Opinión

Mayra sigue siendo nuestra

Mayra Gómez Kemp cultivó esa fama que lejos de distanciar al espectador hace que sienta que conoce a su ídolo, que es de su familia. Ese calor de hogar la sobrevive

Mayra Gómez Kemp (abajo) y las hermanas Hurtado, en una imagen del programa concurso de televisión "Un, dos, tres...responta otra vez", emitido por TVE 1.TVE

A Mayra Gómez Kemp el 23F le pilló en Prado del Rey, un lugar más seguro que el Congreso de los Diputados para verse sorprendido por el golpe de Estado, un lugar más inseguro que casi cualquier otro. Mayra llevaba pocos años trabajando, de manera intermitente, en Televisión Española. Había empezado en 1976, en el Un, dos, tres de Kiko Ledgard, como actriz; después debutó como presentadora en 625 líneas y prosiguió conduciendo el fallido Ding-Dong co...

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A Mayra Gómez Kemp el 23F le pilló en Prado del Rey, un lugar más seguro que el Congreso de los Diputados para verse sorprendido por el golpe de Estado, un lugar más inseguro que casi cualquier otro. Mayra llevaba pocos años trabajando, de manera intermitente, en Televisión Española. Había empezado en 1976, en el Un, dos, tres de Kiko Ledgard, como actriz; después debutó como presentadora en 625 líneas y prosiguió conduciendo el fallido Ding-Dong con Pajares. En enero del 81, se había estrenado como copresentadora del Sabadabadá, el programa infantil que imprimió, vía Torrebruno, el Tigres y leones en las cabezas de toda una generación. Se emitía los sábados por la mañana, pero la tarde del lunes 23 de febrero de 1981 Mayra se encontraba en el estudio grabando las canciones del programa con un grupo de niños cuando un grupo de soldados los interrumpió. Los adultos sacaron a los niños de allí, tratando de aparentar normalidad, y poco después pudieron marcharse todos.

Mayra se fue a su casa con el mandato de su jefe, el director José Antonio Plaza, de volver al día siguiente, un deseo más que una orden: si volvían el 24F era porque la intentona había fracasado. Al día siguiente todos retomaron sus puestos, pero las tanquetas seguían apostadas a la puerta de Prado del Rey. Al llegar al control de seguridad un Guardia Civil le gritó: “¡Mayra, identifícate!”, a lo que ella replicó: “Serás cachondo, si sabes quién soy, ¿para qué quieres que me identifique?”. Faltaba un año para que se convirtiera en presentadora del Un, dos, tres, pero a Mayra ya la conocía todo el mundo.

Esa fama abrumadora ya la había experimentado antes, en la sala de espera de urgencias del hospital Primero de Octubre (hasta el 88 su nombre no cambió de fecha del mes). Su marido, Alberto Bercos, se encontraba ingresado después de haber intentado suicidarse fruto de una depresión profunda y ella esperaba a que los médicos le salvaran la vida. “Por increíble que parezca, mientras yo me encontraba encogida y angustiada por la incertidumbre de no conocer el estado de mi marido, se acercaba gente para pedirme un autógrafo”, contó en sus memorias, Hasta aquí puedo leer, de donde también procede la anécdota del 23F. “Hasta que intervino una mujerona vestida de negro que se puso en pie, con los brazos en jarras y gritó: ¿No se dan cuenta de que lo está pasando muy mal? ¡Dejadla en paz!”. Mayra recordó esa vicisitud como “uno de los episodios más grotescos y a la vez hermosos que se pueden vivir en esos terribles momentos de espera”.

Mayra ya era nuestra entonces y lo fue mucho más después. Cultivó esa fama que lejos de distanciar al espectador hace que sienta que conoce a su ídolo, que es de su familia, que es suyo. Una fama hermosa y grotesca, como aquel momento. Una fama sin carné, pero ganada a pulso, que siguió disfrutando hasta su muerte. A partir de ahora ese calor de hogar la sobrevive, y permite que podamos seguir hablando de ella en presente, porque sigue siendo nuestra.


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