Las 28 horas en que el Ejército convirtió la Casa del Florero en centro de tortura

El relato de un exagente de inteligencia refuerza las hipótesis sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las Fuerzas Militares de Colombia en noviembre de 1985

Fotografía tomada por Rafael González que hace parte de la exposición 'Registros Inéditos, Espacios Sensibles' muestra a varios militares fuera del Museo de la Independencia, durante la toma del Palacio de Justicia, en Bogotá.ANDRÉS GALEANO

Dos pancartas cuelgan del balcón verde en la conocida como Casa del Florero: “Esos días no fuimos museo”, se lee en letras negras. Un poco más abajo, se detalla la fecha de los hechos: 6 y 7 de noviembre de 1985. Este mes se cumplen casi cuatro décadas. Se trata de una postal y un reflejo del estado de cosas en un lugar histórico de Bogotá. Un casón esquinero donde el 20 de julio de 1810 se desató uno de los múltiples focos revolucionarios que dieron pie a la revuelta contra la corona española y, años después, a la independencia de Colombia.

El Museo de la Independencia, como hoy se conoce, está en pleno corazón político del país. A escasos metros de las altas cortes y de la residencia presidencial. En aquellos días de 1985 citados en la pancarta, la guerrilla del M-19, donde militaba el hoy presidente Gustavo Petro, se tomó el vecino Palacio de Justicia. Aquel día anodino de cielo plateado se convirtió en una crónica del horror. La respuesta del ejército para recuperar el control de la sede judicial aún ronda la memoria del país suramericano. Fue un asalto feroz. Las llamas arrasaron las instalaciones y, tras 28 horas de combate con tanques, ametralladoras, helicópteros, fusiles y granadas, fallecieron casi un centenar personas, entre las cuales hubo 11 desaparecidos.

Museo de la Independencia, en Bogotá, el 15 de noviembre de 2024.ANDRÉS GALEANO

Entre los muertos figura el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía y otros once magistrados, varios de ellos considerados entre los mejores jueces de su generación. Guerrilleros. Empleados de la cafetería. Secretarias, escoltas, conductores. Algunos fallecieron carbonizados. Otros por asfixia. No se puede saber con certeza la cantidad de información judicial que se perdió. Pero la verdad sigue emergiendo a cuentagotas.

José Dorado Gaviria era en ese entonces miembro de la inteligencia militar. El pasado 6 de noviembre, en entrevista con la revista Cambio, explicó que el desaparecido magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán salió con vida del Palacio de Justicia: “Sé que él fue trasladado, así como varios magistrados, a la Casa del Florero y desde ahí fue dispuesto a una parte cercana adonde nosotros también teníamos salas de entrevistas”. La declaración forma parte de una conversación de casi dos horas con la hija del juez, Helena Urán. Autora del libro Mi vida y el Palacio (Planeta), la también académica ha sido una de las más férreas abanderadas de clarificar la tragedia.

La nueva revelación, a falta de mayores verificaciones, no es menor. Es, acaso, la primera vez que un exagente da su testimonio de forma abierta en un medio acreditado. Su relato además refuerza las hipótesis de otros estudios. Como el de la Comisión de la Verdad, que en 2021 reconstruyó los sucesos en la Casa del Florero con la ayuda de un grupo de investigación forense digital británico. La conclusión: “El análisis hace legible la logística e infraestructura de la desaparición forzada, considerando tanto la violencia contras las personas como la violencia contra la evidencia”.

Una paradoja teñida de sangre en el casón que fue símbolo de libertad y unión durante casi dos siglos. Todo inició en 1810 con un asunto banal, pero cargado de veneno: el préstamo de un florero, propiedad del comerciante gaditano José Gonzalo Llorente, para una recepción. Su rechazo, que se daba por descontado, desembocó en una bronca que, según los textos de historia, sirvió como semilla para caldear los ánimos y encender una de las primeras mechas contra el virreinato y el proceso decolonial.

Tras muchas vueltas en el tiempo, y algunos años de abandono a principios del siglo XX, el discreto inmueble esquinero se convirtió en museo en 1960. Un cuarto de siglo más tarde, en 1985, el interior de la Casa del Florero sirvió como centro de tortura durante dos días. Ese mismo lugar por donde hoy pasan miles de transeúntes sin apenas reparar en las múltiples mordeduras de la historia.

Interrogatorios en el Salón Antonio Nariño

Un guía le explica a una tropa de turistas franceses la importancia del lugar frente a la puerta de la Casa del Florero. A pesar de que el museo se halla cerrado por ser festivo, el ajetreo de la Plaza de Bolívar no cambia. Frente a un puesto de venta ambulante con artículos de cuero, bajo una sombrilla roja, se halla el reportero Hernando León Vanegas, de 70 años. Desde principios de los noventa cubre el Congreso. Su discurso divaga entre hipótesis sobre el papel de la ultraderecha, la intervención de Pablo Escobar en los hechos y teorías matemáticas que engarzan las fechas de 1810 con las de 1985: “Ese día logré acercarme a la plaza porque tenía amigos en los medios”, sentencia.

Asegura que la zona estaba acordonada, pero que era evidente la intensidad de los movimientos que se concentraban en la esquina donde ahora desanda sus pasos. Ya era un secreto a voces que el ejército empezó a “meter gente al ‘florero’ porque necesitaban evacuar el Palacio para bombardearlo. Había heridos inocentes que los tiraron en el patio”, remata. Este mes se celebra, precisamente, el mes de la memoria. “Nuestras narrativas sobre estos hechos se trabajan como acciones de reparación”, precisa la directora del museo, Elvira Pinzón.

