9.619 kilómetros de fútbol

Crónica del viaje de un padre y sus tres hijos adolescentes persiguiendo a la selección Colombia por las carreteras de Texas, Arizona y California

Juan Carlos Echeverry con su familia en el Levi's Stadium (California), el 5 de julio.Cortesía

A las 7:45 a.m. del 22 de junio, dos días después de arrancar la Copa América, mis tres hijos y yo subimos al carro. Al final de ese día, luego de recorrer 1,432 Km, llegamos a dormir a una ciudad llamada Meridian, en Mississippi. A las 9:30 p.m., recién entrada la noche, entramos a la recepción luego de dos paradas para echar gasolina, una para almorzar y cinco sánduches dentro del carro. Habíamos partido de Bethesda, Maryland, y preferimos viajar con la luz del día, por aquello de que de noche todos los gatos son pardos. En los tiempos muertos de este viaje de varios días empecé a leer la biografía de Carlo Ancelotti, que acaba de ganar la Champions número 15 para el Real Madrid. El libro es parte fútbol y parte liderazgo, y la mejor compañía mientras perseguimos a la selección Colombia en sus tres primeros encuentros clasificatorios de la Copa América en Houston, Texas, Phoenix, Arizona, y Santa Clara, California.

Al segundo día, cerca de las 3 de la tarde, busqué un sitio en Birmingham, Alabama, que ofreciera comida con sabor local. Southern Cuisine, se llamaba; más explícito difícil. Sin embargo, uno de mis hijos, Gregorio de 16 años, pidió un Philly Cheesestake, poco sureño, y los otros, Julieta de 13 y Gabriel de 18, que este año va a la universidad, y que hace un año pidió este viaje de regalo de grado, compartieron un ribeye con macarrones y queso, poco local. Yo cumplí mi promesa de comer algo del sur, camarones con grits.

Recientemente Apple publicó una lista de los 100 mejores álbumes de la historia. Dado que en el carro íbamos a enfrentar un tire y afloje natural sobre qué música oír, acordamos una estrategia que hiciera manejables tramos largos de espacio-tiempo y música-carretera: acordamos oír álbumes completos, y no solo canciones sueltas. Así pasamos de Lauryn Hill (extraño álbum # 1 en la lista) a Anderson Paak (desconocido para mi), Michael Jackson, Frank Ocean, Adelle, Cold Play, Amy Winehouse y Grupo Niche (éste no aparece entre los 100, pero debiera). Los viejos y los jóvenes encontramos una paz musical, no sin algunos desencuentros. No hay tal cosa como una paz total.

Al segundo día pasamos por New Orleans a almorzar, luego Houston para recoger a mi esposa, Verónica, y al tercer día, según Las Escrituras, llegó el partido inaugural de la Sele. Así le dicen al equipo del técnico Néstor Lorenzo en una canción pegajosa de Ryan Castro, “El Ritmo que nos une”, que en la práctica se convirtió en la canción de la Copa América. Esos veintiséis muchachos son el objeto de nuestras esperanzas. En Houston nos juntamos con mi hermano Gonzalo, que viene de Bogotá, y su hijo Sebastián. El combo estaba completo.

“Esta no es una ocupación para los débiles de corazón”, dice Carlo Ancelotti cuando habla de los técnicos de fútbol. El ciclo de vida de un técnico en un equipo es 30 meses, por la brutal rotación y los frecuentes fracasos. Es un líder expuesto cada semana a una rendición de cuentas descarnada con 40 mil personas que no son condescendientes con ningún error que se cometa.

Pienso en lo que viene y me da sosiego recordar al técnico argentino José Pekerman, y a sus seis años al frente de la selección Colombia (2012-2018). Me doy la libertad de hacer conjeturas. Pekerman fue entrenador y campeón mundial con las selecciones de jóvenes de Argentina, de donde viene su capacidad pedagógica. A los colombianos les enseñó algo en lo que los argentinos son maestros, bajar rápido a defender cuando pierden la pelota, y hacerse fuertes atrás. Colombia ahora tiene eso. Aparte de cuatro macizos defensas, los dos centrales Lucumí (luego Cuesta) y Davison, y los laterales Muñoz y Mojica, todos técnicos y sólidos.

