De Alligator Alcatraz a Cancún, el largo viaje de un deportado cubano a México: “Soy como un fantasma”
Como decenas de otros emigrantes que Cuba no ha aceptado de vuelta, Pedro Lorenzo Concepción fue expulsado de Estados Unidos a México. En el Estado de Quintana Roo toma forma una comunidad de cubanos recién llegados
La mañana en que Pedro Lorenzo Concepción llegó a Cancún, resultó ser una mañana calurosa, más que las que había vivido en Miami, incluso más que las que recuerda de sus años en Cuba. Desembarcó en un ómnibus en la terminal ADO, pero no como el resto de los pasajeros, vacacionistas entusiastas en el trópico. Pedro llegaba para quedarse. Lo habían deportado de Estados Unidos a México y estaba completamente descolocado. Con el teléfono que compró en una gasolinera, hizo una llamada a su esposa en Florida. La voz le salía rota.
— ¿Y qué hago yo ahora aquí?
Vestía un pantalón negro, un pulóver también negro, una gorra de Adidas y unos tenis a los que los oficiales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) le quitaron los cordones. Una vez en México, le habían devuelto sus pertenencias y, por tanto, ese 14 de septiembre llevaba exactamente la misma ropa con la que se presentó el 8 de julio en las oficinas del ICE en Miramar, Florida, de las que solo salió para convertirse en uno de los primeros reclusos del recién inaugurado centro de detención Alligator Alcatraz, la pesadilla de cualquier migrante.
Sin saber qué rumbo tomar en Cancún, Pedro se dispuso a recorrer unas cuadras. Caminó sin conciencia de hacia dónde iba, miró sin registrar lo que veía. Era —o al menos así lo sintió él— la persona más perdida en el mundo entero. De un momento a otro se acercó un hombre, casi una aparición. “Lo miré y le dije: Gustavo, ¿pero qué tú haces aquí? Y me dijo: ‘Coño, Pedri, ¿pero qué haces aquí tú?”.
Se conocían desde 2012, desde los tiempos duros en el Everglades Correctional Institution, donde Pedro, de 44 años, cumplió una condena de tres años tras ser encontrado culpable por cuidar una casa con siembras de marihuana. Ahora estaban juntos: Gustavo había sido deportado una semana antes, y Pedro recién llegaba al lugar donde arriban casi todos los cubanos que el Gobierno de La Habana no ha aceptado en los vuelos de deportación desde Estados Unidos.
Al final de su presidencia, durante los ya lejanos días del restablecimiento de relaciones diplomáticas, Barack Obama negoció con Raúl Castro la posibilidad de que admitiera vuelos con deportados. Desde entonces, Cuba se atribuye el derecho de decidir a quién recibe de vuelta. Se desconoce el patrón de los deportados que el Gobierno cubano acepta, pero la mayoría han sido migrantes de los últimos éxodos. Hace casi una semana, el Ministerio del Interior informó del último vuelo hacia La Habana, el noveno desde Estados Unidos, con 136 migrantes a bordo, con lo que suman casi 1.000 los deportados hasta finales de septiembre pasado.
Para Pedro ha sido un alivio estar en México y no en Cuba. “Para Cuba, jamás”, dice. Incluso se siente afortunado de no haber sido enviado a África, donde han terminado algunos ciudadanos de la isla. La presidenta Claudia Sheinbaum descartó hace unos meses que México fuera a convertirse en un tercer país al que deportan migrantes de otras nacionalidades, pero decenas de cubanos han recalado allí desde que la Administración de Donald Trump comenzara su campaña de expulsiones, aunque no existe una cifra de cuántos.
Además de su amigo Gustavo, Pedro se encontró en Cancún a Ernesto, a quien conoció en el centro de Alligator Alcatraz. Ernesto le tendió la mano varias veces, cuando estaba sin fuerzas y era un cuerpo apaleado por la huelga de hambre que inició a finales de julio. Dejó de comer, dice Pedro, por él mismo, por todos los cubanos que estaban allí detenidos, y porque sentía que su vida ya no le pertenecía, sino que el ICE disponía de ella a conveniencia. No pocas veces, Ernesto lo ayudó a levantarse de la cama, o le alcanzó el teléfono para que se comunicara con su familia.
