‘La zona de interés’: ¿comedia o drama? Dos formas de narrar la indiferencia ante lo atroz

La película de Jonathan Glazer se aleja de la novela satírica de Martin Amis para capturar su esencia sin ninguno de sus elementos. La maldad no es cosa de monstruos

Sandra Hüller, en una escena de 'La zona de interés'.

Siempre hay formas muy distintas de contar una historia por brutal que resulte. La zona de interés, novela de Martin Amis publicada en 2014, fue un bofetón a quienes defienden que nunca debe hacerse humor sobre las peores tragedias. Una comedia negra, rebosante de sarcasmo, sobre un triángulo amoroso, el de un oficial nazi, su comandante y la esposa de este, ambientada en la zona de interé...

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Siempre hay formas muy distintas de contar una historia por brutal que resulte. La zona de interés, novela de Martin Amis publicada en 2014, fue un bofetón a quienes defienden que nunca debe hacerse humor sobre las peores tragedias. Una comedia negra, rebosante de sarcasmo, sobre un triángulo amoroso, el de un oficial nazi, su comandante y la esposa de este, ambientada en la zona de interés, esto es, el área alrededor del campo de exterminio donde se ubicaban las lujosas dependencias de los jefazos, además de las fábricas donde se explotaba a los internos elegidos para producir en vez de para morir. Con otro personaje controvertido: un judío de los que colaboraban con los verdugos de su pueblo. A través de este último sabíamos lo macabro que ocurría al otro lado de la valla mientras los militares y sus familias disfrutaban de sus cócteles. La novela tuvo problemas para encontrar editorial en algunos países y recibió críticas por su tono satírico. Es genial.

La película La zona de interés, ganadora del Oscar a la película internacional y disponible en Filmin y Movistar Plus+, se apropia de la historia sin recoger casi ninguno de sus elementos. No hay humor. No hay diálogos chisposos como los de Amis. No hay una historia de amor furtivo. No hay un narrador al otro lado de la valla, donde se hacinan los que van a ser asesinados. Aquí hay sobre todo placidez, silencio (buena parte de las conversaciones se producen en segundo plano) y una imponente fotografía para retratar la vida cotidiana en la residencia, con piscina y bonitos jardines, del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss (quien pudo inspirar la novela, pero en ella se le pone otro nombre: Paul Doll). Todo lo demás ni siquiera se sugiere. Se adivina. El horror está en la mente del espectador, que conoce el contexto. Si acaso asoma en pequeños detalles, la ceniza que sale de las chimeneas, o el sonido (también ganó el Oscar de esa categoría), porque a veces se escuchan ruidos o gritos siniestros a los que esta gente no presta atención. También es genial. De otra manera.

El director, Jonathan Glazer, se podía haber ahorrado los derechos que haya cobrado Martin Amis, si no fuera porque se empapa del espíritu de una comedia negra para construir un drama de tensión nunca explícita. El mensaje es el mismo: el nazi, hasta el nazi más criminal de un régimen criminal en sí mismo, es un tipo normal, incluso vulgar, que cree que solo cumple su deber. Pero hay algo que chirría en él, y es que muestra una obscena indiferencia al destino de otros seres humanos. El exterminio es un trabajo como cualquier otro.

Höss tiene esposa, cinco hijos, una yegua y un perro que mueve la cola. Se acerca a otro perrito a acariciarlo (eso también lo hacía Hitler). Su mayor preocupación es que tiene que mudarse a otro destino pero su esposa (más indignante ella que él, por frívola) está muy a gusto allí, con su jardincito cerca de los hornos crematorios. No llegas a identificarte con ellos, claro que no, pero en ningún momento los vemos como monstruos. Porque la crueldad o el odio no son de los monstruos. Están en nosotros. No estamos tan lejos de quienes hacían tanto mal.

Para estos personajes, que sí deshumanizaron a otros, era placentero vivir sin asomarse nunca al otro lado de la valla. Nada es comparable al Holocausto, así que no está bien ir tildando de nazi a cualquier villano, ni siquiera a cualquier genocida. Pero ocurren distintas atrocidades que tienen el mismo cómplice: la indiferencia. Lo dijo Glazer en la gala de los Oscar, al recordar a las víctimas de Hamás y a los civiles gazatíes, y le llovieron palos. Acaban de contarse los 40.000 muertos en Gaza. Un ministro israelí creería “justo y moral” dejar morir de hambre a dos millones de palestinos, y lamenta que el mundo no les deje. El mensaje de Glazer es sencillo, pero aún se entiende mal.

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