Un mapa del recorrido dibujado en una servilleta. Juan Carlos Echeverry

Al actual técnico, Néstor Lorenzo, le auguro entrenar a la Sele un par de mundiales y un par de Copas América; cruzo los dedos para que así sea. Al primer partido oficial llegó con 23 juegos invicta. La vimos semanas antes en el 5 a 1 contra EE. UU. Para el momento del primer partido con Paraguay ya habíamos recorrido 2.270 kilómetros. ¡Vamos Colombia!

El dos a uno contra Paraguay fue reconfortante, si bien luego del gol de Paraguay hubo minutos de tensión. Esa es la esencia del fútbol. Tener el alma colgando de cada pase, cada error y cada pelota que se pierde. El pitazo final nos devolvió el aliento.

De camino a Phoenix, Arizona, pasamos por Dallas, donde mi esposa averiguó que el restaurante Yard Bird era reconocido por tener el mejor pollo apanado con waffles, una mezcla extraña para un emblema culinario local. Esa noche equivocamos el hotel, y fuimos a uno distinto de aquel donde teníamos la reserva. Once Harleystas que estaban delante de nosotros agotaron las habitaciones. Era la una de la mañana y llevábamos 16 horas de carretera. Mis hijos dormitaban sobre los sofás de la recepción y la señora que nos atendió dijo cordialmente que no había solución. Estábamos como José y María en la noche de Navidad. Llamé a otro hotel, cruzando la calle, y allí había camas. Al otro día encontramos un pelo sospechoso en la ducha mal lavada, cosa que le conté al manager. Nos dejó gratis una de las dos habitaciones, y así cerramos nuestra conexión con ese hotel.

En Phoenix todo salió como debía. El hotel, la comida y el partido con Costa Rica. De nuevo el estadio era amarillo y nuestros puestos quedaban cerca a la gramilla. Cantamos el Himno Nacional a grito herido, con la mano en el pecho, como los jugadores, y gozamos una Colombia que tocó, dominó, metió goles, celebró y nos emocionó. Al final Verónica, cuando la Sele ya iba en dirección de los camerinos, dice haber recibido un saludo del hombre del día, el delantero Jhon Córdoba, que produjo el penal y luego metió un zapatazo de antología para el 3-0. Gregorio hizo contacto visual con Lucho Díaz, la gran estrella de Colombia, le pidió la camiseta, a lo que Lucho hizo un gesto querido, pero que, nah, tal vez no, todo bien bacán. Richard Rios le dió la camiseta de repuesto a un hincha al lado suyo, pero mi hijo no corrió con tanta suerte.

En el hotel vi en el celular tres resúmenes del partido. Ese triunfo tan contundente pagó todos nuestros esfuerzos. Fuimos a una cervecería a celebrar y a ver el partido de Brasil y Paraguay. Había varias mesas de colombianos, y en una estaba Ángel Custodio Cabrera con su familia, ex 9 de Millonarios, profesión que abandonó por una lesión, excongresista de La U, exministro de trabajo y gran tipo.

Al llegar a Los Ángeles, habíamos completado 4,470 kilómetros de carretera en una manejada de aproximadamente 47 horas, con muchas paradas a tanquear gasolina, comprar botellas de agua bien fría, gomitas de osos, lombrices ácidas azucaradas, chicharrones de paquete, tarros de té frío Arizona para mis hijos, un número indecible de canciones y, en las bancas de atrás del carro, muchas películas en los celulares. Allí los Posada se sumaron al combo, familia que vive en California. Íbamos tres carros en dirección a Santa Clara.

Ancelotti dice: “Todo el mundo tiene la voluntad de ganar, pero sólo los mejores tienen la voluntad de prepararse para ganar.”

