Cómo recuperar el miedo a la guerra nuclear que marcó la vida de nuestros padres
La serie documental ‘Momentos decisivos: la bomba y la Guerra Fría’, en Netflix, repasa el periodo en el que el enfrentamiento soterrado de las dos superpotencias atómicas puso al mundo al borde del abismo
En los primeros compases de la Guerra Fría los niños estadounidenses eran enseñados a refugiarse debajo de su pupitre en caso de ataque nuclear. En realidad, el pupitre solo protegía del techo derrumbado de la escuela, y eso solo en el caso de que esta estuviera suficientemente lejos del epicentro de la explosión como para no ser fulminada en un instante. El pupitre, por supuesto, tampoco protegía de la radiación subsiguiente, pero nada de eso parecía importante en los años 50, unos tiempos en los que aún se veía el peligro...
En los primeros compases de la Guerra Fría los niños estadounidenses eran enseñados a refugiarse debajo de su pupitre en caso de ataque nuclear. En realidad, el pupitre solo protegía del techo derrumbado de la escuela, y eso solo en el caso de que esta estuviera suficientemente lejos del epicentro de la explosión como para no ser fulminada en un instante. El pupitre, por supuesto, tampoco protegía de la radiación subsiguiente, pero nada de eso parecía importante en los años 50, unos tiempos en los que aún se veía el peligro atómico con cierto candor.
Esta imagen, apocalíptica en su inocencia, se puede ver en la serie documental Momentos decisivos: la bomba y la Guerra Fría, dirigida por Brian Knappenberger. Un conspiranoico pensaría que los poderes ocultos de Netflix quieren prepararnos para lo peor, porque resulta un producto muy oportuno en tiempos en los que al presidente ruso Vladimir Putin le gusta presumir de arsenal nuclear a la mínima oportunidad y el ejército alemán se prepara para la guerra y hasta considera retomar el servicio militar. Tiempos en los que diferentes líderes europeos de primer rango, como Donald Tusk o Emmanuel Macron, retoman la retórica belicista, animan el rearme de Europa y quieren transmitirle a la población en toda su crudeza lo que consideran una realidad: que la guerra en el Viejo Continente vuelve a ser una posibilidad. Aunque se le hurte otra realidad: que una posible guerra nuclear no la gana nadie, sino que la pierde la humanidad entera, probablemente pagando el precio con su desaparición. La gran beneficiada, la industria armamentística. Es una nueva Guerra Fría.
Momentos decisivos está llena de horror, o sea, llena de la historia del siglo XX. Pero conviene verla para recordar que hubo un tiempo en el que la continuidad de la especie humana estuvo en juego y que, de hecho, a pesar del deshielo tras la caída de Unión Soviética, sigue estándolo, porque una cantidad absurda de armas nucleares (miles y miles) permanece en manos de las grandes potencias, fundamentalmente Rusia y EE UU, a pesar de los diferentes intentos de desarme. Conviene verla para darse cuenta de que estar en el sofá viendo tranquilamente una serie en Netflix no es una cosa que debamos dar por asegurada en un futuro donde un conflicto nuclear todavía es posible.
Juegos de guerra
Uno de los capítulos más inquietantes, el titulado Juegos de guerra, habla de los momentos de la Guerra Fría en los que el Armagedón estuvo más cercano. El más conocido es, por supuesto, la crisis de los misiles de Cuba, en 1962. Pero hay otros igual de escalofriantes. Por ejemplo, en 1980, un asesor del presidente Carter recibió una llamada en plena noche: le avisaron de que 200 misiles soviéticos se dirigían a EE UU. El asesor pidió confirmación. Le volvieron a llamar, era un error: no eran 200 sino 2.000. El asesor prefirió no despertar a su mujer, pues Washington se volatilizaría en cuestión de minutos. ¿Para qué hacerla sufrir? Cuando se disponía a telefonear a Carter, recibió una tercera llamada. Resulta que todo era una falsa alarma: un chip se había estropeado. Si Carter hubiera sido avisado y hubiera decidido responder, se hubiera iniciado un apocalipsis real.
