Palabras excrementales

Los milagros de la tecnología, en materia de comunicaciones, no hacen sino devolvernos a la época de las cavernas. Somos salvajes disfrazados de gente

lerbank (Getty Images)

Hace unos años era virtualmente imposible comunicarse con un periodista de manera directa. La gente escribía cartas a mano, quizás en máquina de escribir, y las enviaba a la dirección del medio de comunicación, con la esperanza de que la nota llegara a las manos adecuadas y no terminara en una caneca. Aparte de eso, las probabilidades eran de una en cientos de miles: encontrarse con el periodista en un mercado o centro comercial, quizás en la fila del cine; ser taxista y descubrirlo en el asiento de atrás; co...

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Hace unos años era virtualmente imposible comunicarse con un periodista de manera directa. La gente escribía cartas a mano, quizás en máquina de escribir, y las enviaba a la dirección del medio de comunicación, con la esperanza de que la nota llegara a las manos adecuadas y no terminara en una caneca. Aparte de eso, las probabilidades eran de una en cientos de miles: encontrarse con el periodista en un mercado o centro comercial, quizás en la fila del cine; ser taxista y descubrirlo en el asiento de atrás; conocer al amigo de un conocido de un primo de otro conocido que le llevara la razón al periodista.

Luego, con el nacimiento del correo electrónico, se acortaron las distancias. La gente comenzó a contarles sus problemas a los periodistas, a hacer peticiones de intermediación con funcionarios y entidades estatales, a denunciar hechos de corrupción o a opinar, y todo con más facilidad. Aun así, muchos correos no llegaban a la persona correcta o, como sigue sucediendo, no encontraban respuesta de parte de los destinatarios.

En época de redes sociales (especialmente Twitter, en Colombia), las cosas se hicieron más expeditas, gracias a varios factores, entre ellos la adicción que generan estos sistemas en los periodistas (consultando o escribiendo varias veces al día) o el hecho de que se tiende a contestar, pues el texto del remitente ha dejado de ser algo privado y pueden verlo miles de personas. Y presionan por una contestación.

Hemos llegado a un estadio que debería ser muy positivo, esto es, que cualquier ciudadano puede contactar a la mayoría de los periodistas, pero, también, a las personas que tienen que ver con sus necesidades. A través de las redes, es sencillo conectarse con ministros, alcaldes, comandantes de Policía y Ejército, gobernadores, directores de entidades, líderes sociales, organizaciones no gubernamentales, empresarios o funcionarios oficiales.

Nunca se había dado tal posibilidad, desde que hace más de 5.000 años una revolución agraria empoderara a los sumerios. Un hito para las comunicaciones, más poderoso que el telégrafo, la radio, la interconexión satelital, la televisión, el fax y los teléfonos: comunicarse con quien uno quiera y expresarse de manera pública frente a una inmensa parte de la sociedad. Las redes encogieron al mundo y metieron a la humanidad en el mismo corral digital.

¿Y qué hemos hecho con esa sorprendente herramienta? Sencillo: darnos con ella en la cabeza. Lo menos grotesco que hacemos es imponer el prejuicio y señalar a la gente de soberbia o petulante. De allí en adelante, una revisión de cualquier día en redes indica que escribimos a quienes influyen en nuestro futuro para calificarlos como delincuentes, “torcidos”, ladrones, traidores, vendidos, ignorantes, corruptos o ineptos. Entramos en la vida de los demás atropellando, humillando, violentando; incluso amenazando de muerte. A pesar de que muchas cuentas son manejadas por jefes de prensa, community managers o terceros, el mensaje suele llegar al sujeto de nuestras palabras. Palabras que están debidamente impregnadas de veneno o excremento.

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El abogado y catedrático Nelson Remolina Angarita relataba cómo había escuchado en una entrevista radial que alguien defendía el derecho a insultar (y el de los demás a insultarlo), siempre y cuando no se entrara en los terrenos de la amenaza. Planteaba entonces Remolina: “¿Tenemos el derecho de ofender a los demás? ¿Agraviar a las personas es una finalidad de la libertad de expresión? ¿Insultar no es otra forma de violencia? ¿Es legítimo insultar a los demás, porque la Constitución garantiza el derecho al libre desarrollo de la personalidad?”. Creemos tener respuestas para estas preguntas, pero la realidad del día a día nos demuestra que no hay cómo resolverlas de manera satisfactoria y civilizada.

Quizá deba pensar el Gobierno del presidente Gustavo Petro en incluir el uso de la palabra como escenario de trabajo en la construcción de la paz total. Porque hemos logrado firmar la paz con grupos delincuenciales y temibles como las FARC, y estamos gateando en la tarea de hacer lo propio con el ELN y otras podredumbres, pero no hemos podido lograr algo de sosiego al extender nuestras lenguas bífidas en las redes.

Y las redes no las hacen marcianos; las alimentamos con odio todos. Esos que mienten, insultan y calumnian en Twitter somos nosotros.

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Retaguardia. Marchas multitudinarias contra las reformas del presidente y su manera de gobernar. Solo un necio no tomaría atenta nota.

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