Ahora volvían a coincidir en un mismo lugar, pero más lejos de casa. Ernesto con unos amigos que lo acogieron y Gustavo en un espacio que paga con el poco dinero que tiene. Dicen que una mujer a la que llaman La Madrina les ofrece comida y cuartos baratos a los deportados, la gente nueva de la que se está poblando Cancún. Duermen apretados, en espacios en los que permanecen hasta ocho, el punto de partida para comenzar una vida de cero otra vez, para volver a ser migrantes en un sitio que no tenían en sus planes.
Mientras permanecían detenidos en Florida, les quedaba el alivio de estar aún en Estados Unidos. “Uno siempre tiene la esperanza de que algo pase y los suelten, aunque sea con un grillete”, dice, casi llorando, Daimarys Hernández, la esposa de Pedro, una manicurista de 40 años que ha perdido muchos clientes en las últimas semanas, y que sospecha que la razón sea que el ICE se llevó a su marido.
Después de casi 20 años como pareja, la confirmación de que Pedro no regresaría con ella y sus tres hijos a la casa que compraron con tanto trabajo, llegó a inicios de septiembre, cuando los oficiales se acercaron a la celda del hombre en Krome para decirle que lo iban a deportar. Pedro había sido trasladado a ese centro de detención, ubicado en Miami, luego de que las autoridades quisieran quitar el foco de la huelga de hambre que sostenía en Alligator Alcatraz, un sitio sobre el que llovían denuncias de malos tratos, hacinamiento y condiciones casi inhumanas de convivencia. El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) aseguró entonces que no había “ninguna huelga de hambre en Alligator Alcatraz”.
Pedro abandonó su huelga en Krome, luego de que los oficiales le prometieran que no estaría en una lista de deportados. A causa de los días de abstinencia, su salud se vio afectada y tuvo que ser operado de hemorroides. El 7 de septiembre, un guardia le comunicó que finalmente lo iban a deportar a México. “Le dije que no iba a firmar ningún papel de deportación, pero me dijo: ‘No, no hace falta que lo firmes, nosotros te venimos a informar que te vamos a llevar para México”.
La odisea a México
Sin ninguna explicación de hacia dónde los trasladaban, el autobús partió con cinco migrantes del centro de Krome hacia el aeropuerto de Opa-locka, de Miami. Pedro y el resto abordaron un vuelo en la madrugada que los llevó hasta Jacksonville, al norte de Florida. Allí los oficiales subieron a bordo a otro grupo y siguieron el recorrido. Todos en uniforme naranja y esposados de pies y manos.
Los recuerdos de Pedro se difuminan, pero no olvida a la mujer que iba en el avión junto a su hijo. Tras horas de vuelo aterrizaron en Texas, los condujeron hacia otro avión y partieron hacia una prisión en San Diego, California. La conciencia de que se iba de una vez de Estados Unidos, el país al que llegó como balsero en 2006, se hizo más fuerte. “Lo único en lo que pensaba era en que no iba a estar con mi esposa y mis hijos”, cuenta.
Al día siguiente, los transportaron en un autobús hacia la frontera con Tijuana. Eran un grupo de 31 cubanos, entre los que había cinco mujeres. Los oficiales del ICE, armados, les advirtieron que si no bajaban, les iban a caer a golpes. Una vez fuera del autobús, los entregaron a las autoridades migratorias mexicanas, quienes, según Pedro, los trataron como no lo hizo nunca el ICE y les dieron la bienvenida a su país. “De algún modo me sentí más tranquilo”, asegura.
Fue ahí donde conoció a Alberto, un agente federal de migración de la Garita Internacional de Otay, quien pidió cambiar su nombre por protección. Según explica, así funciona el trámite en la frontera: “El ICE nos da un documento con sus nombres, la nacionalidad, si tienen alguna condición médica. Nosotros les quitamos las esposas, les damos de comer, somos humanitarios”, cuenta. “Yo les dije: ‘Aquí ustedes no están presos, aquí están libres, esto solo es un protocolo’”. Alberto y otros oficiales partieron con 51 migrantes en autobuses hasta la estación migratoria de Ciudad de México.
