Colombia debate cómo cerrar su guerra
El sistema de justicia transicional colombiano es admirado a nivel internacional pero se ha convertido en un complejo laberinto judicial. Antiguos miembros de las FARC y paramilitares proponen ahora un nuevo tribunal de cierre
Aunque existe más o menos un consenso sobre cuándo se empezó a escribir la compleja guerra colombiana, entre 1948 y 1964, aún no existe un consenso sobre cómo ponerle su punto final. A pesar de que los dos grupos armados más grandes y poderosos del conflicto armado se desmovilizaron—los paramilitares en 2004 y la guerrilla de las FARC en 2016— los antiguos comandantes de esos dos ejércitos han expresado recientemente su descontento con los procesos de justicia transicional a los que se acogieron: Justicia y Paz para los paramilitares; la Jurisdicción Especial para la Paz, o JEP, para los guerr...
Aunque existe más o menos un consenso sobre cuándo se empezó a escribir la compleja guerra colombiana, entre 1948 y 1964, aún no existe un consenso sobre cómo ponerle su punto final. A pesar de que los dos grupos armados más grandes y poderosos del conflicto armado se desmovilizaron—los paramilitares en 2004 y la guerrilla de las FARC en 2016— los antiguos comandantes de esos dos ejércitos han expresado recientemente su descontento con los procesos de justicia transicional a los que se acogieron: Justicia y Paz para los paramilitares; la Jurisdicción Especial para la Paz, o JEP, para los guerrilleros y la fuerza pública. Tribunales donde, a grandes rasgos, confiesan sus crímenes ante las víctimas de la guerra y pueden recibir a cambio penas alternativas de cárcel. Pero en ninguna de las dos jurisprudencias, dicen, parece vislumbrarse aún el punto final del conflicto— o de sus casos. Más bien, consideran, parecen abrirse nuevos laberintos.
Son tribunales que “deben tener una vocación de tribunal de cierre, de lo contrario seguiremos alimentando el círculo vicioso de nuestras violencias”, escribió en una carta Salvatore Mancuso, ex comandante paramilitar que regresó la semana pasada a Colombia después de más de una década en una cárcel de Estados Unidos. Se acogió a Justicia y Paz en 2006. “Nos preocupa es que vamos a morir debiéndole al país”, dijo días antes Pastor Alape, antiguo comandante de las FARC, a la revista Semana. “No se vislumbra el cierre de todo esto”, añadió su compañero Joaquín Gómez. Los dos están en la JEP desde 2018.
Estos deseos de cierre también los ha expresado el Gobierno, a principios de año, en boca del canciller, Álvaro Leyva, frente a la ONU. “Ha surgido la idea, entre negociadores contemporáneos de paz, que bien vale la pena ir pensando en un tribunal, en una corte híbrida, para eventualmente encontrar un mecanismo de cierre definitivo, un pasar de la página”, dijo en enero el ministro, antes de que fuera suspendido temporalmente de su cargo por otros asuntos.
El sistema de justicia transicional colombiano, con sus complejidades, es también uno de los más admirados del mundo. El fiscal de la Corte Penal Internacional hace dos años cerró su proceso en Colombia porque consideraba que el Estado colombiano estaba haciendo un trabajo “imaginativo y funcional” para juzgar los crímenes del conflicto armado cumpliendo satisfactoriamente con los valores del Estatuto de Roma, algo que también ha aplaudido la misión de la ONU en Colombia. “Colombia tiene la experiencia internacional más valiosa en crear mecanismos, jurisprudencia, para juzgar y para reparar a las víctimas, y esa experiencia no es nada despreciable”, dice a EL PAÍS el senador oficialista Iván Cepeda, víctima de la guerra, y quien ha dedicado su carrera a promover procesos de verdad y memoria en el país.
Hay dos razones por las que estas críticas a los tribunales transicionales ocurren en este momento. La primera es que ahora hay un Gobierno dispuesto a escucharlas. En la Presidencia anterior, del uribista Iván Duque (2018-2022), las antiguas FARC no lanzaban dardos a la JEP por ser lenta o compleja. La defendían sin titubeos ante los esfuerzos del uribismo de “hacer trizas” el acuerdo de paz. La JEP sobrevivió a esa Administración y llegó la de Gustavo Petro, que le dio todo su respaldo. Ahora, las antiguas FARC señalan más tranquilamente lo que no les gusta. Saben que ahora hay alguien que está pendiente. “La principal finalidad del Gobierno es llegar a la verdad de todo lo que ha ocurrido en el conflicto armado, reparar a las víctimas y que no haya impunidad. Si una ley llamada punto final es compatible con eso, podríamos analizarla”, dijo en rueda de prensa el ministro de Justicia, Néstor Osuna, en respuesta al debate. A este también se han sumado el expresidente Uribe (”La ley de punto final es inaplicable en Colombia. De manera pública he propuesto una amnistía política”) o el exministro de Justicia Yesid Reyes (”la JEP es minimalista por naturaleza. Si esta última pretende establecer la verdad de nuestra confrontación armada interna, excederá los límites de su mandato”), entre otros.