La expectativa frente al partido contra Brasil era enorme, llena de ganas y respeto. Si bien el equipo actual tiene más cracks que cohesión, y no logra aún ser el scratch del jogo bonito de antaño, son Brasil y aplastó a un Paraguay digno y corredor. Colombia tenía que ser suficiente, como lo fue en Barranquilla hace meses, cuando los derrotamos 2-1, primera vez en una eliminatoria, con dos goles de Luis Díaz. Repasamos el vídeo de ese partido para llenarnos de esperanza. Sí se les pudo ganar, no era descabellado mantener el invicto y pasar de primeros en el grupo; o inclusive ganar.

Juan Carlos Echeverry con su familia, durante el recorrido.Cortesía

“A Brasil hay que meterle dos goles, para que le valgan uno a Colombia,” sentenció Gregorio una vez terminado el encuentro con empate a un gol. Lo más notable en la tribuna sucedió con un brasileño orgulloso que estaba cerca nuestro. Ante el golazo de Raphina, en un tiro libre impecable por la esquina izquierda, que el portero Vargas no alcanzó a desviar, en una estirada que nos quedó en la retina. Ante el silencio que cayó sobre la hinchada colombiana, el brasileño optó por mostrar con arrogancia las cinco estrellas del pentacampeón que llevaba en su pecho y abrir soberbiamente los cinco dedos de la otra mano. Nos tragamos el insulto. Pero él tuvo que tragarse una avalancha de manos acusadoras y gritos por el gol de cabeza de Davinson Sánchez. Qué gritería y sed de revancha se apoderó de los que estaban al lado suyo. El gol fue anulado.

Nos tragamos la derrota muchos minutos más, hasta antes del final del primer tiempo, cuando Daniel Muñoz hizo templar la red que defendía el portero Alisson. Gritamos, nos abrazamos, regamos agua, chocamos puños con extraños, besamos a la esposa y fuimos entrañables por un minuto maravilloso. De nuevo en nuestra tribuna apabullaron al de las cinco estrellas. Poco después se fue y nunca volvió.

Ancelotti dice que al nombrar a un líder se debe preguntar para qué lo traen al equipo: si para mantener una cultura o para crear una nueva cultura. “La cultura come estrategia al desayuno”, escribe. Sin la cultura correcta, el equipo no funciona. El técnico Lorenzo, imagino, fue traído para revivir y mantener una cultura de juego técnico, mística y buena preparación física que viene desde Pacho Maturana, y que alcanzó un nivel superior bajo Pekerman.

Allí, en el segundo tiempo afanoso y los últimos cinco minutos de espanto contra Brasil terminó la parte de ida de nuestro viaje a acompañar a la Selección Colombia. Algunas estrellas aguantan banca y otras corren, pasan con exactitud científica y tocan con arte, atacan y fulminan, o defienden como gatos paras arriba. Qué dicha nos han dado en estos catorce días de carretera y expectativas. Qué imborrables recuerdos nos dieron esos 9.619 kilómetros de fútbol.

Al regreso, cruzamos Estados Unidos de oeste a este, justo por el medio del país, y seguimos viendo por celular partidos de las copas América y Euro. El mejor anuncio de la carretera lo vimos en Nebraska: “Área de prisión, prohibido recoger personas haciendo autoestop.”

Ya en casa, vimos por televisión el partido con Uruguay. Los uruguayos consideran que Colombia se volvió su verdugo, desde el 2-0 en el Maracaná en el mundial de Brasil en 2014. Con tremendo sufrimiento repetimos la gesta en esta ocasión, con el 1-0 defendido por diez titanes, y la inteligencia del cuerpo técnico con los cambios.

Es la primera vez que hacemos un viaje tan largo siguiendo al fútbol, y ya empezamos a pensar en el mundial del 2026, momento en que ojalá recuperemos el sosiego en Colombia y mantengamos la esperanza en la Sele y en el futuro. ¡Vamos Colombia por esta Copa América 2024!

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