Por el camino, Alberto se preocupaba por si tenían mareos, o si les dolía la cabeza. A Pedro le permitió bajar varias veces del autobús para aliviar el dolor que le causaban las horas sentado, a causa de su operación. Alberto los miraba y, dice, sentía “mucha impotencia”. “Tengo sentimientos encontrados, ellos hicieron una vida allá y acaban deportados”, sostiene. “Al final del día todos somos humanos”.
Desde la capital mexicana partieron hacia Tabasco, al sureste del país, el destino final de los deportados. Las autoridades les informaron que tenían 30 días para solicitar refugio y les advirtieron que solo podían permanecer al sur de México, previendo que intentaran cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Pedro oyó las instrucciones, salió de la estación, llamó a su esposa Daimarys, que no paraba de llorar, preguntó dónde podía agarrar un taxi, pagó 20 dólares para que lo llevaran hasta la terminal de autobuses ADO, sacó un pasaje para las seis de la tarde y al otro día llegó a Cancún.
Empezar de nuevo
El hotel Parador fue el lugar donde pasó las primeras noches en Cancún. Una camarera se ofreció a lavarle la ropa y a recibir el dinero que su esposa iba a enviarle. Pedro estaba desconcertado, apenas salía de la habitación, solo a cenar en un restaurante chino enfrente. Luego volvía al cuarto y trataba de dormir. Lo más difícil en libertad, dice, ha sido alcanzar el sueño. “A veces me despierto agitado y tiro la mano para el lado para buscar a mi esposa”.
Tres días después Pedro ya había conseguido su propio apartamento, un espacio modesto que cuenta con una terraza, una pequeña cocina, cuarto y baño, por el que paga 7.000 pesos mexicanos, casi 400 dólares, un gasto que por ahora costea Daimarys con ayuda de familiares y amigos. Hasta que él no encuentre un trabajo, será la esposa quien se haga cargo. “Es mantener dos casas”, dice ella. “Me la estoy viendo bien difícil y debo ayudarlo a que tenga un techito, a que coma, hasta que pueda tener sus documentos”. La pareja pensó incluso en vender la casa de Florida, pero acordaron que no lo harían por sus hijos.
Un amigo de Pedro se ofreció a visitarlo y a llevarle algunas de sus pertenencias desde Miami. Daimarys, quien mandó a hacer su pasaporte para ir a verlo, no recuerda momento más triste que ese en que tuvo que comenzar a descolgar su ropa del clóset. Era un hecho que su esposo ya no vivía en la casa. “Estaban todas sus cosas ahí, junto con las mías, todavía este era su lugar, pero una vez que las tuve que meter en el maletín fue muy duro”. Empacó la ropa, algunas toallas, aseo personal, pero Pedro pidió algo en particular, que no se olvidara de mandarle la camisa que usó en el cuarto cumpleaños de su hijo mayor, que no le sirve, pero que quiere conservar en el lugar en el que esté.
Pasan el tiempo telefoneándose. No mienten cuando dicen que hablan más de 15 veces al día. Pedro está pendiente de la casa, si todo está en regla, si los cuatro perros Bulldog francés que tienen ya comieron, o si los hijos ya llegaron de la escuela. Los hijos, que todavía piensan que el padre entrará en cualquier momento por la puerta. “Ellos aún no han asimilado que es algo permanente”, dice la madre. Hace poco, uno de los tres le dijo: “Mami, ¿pero si ya lo soltaron, por qué papi no viene?”. Ella le repitió que su padre no puede regresar. El hijo lanzó una idea: “Pero que venga y no salga de adentro de la casa”.
Pedro vive a las sombras bajo el sol latente de Cancún. “Soy como un fantasma”, insiste. “Es que no acepto todavía la realidad que estoy viviendo, fueron 20 años en Estados Unidos. Ahora tengo que empezar de cero, no sé cómo voy a pagar una renta el mes que viene. No quería separarme de mi familia”. La esposa cree que, cuando los hijos crezcan, se irá a México. “Mi retiro va a ser en Cancún”, dice. Hace poco cumplieron 19 años juntos, y se han prometido, para el día del reencuentro, abrir una botella de tequila y embriagarse hasta que amanezca en Quintana Roo.