peligroso del autoritarismo moderno en el que hay un cumplimiento aparente del orden jurídico, pero en realidad se desconocen los más claros principios constitucionales.
Es cierto que todos los funcionarios públicos, judiciales y administrativos tienen la posibilidad de inaplicar una norma cuando en un caso concreto su contenido vulnera la Constitución. Pero, ¿cuál es el contenido normativo que el presidente inaplicó? No hay tal. La votación del Senado no es una norma que regule un tema. Es un hecho que se certificó en un acto administrativo. Lo que alega el Gobierno es la configuración de vicios en la forma en que se hizo la votación, no en el contenido y aplicación de una norma de inferior jerarquía a la Constitución.
Es una bandera roja para la democracia que un gobernante ignore la decisión expresa del Senado usurpando las funciones del juez constitucional y también lo es que apele al pueblo para justificar esas actuaciones.
Apelar al pueblo como ente abstracto desconoce la idea misma de soberanía popular que se predica de la fracción que a cada persona corresponde para definir, ejercer y controlar el poder público. Cada persona vale en una democracia constitucional. El Estado no le pertenece a las mayorías coyunturales. Pero, sobre todo, abandona la supremacía constitucional. Resulta que las constituciones limitan el poder y a la vez son fundamento del Estado. Por ello cuando nos ponemos de acuerdo en una Constitución, definimos los principios y reglas de más alto rango que todos y en todo momento debemos cumplir.
La revolución francesa fue esencial para la historia de la humanidad, logramos la separación de poderes. Pero aprendimos iniciando el siglo XX que se requería una Constitución que además garantizara el límite al poder y los derechos de las personas, particularmente con el control judicial de constitucionalidad. De lo contrario, viviríamos al vaivén de las mayorías de turno, del gobernante de turno.
Un salto cualitativo que dio la Constitución de 1991 frente a la de 1886 fue pasar de una democracia representativa a una participativa que permite a las personas intervenir en las decisiones que las afecten, no sólo eligiendo a sus representantes sino a través del referendo, el plebiscito o las consultas populares. Pero, ojo, esto no implicó voluntad popular desatada pues esa misma Constitución definió requisitos para su realización con el objetivo de no desconocerla. La Constitución es, como ha dicho Jon Elster, el mástil al que se amarró Ulises para evitar saltar al mar tras las sirenas.
El vaivén del querer popular de turno no puede ser lo que determine la salud de nuestra República. Por ello la Constitución de 1991 es el mástil al que nos amarramos. Qué alivio que así sea, pero además es nuestro deber como sociedad y es el deber de nuestros líderes.
Ha dicho el presidente que si “le tumban” el decreto, hay que buscar 8 millones de firmas para la consulta o incluso para una asamblea constituyente. Recordemos que también para la Asamblea Constituyente existe una regulación de jerarquía constitucional, especial y específica. Son claros el artículo 376 de la Constitución en que su convocatoria debe hacerse a través de una ley con mayoría especial en el Congreso y el artículo 241 en que requiere control de constitucionalidad previo a la decisión popular.

No cabe en nuestro marco constitucional una vía distinta a esta para cambiar de Constitución. Asimilar este momento al momento constituyente del 91 no es solo equivocado sino peligroso. Se está relativizando la importancia cardinal que tuvo el proceso en su fondo y forma. El movimiento social de la séptima papeleta unió al país. Todas las fuerzas políticas convergieron alrededor de una nueva Constitución. Pero, además, el movimiento constituyente se legitimó jurídicamente por la Corte Suprema de Justicia con la exequibilidad de los decretos de dos presidentes, Virgilio Barco y César Gaviria, con los que se reconoció la votación popular en favor de la Asamblea y se convocó su realización.
Lo que hoy se está gestando es una democracia plebiscitaria, no constitucional. Que no se legitimará con el resultado de las urnas. No. Las decisiones de los gobernantes y las decisiones del pueblo se legitiman respetando la Constitución Política. Y la Constitución manda que estemos amarrados al mástil. Participación sí, no populismo. Participación sí, por los cauces institucionales.
Afortunadamente la justicia es nuestra salvaguarda y nos mantiene amarrados al mástil. El Consejo de Estado suspendió provisionalmente de urgencia el Decreto 0639 por “infracción de disposiciones constitucionales y legales”. Esperamos también qué decisión toma la Corte Constitucional en ejercicio del control de constitucionalidad sobre los mecanismos de participación ciudadana.
Alivia la prudencia del señor registrador de dejar en manos de la justicia la decisión sobre la realización de la consulta. Obra bien como representante del órgano autónomo e independiente responsable de garantizar elecciones y mecanismos de participación materialmente libres.
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