La facción más conservadora del Congreso agita las banderas del miedo contra la regulación del cannabis
El proyecto impulsado por el ala progresista del partido Liberal naufraga en medio de una enorme confusión sobre su alcance
La del martes en la noche ya es la quinta acta de defunción decretada al proyecto de reforma a la Constitución que abría el camino para regular el mercado del cannabis de uso adulto en Colombia. Una satisfacción más para los congresistas de un bloque multiforme, no solo de derechas, cuyo pegamento ideológico se amalgama en viejos imaginarios culturales relacionados con el mundo de las drogas. El fracaso de la reforma en el Senado constituye, además, un...
La del martes en la noche ya es la quinta acta de defunción decretada al proyecto de reforma a la Constitución que abría el camino para regular el mercado del cannabis de uso adulto en Colombia. Una satisfacción más para los congresistas de un bloque multiforme, no solo de derechas, cuyo pegamento ideológico se amalgama en viejos imaginarios culturales relacionados con el mundo de las drogas. El fracaso de la reforma en el Senado constituye, además, un duro revés para el futuro de un negocio con síntomas de naufragio en su línea para fines medicinales. En últimas deja al descubierto heridas mal suturadas de los días más sangrientos de los carteles del narcotráfico.
Para complicar las cosas, la discusión tiene raíz en varias paradojas. Y es que a pesar de que la Corte Constitucional colombiana legitima el porte de la dosis personal de marihuana, la producción y el comercio siguen siendo ilícitos: “Lo cual genera una situación muy ambigua para los consumidores que, por un lado, pueden llevar legalmente su dosis mínima de 20 gramos de marihuana por la calle, pero por el otro deben acudir de forma soterrada al microtráfico para proveerse de una dosis”, explica el veterano congresista independiente Humberto de la Calle.
Se trata de un país con dos formas de verse en el espejo. El de la Corte Constitucional, que se ha caracterizado desde la implementación de su carta, en 1991, por una interpretación liberal de la realidad; y el de un parlamento que suele ir dos o tres pasos rezagado en estos debates. Bastaba con observar, el martes en la noche, la retórica agitada de congresistas como Miguel Uribe, del derechista Centro Democrático, para constatar la división que genera. “Son posiciones principistas, que giran en torno a las viejas ideas de que las drogas generan catástrofes, ponen en riesgo a la familia y son símbolo de criminalidad. Detrás de eso no hay muchos argumentos sólidos y sí convicciones religiosas muy fuertes”, explica el politólogo Yann Basset.
La falta de argumentos, sin embargo, también ha aflorado desde la izquierda. María José Pizarro, una de las ponentes, sostuvo: “Que se sepa que los narcos no solo cooptan la calles y los parques, también al Estado colombiano”, soltó en tono funerario la congresista del Pacto Histórico. “Un completo absurdo”, opina Humberto de la Calle, “opositores y abanderados del proyecto se acusan mutuamente de complicidad con el narcotráfico. Me parece que la única víctima acá es el Congreso como institución, y el debate público, por adolecer de una reflexión sensata y serena sobre un tema importante para el país”.
Al margen de las críticas de fondo sobre el contenido del proyecto de reforma constitucional, que en principio solo buscaba enmendar una contradicción en el artículo 49 a raíz de un párrafo añadido durante el Gobierno de Álvaro Uribe, para la consultora en política de drogas y seguridad Catalina Gil Pinzón, el eje argumental del bloque opositor se ha servido de una ecuación facilista que entrevera asuntos de orden y seguridad: “Es una visión tradicional. La guerra contra las drogas a nivel operativo es poco eficiente, pero a nivel de narrativa es un éxito porque invierte la ecuación. Convierte en denominador común el consumo problemático, que los datos han mostrado que es la excepción”.
Gil Pinzón empuña datos que evidencian la derrota de la estrategia militar y policiva para atajar un negocio sombrío, que año a año sigue cobrándose la vida de miles de personas, corrompiendo instituciones y costando a los Estados millones de dólares. Por eso, los analistas lamentan que los argumentos para frenar algún avance en la reglamentación conlleven posturas tan brumosas. Como la de Jotapé Hernández, opositor permanente del Gobierno a pesar de militar en la centrista Alianza Verde. Así celebraba en su cuenta de X la decisión: “¡Aún hay esperanza Colombia!! 46 Senadores hundimos el proyecto que legalizaba el negocio de la marihuana, seguiremos cuidando el país de todo proyecto o reforma que amenace con destruir nuestras familias y como tal nuestra nación. ¡Aguanta Colombia! Esta noche oscura pasará”.
Argumentos que, quizás, se replican en otros lugares del mundo. En Colombia, sin embargo, el tabú del infierno vivido por la violencia de los años de Pablo Escobar y los hermanos Rodríguez Orejuela aún pervive como un “reflejo condicionado”: “Cuando hablamos de suavizar el tratamiento al consumidor, en la mente de muchos es inevitable la asociación con el horror del narcotráfico. Es un lastre del pasado que bloquea la separación entre el tráfico y el consumo personal”, apunta De la Calle.
Nadie sabe realmente cuántas hectáreas se dedican hoy al cultivo. Su historia y desarrollo apenas cuenta con algo de bibliografía académica. Y buena parte de la atención se la ha llevado el seguimiento al microtráfico y los fumadores en las ciudades. Para María Alejandra Vélez, catedrática de Economía en la Universidad de los Andes, existe una enorme desinformación que empobrece la comprensión: “Los congresistas la han utilizado para manipular a la opinión pública en contra del proyecto. Acá no estamos hablando sobre si se debe consumir o no, o si es malo o riesgoso. Acá el punto es quién va a regular o a tramitar esos riesgos. El acto legislativo buscaba regular el mercado”.
La presión de los lobbistas de empresas de cannabis medicinal, interesados en romper costuras y colonizar el terreno recreativo, no ha bastado para destrabar el trámite. Un hecho que más de un estudioso lamenta en esta ocasión. Su avance había sido positivo, dicen, para la salud pública, la disminución de la violencia en el campo y el desarrollo rural. “En Colombia hemos narcotizado la agenda de seguridad”, argumenta Catalina Gil Pinzón, “y pensar en una regulación del mercado para el sector más conservador se sigue interpretando como un acto de rendición hacia los mayores enemigos de la sociedad”. Con todo y la evidencia acumulada durante décadas: la prohibición no ha sido capaz de frenar ni la violencia ni el mercado ilegal.
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