La segunda razón por la que el debate por el punto final llega ahora es que, efectivamente, la justicia transicional puede tener unas metas muy ambiciosas y loables, pero también se ha convertido en un laberinto sin salida. Justicia y Paz lleva casi 20 años en funcionamiento y no ha tramitado aún el 50% de los hechos criminales de los que han sido señalados los paramilitares. Mancuso lleva casi dos décadas dando versiones libres y, si nada cambia en el funcionamiento de ese sistema, durará muchos años más respondiendo por haber sido un comandante de los paramilitares. La JEP, que tiene 10 años para la investigación de macrocrímenes, arrancó a funcionar en 2018 y no ha logrado emitir su primera sentencia. Sí ha abierto, en cambio, nuevos macrocasos para investigar y juzgar a los máximos responsables desde el punto de vista étnico, o de género, o económico. Al ritmo actual de trabajo, los magistrados de la JEP difícilmente podrán tener sentencias para los 11 macrocasos que ha abierto en los cinco años que quedan.
También hay otras fallas más inmediatas. Con el acuerdo de paz con las FARC se desmovilizaron unas 13.000 personas y la mayoría tenían derecho a amnistías para poder reintegrarse a la vida civil—a menos que tuvieran investigaciones penales pendientes. “En estos siete u ocho años solamente se expidieron 600 amnistías. A este ritmo demoraríamos 50 años”, critica uno de los excomandantes de las FARC, Rodrigo Granda. La JEP ha estado colapsada en este punto, lo que ha afectado sobre todo a los guerrilleros rasos.
Gina Cabarcas, experta en justicia transicional y directora de la oenegé Laboratorio de Justicia y Política Criminal, entiende estas frustraciones como un resultado esperable dada la compleja naturaleza de la justicia transicional. “Estos mecanismos son siempre muy difíciles por la masividad de los hechos a tener en cuenta: si a la Fiscalía llegan, por año, alrededor de un millón y medio de noticias criminales, acá estamos hablando de ocho millones de desplazamientos, o más de 300.000 homicidios”, explica. A pesar de que ya se hayan agrupado cientos de hechos violentos en los macrocasos, la cantidad de delitos hace probable que cualquier sistema se desborde. “Y segundo, los mecanismos de justicia transicional siempre tendrán un reto muy grande: se debaten siempre entre el derecho penal y ser tribunales para la paz; quieren garantizar la justicia y al mismo tiempo ser escenarios de paz. Armonizar esas dos cosas es un desafío muy grande”, añade.
Las FARC y excomandantes paramilitares como Mancuso, sin embargo, pueden aparecer como cínicos en este debate porque, a pesar de la complejidad, la justicia transicional les ha otorgado unos beneficios excepcionales, que ningún otro ciudadano tiene en Colombia. El exparamilitar fue condenado a 8 años de cárcel en Justicia y Paz, en lugar de los 40 años que hubiera tenido en la justicia ordinaria (la justicia norteamericana, sin embargo, lo condenó a más de una década por el delito de narcotráfico). Las FARC tendrán penas alternativas por confesar la verdad de sus crímenes. El camino es largo y el punto final esté lejos. Pero contar la verdad de un conflicto de décadas ante millones de víctimas difícilmente podría ser un proceso exprés.
Otros dos factores, más complejos aún, impiden llegar al punto final de la guerra. Por un lado, ningún tribunal cobija aún a los terceros civiles involucrados en el conflicto: poderosos empresarios o políticos, por ejemplo, que han sido señalados por los actores armados, pero que no pueden acogerse a la justicia transicional. Inicialmente, la JEP se contemplaba como un tribunal de cierre, pero la negociación en La Habana y la Corte Constitucional truncaron esa posibilidad. La deuda con ese lado crucial de la verdad del conflicto sigue abierta. Y, para volver el tema del cierre aún más complicado, el conflicto no ha terminado. Aunque miles de paramilitares y guerrilleros se desmovilizaron, hay seis grupos armados o bandas criminales activas en el país negociando actualmente con el Gobierno. En la mesa de negociación con el ELN, por ejemplo, uno de los puntos previstos a discutir es cómo van a responder ante las víctimas. ¿Con un nuevo tribunal? ¿Uno que prometa el cierre definitivo? ¿Uno que incluya a los terceros civiles? ¿Uno que simplifique amnistías y macrocasos? El cierre de este libro aún se vislumbra muy lejos.
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