Una larga conversación con Ferlosio
Durante cinco horas en una cafetería, el escritor y yo hablamos de casi todo lo humano y menos de lo divino, de drogas, del género negro en la literatura y en el cine, del estado de las cosas, tal vez un poco menos hediondo que ahora
Hace muchísimo tiempo recibí una llamada en el periódico El Mundo, en el que fui tratado dignamente, excepto por los miserables habituales y genéticos, de derechas o de izquierdas (¿qué será eso, me pregunto desde hace demasiado tiempo, cuando todo está en función de quien te pague la nómina o el cargo?), en el que la voz telefónica de alguien presumiblemente anciano me preguntaba con exquisita educación si podíamos conocernos y tomar un café. Dudoso ante encuentros imprevistos con gente desconocida me sentí mosqueado ante lo imprevisto pero esa voz era tan afectuosa que le mostré mi ac...
Hace muchísimo tiempo recibí una llamada en el periódico El Mundo, en el que fui tratado dignamente, excepto por los miserables habituales y genéticos, de derechas o de izquierdas (¿qué será eso, me pregunto desde hace demasiado tiempo, cuando todo está en función de quien te pague la nómina o el cargo?), en el que la voz telefónica de alguien presumiblemente anciano me preguntaba con exquisita educación si podíamos conocernos y tomar un café. Dudoso ante encuentros imprevistos con gente desconocida me sentí mosqueado ante lo imprevisto pero esa voz era tan afectuosa que le mostré mi acuerdo y lógicamente también le pregunté su nombre. Me dijo: Rafael y añadió después de unos segundos su apellido: Sánchez Ferlosio. Y casi se me cayó el teléfono del susto y le respondí: “no me vacile usted, el honor es para mí”.
En aquella gloriosa cita, aquel sabio en zapatillas, me traía los artículos que el había escrito sobre la televisión y también un ejemplar del último libro que había publicado. Se titulaba Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Yo me había deleitado con su impagable escritura” no precisamente con su novela El Jarama, la que le consagró como autor ilustre. Durante cinco horas en una cafetería hablamos de casi todo lo humano y menos de lo divino, de drogas, del género negro en la literatura y en el cine, del estado de las cosas, tal vez un poco menos hediondo que ahora. Ese hombre era la inteligencia, la cultura, la negación, el sarcasmo. Me invitó a ir a su casa en Coria, creo recordar que para enseñarme el abeto (o tal vez otro árbol) más antiguo del siglo. Se lo agradecí, pero no era posible. Nos despedimos afectuosamente, sin establecer futuras citas. Nunca volvimos a vernos. Pero resuena permanentemente en mi cabeza y en mi sensibilidad su título: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
Siempre fueron horrorosos y aunque tuviéramos los ojos abiertos los protagonizaba la oscuridad con pequeñas salvaciones cotidianas. Pero es difícil superar la mierda actual, instalada como siempre en el poder y acorralando a la mayoría de los seres humanos. Y podemos encontrar pequeños respiros, todo en función de si eres rico o pobre, medianamente feliz o casi siempre desgraciado. Y me da grima por boba y mentirosa la cultura woke. Pero también sé que los que pretenden abolirla son cafres que pretenden imponer lo inaceptable. Y ¿qué hacer?, que proponía Lenin, aquel fulano que implantó otra barbarie. Por mi parte solo intentar protegerme con un pecho y un plato de lentejas hasta que llegue al adiós a todo, con servar el afecto de algunas personas y que el arte me siga proporcionando algo de alegría. O sea, en estos días programadamente piadosos, vuelvo a disfrutar en soledad de películas tan maravillosas como El apartamento, El buscavidas y El hombre tranquilo.