‘It: Bienvenidos a Derry’, o el inexplicable (y malo) horror con filtros
Lamentablemente, la adaptación de Jason Fuchs del clásico de Stephen King sólo brilla cuando apuesta por el género en su estado más puro y excesivo
Ocurrió un milagro cuando Richard Price (The Wire) decidió adaptar El visitante, la última novela de terror —en su sentido más estricto, y también más recomendable, recomendable a la manera en que se recomendaría cualquiera de sus obras de los ochenta, es decir, impecable— que ha escrito Stephen King. Y es que, detrás de una adaptación televisiva de su obra había un autor que primero iba a respetar el espíritu del texto —cosa que Stanley Kubrick, pese a construir una obra maestra con El resplandor, no hizo—; y, después, iba a insuflarle su propio yo, el yo de una de las mentes pensantes detrás de The Wire, y de un puñado de también impecables novelas. ¿Ha ocurrido algo parecido con It: Bienvenidos a Derry (HBO Max)? No, ha ocurrido lo que suele ocurrir con cualquier ficción que se adapta del Rey del Terror: que resulta pretendida e inexplicablemente telefílmica.
No, It: Bienvenidos a Derry no es El visitante, ni tampoco es La historia de Lisey —series que recomiendo encarecidamente a cualquier lector de Stephen King porque no solo hacen justicia a la novela en la que se basan sino que la llevan tan lejos como el medio permite, es decir, la vuelven aún más compleja, le añaden infinidad de matices—, porque su intención es la de alinearse a la franquicia It, que trata, torpemente, de reconstruir un pasado que tiene demasiado del presente. No es únicamente que los actores —los niños de un siglo XXI en exceso centrado en la representación y el artificio, el meme— no sean en absoluto convincentes como habitantes de un supuesto Derry —ese Bangor, Maine, al que King se trasladó en la realidad para hacer con él su territorio de ficción, un Bangor que solo él estaba viendo, en su imaginación siempre retorcida— de los sesenta, es que nada lo es.
Pero no lo es no porque abuse de género, sino porque abusa de filtros. De hecho, lo mejor de It: Bienvenidos a Derry es el exceso arquetípico. Ese arranque magnífico, tan de (fabulosa) serie B en el que un niño con chupete, Mattie Clements (un convincente Miles Ekhardt en su papel dickensiano de chico perdido) acaba en el coche de una familia psicópata —la hija tontea en un tupper con un pedazo de hígado ensangrentado— en el que la madre se dispone a dar a luz a un bebé volador con aspecto de piraña y lo hace, ante el horror de Mattie y el espectador, de una manera clásica, y a la vez, nueva, porque condensa un terror viejo en una forma nueva —sobre todo, por la textura de la imagen, cálidamente digital—, y por lo tanto interesantísima.
Es decir, cuando la creación de Jason Fuchs que, por cierto, tiene al pequeño de los Skarsgård, Bill, en el papel de Pennywise, apuesta por el terror más puro, se desplaza a una dimensión única, en la que el tiempo, de alguna forma, no existe, y lo único que existe —como en It, la novela— es el miedo.
Pero cuando trata de explicarse a sí misma —inútil e innecesariamente—, base militar e inexplicable colección de filtros mediante, se estandariza, y, al hacerlo, aleja cualquier posibilidad de ofrecer algo que complemente o amplifique la novela. Al contrario, la minimiza, la simplifica.
Dice Bret Easton Ellis, el autor de American Psycho, que It era “el Ulises del terror”, y no le falta razón. Después de todo, es una obra que pretende diseccionar el miedo, en todas sus formas —Pennywise es un ente mutante, adopta el aspecto de aquello que más aterroriza a su víctima—, y ni las películas que hasta la fecha se han estrenado ni este intento de serializar el fenómeno y, de paso, darle un origen, están a la altura. O solo lo están de forma intermitente. Porque la recreación del terror en soledad —el niño ante la lámpara hecha de piel y caras humanas, por ejemplo— tiene un valor pocas veces visto en televisión —por demasiado extraño o extremo en un sentido fantástico para un producto mainstream—, pero de nada sirve si está desarticulado, si no forma parte de una trama demasiado obsesionada con lo real —y, en este caso, militar—. Una pena.