Un problema de armarse hasta los dientes es que un error puede producir el Fin del Mundo, y ha habido varias ocasiones donde estuvimos al filo. “Si hemos sobrevivido es que hemos tenido mucha suerte”, dice un experto en la serie. Otro caso que se relata sucede en la URSS, en 1983, año que se considera el más peligroso de la Guerra Fría después del conflicto cubano.
Entonces, Stanislav Petrov, un teniente coronel de la aviación soviética, estaba en el centro de alerta nuclear temprana OKO cuando el sistema informó de que EE UU había lanzado un misil, y luego cinco más. Sin tener la certeza al 100%, es más, teniendo solo una certeza al 50%, según explica el propio Petrov en la serie, prefirió pensar que se trataba de un error del sistema: comunicó a sus superiores que la alarma era falsa y evitó así el inicio de una guerra nuclear. Acertó. Gracias a esa apuesta por la supervivencia de la humanidad, Petrov, que además era ingeniero (tal vez de ahí su intuición), ha recibido numerosos homenajes y premios. El hombre que salvó al mundo. Su carrera, eso sí, se fue a pique, porque su decisión, que dejó en evidencia sus sistemas de defensa, no gustó a sus superiores
De Los Álamos a Berlín
La serie, en nueve capítulos, hace un amplio recorrido desde la invención de la bomba en el Proyecto Manhattan (ahora tan popularizada por la película Oppenheimer) para desembocar en las tensiones típicas de la Guerra Fría: la opresiva influencia de la URSS en los países del Este y la intromisión de la CIA estadounidense, a través de golpes de Estado, para imponer dictaduras proclives donde convenía, sobre todo en Latinoamérica. Las guerras entre las grandes potencias por países interpuestos, como en Vietnam, Corea o Afganistán. Finalmente, la caída de la Unión Soviética, la expansión de la OTAN al este o la llegada Putin, a cuya biografía se dedica un amplio análisis. Como a la guerra de Ucrania, que es el punto de partida de cada capítulo: el punto más sensible, para los autores, de esta nueva Guerra Fría, el que puede desencadenar una nueva guerra en Europa o un fatídico conflicto nuclear.
El trasfondo podría ser el del determinismo tecnológico, la idea filosófica de que la tecnología determina a la sociedad y, es más, de que la tecnología ya evoluciona autónomamente, sin control humano, porque cuando un avance es posible en algún lugar se llevará a cabo. Es el caso de lo nuclear: en cuanto Lise Meitner y Otto Hahn descubrieron la fisión nuclear, parece que la tecnología cobró vida propia, incluso en contra de los intereses humanos. Los estadounidenses desarrollaron la bomba para adelantarse a los nazis (que abandonaron pronto el proyecto), los soviéticos lo hicieron, espías mediante, para no quedarse atrás, y así la escalada nuclear fue sucediendo. A los líderes mundiales les horrorizaban íntimamente las armas nucleares, pero su desarrollo parecía inevitable, indiferente a la voluntad humana, y ese desarrollo condicionó la política mundial por décadas, y todavía lo hace.
La pregunta más importante que suscita la serie es si una generación que no ha vivido el horror de las guerras mundiales y la Guerra Fría está lo bastante concienciada, desde una (relativamente) cómoda sociedad de consumo, información y (menguante) bienestar, como para evitar el desastre final. Porque, cuando uno ve estos capítulos, no puede dejar de pensar en adónde huiría si se declara una guerra nuclear, cómo se caerían los servicios públicos, la red eléctrica, internet, cómo sería sobrevivir en una sociedad sin ley, si sería conveniente escapar de las capitales a las provincias, si valdría más la pena morir instantáneamente y sin dolor en el epicentro de una explosión o sobrevivir en un mundo de escombros y radiación. Qué harían nuestros hijos, cuánto tardaría en extinguirse el último humano. Y, sobre todo, por qué no parecemos lo suficientemente preocupados como para que haya un fuerte movimiento ciudadano que se oponga a la guerra.
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