“Los pendones, que ubicamos afuera, generan inquietud sobre unos hechos de violación a los derechos humanos que no deben repetirse”, agrega. La exposición permanente enseña una maqueta descriptiva de la toma y proyecta videos de los sucesos. Hasta el próximo 6 de diciembre, además, se presenta la muestra Registros inéditos: espacios sensibles con fotografías desconocidas de Rafael González, reportero del tabloide El Espacio. Pinzón concluye que un museo jamás debería ser convertido en centro de operaciones militares. Menos aún, de torturas, interrogatorios u otros tratos crueles.

Maqueta realizada por Forensic Architecture, reconstruye los hechos ocurridos entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985, durante la toma del Palacio de Justicia. ANDRÉS GALEANO

“Hay que poner todo esto en contexto”, dice Gonzalo Sánchez, historiador y doctor en Sociología por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. “Hay lugares sagrados de la memoria violentados, como el Museo de la Independencia. De la liberación de las cadenas de la monarquía española se convirtió en un lugar de encierro y de tortura. Todo lo contrario a un grito de libertad”, agrega.

La doctora en Historia por Oxford Margarita Garrido recuerda que la casa también fue utilizada como parapeto de francotiradores en 1985, mientras el Gobierno del conservador Belisario Betancur (1982-1986) ordenaba bloquear la transmisión en directo de la toma para reproducir en su lugar un partido de fútbol intrascendente: “Los museos son lugares de memoria en sí mismos. Cambian. Y así tiene que ser porque las preguntas que se hace la sociedad se transforman. En este caso creo que hubo una profanación terrible. Lo que relata el exagente de inteligencia [José Dorado Gaviria] es que desde que los sospechosos de colaborar con la guerrilla fueron capturados, se sabía que era para matarlos. La idea era que nadie saliera vivo”.

La Casa del Florero fue utilizada como lugar de criba de los servicios de inteligencia del ejército para identificar a las personas que debían ser trasladados a otros batallones. En las caballerizas y otras dependencias se completaron los interrogatorios con técnicas represivas extraídas de los manuales de la Escuela de las Américas estadounidense. Hoy se sabe, sin embargo, que la sala Antonio Nariño del museo, en honor al primer traductor en la Nueva Granada de la declaración universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, también sirvió para encerrar a rehenes “especiales”. Los testimonios de algunos sobrevivientes señalan que allí, en esa habitación con nombre de humanista, hubo torturas.

Garrido explica que por siglos las ejecuciones políticas se llevaron a cabo a la luz del día como fórmula de escarmiento: “Durante la Inquisición, hasta finales del siglo XVII o principios del XVIII, la iglesia recurrió a la tortura para obtener confesiones. Más tarde, a finales del XVIII a los comuneros los ejecutaron en la plaza pública a fin de evitar brotes de rebeldía. Y en la Guerra de los Mil días hubo muchas ejecuciones, algunas de ellas extrajudiciales”.

Un tanque del ejercito colombiano entra por la fuerza al Palacio de Justicia, en Bogotá, el 6 de noviembre de 1985, en una foto de archivo.San Francisco Chronicle/Hearst N (San Francisco Chronicle via Gett)

Pero la retoma del Palacio de Justicia, agrega, trasluce otras características. Se encuadra dentro de la denominada “lucha contra el enemigo interno y el marxismo”. Una política regional pilotada desde Washington que generalizó las torturas de sótano, con los agentes apostados en las calles vestidos de paisanos. Alguno, incluso, enfundado bajo el peto distintivo de la Cruz Roja en el caso del Palacio de Justicia. Todo sospechoso de orbitar en la izquierda se convirtió en objetivo de la vigilancia militar. Una política que, a la postre, obligó a Gabriel García Márquez a exiliarse en México en 1981, cuando la Administración del liberal Julio César Turbay Ayala (1978-1982) apretó las tenazas.

Helena Urán ha aprovechado la coyuntura para insistir en la importancia de un acuerdo oficial con el Gobierno estadounidense en aras de desclasificar los documentos del Departamento de Estado sobre el 6 y 7 de noviembre de 1985. Un buen recordatorio de que parte importante de las piezas para configurar las historias del siglo XX latinoamericano pasan por la Casa Blanca. Juan Carlos Flórez, político e historiador, anota en todo caso que la realidad de la violencia es más honda. Sugiere, quizás, que la fuerza de los casos individuales no debería anestesiar la búsqueda de una memoria global.

“No todas las víctimas tenían el reconocimiento político y social de los magistrados”, resume, “aprovecho para recordar, en contra del clasismo y el elitismo colombiano, que aún hay muchas familias anónimas esperando conocer qué pasó con sus deudos, quién acabó con sus vidas”. ¿Alguna persona fue asesinada y desaparecida en la Casa del Florero? No se sabe con exactitud. Pero Gonzalo Sánchez concluye con una reflexión que vuelve a rebobinar y adelantar la película como en un ejercicio cinematográfico: “Hay que pensar en resignificar este lugar. Hubo una doble profanación: a un símbolo patrio, pero también al origen legitimador de las Fuerzas Armadas. Es el lugar que les da sentido, porque allí, en 1810, toma forma el discurso de las gestas de independencia. Lo de 1985, por el contrario, fue un momento de desagravio del propio Estado”.


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