Birgitte Nyborg, o cómo quemar todo en la hoguera del poder
La nueva temporada de ‘Borgen’ salta de la artesanía a la industria. Pero quedarse ahí sería simplificar: hay también una lección de política, de actualidad, de cómo evolucionar un personaje
Cualquiera que crea que Podemos y el PSOE se han inventado las peleas en el seno de una coalición y que los socios políticos no se ponen zancadillas o se alían según sople el viento cada mañana, que se prepare. Que vea Borgen. La nueva temporada es una lección de realidad sobre los golpes de efecto, los codazos y los vaivenes de imagen en los tiempos de vért...
Cualquiera que crea que Podemos y el PSOE se han inventado las peleas en el seno de una coalición y que los socios políticos no se ponen zancadillas o se alían según sople el viento cada mañana, que se prepare. Que vea Borgen. La nueva temporada es una lección de realidad sobre los golpes de efecto, los codazos y los vaivenes de imagen en los tiempos de vértigo y emociones que agitan la política desde que se mira a las redes más que a las urnas. En realidad, hay muchas más razones para verlo.
Borgen; Reino, poder y gloria, la fabricación que ha hecho Netflix de la serie danesa que dio la vuelta al mundo a partir de una muy meritoria producción autóctona, ha sabido mantener la esencia de los personajes. Ha tenido el acierto de retomarlo donde se quedó en lugar de reiniciarlo. Y le ha añadido el vuelo de un artefacto a gran escala capaz de incluir todos los ingredientes que hoy están sobre la mesa mundial: la lucha entre la industria petrolera y los principios climáticos; la ambición de un pueblo como el de Groenlandia de conseguir su independencia; el juego que iniciarán Rusia, China y EEUU ante el pastel de combustible que se abre en el Ártico; la pugna de los políticos en el lenguaje de las redes; y, sobre todo, la personalidad de una mujer única ante el poder. Y sola. La serie salta, así, de la artesanía a la industria. Pero quedarnos en eso sería simplificar. Vamos por partes.
Birgitte Nyborg evolucionó en las tres temporadas danesas que conocíamos desde la posición de una mujer corriente en bicicleta, enamorada de sus hijos y su marido y entusiasta de sus causas en un partido minoritario hasta convertirse en primera ministra gracias a los cambalaches necesarios para forjar una coalición en un sistema plural. Era carismática por su normalidad, atractiva por su pureza y su convicción, pero también por su capacidad para convertirse en hiena una vez mordido el anzuelo del poder. Aquí, doce años después del inicio de la saga, es ministra de Exteriores de un Gobierno presidido por una mujer más joven y más inexperta, pero capaz de colgar en Instagram el plato de macarrones que está comiendo. Esto exaspera a Birgitte, bordada como siempre por Sidse Babett Knudsen.
Pero eso es solo el comienzo. Porque Birgitte aprende. Porque la fiera que habita en ella, capaz de devorar su matrimonio, su familia, su vida privada y quemar todo en la hoguera del poder la va a enseñar que, si el mérito en estos tiempos te los da el mejor selfi, no se va a quedar atrás. Pronto demuestra, por ejemplo en una reunión con el secretario de Estado de Estados Unidos que ha venido a leerle la cartilla, que todo puede salvarse si se hace una foto sonriente con él y la cuelga en redes. En un mundo político donde la apariencia, la emoción y las sensaciones empiezan a pesar muchísimo más que el contenido, ella avanza. O al menos lo intenta.
Pero algo ha cambiado en ella por dentro, y eso es acaso lo más logrado de la serie: hoy es una cincuentona sola, tan adicta al trabajo como entonces, pero con más años y más noches solitarias mientras su exmarido ha rehecho su vida y sus hijos se han convertido en pequeños adultos a los que ya no engañas con un regalo de cumpleaños comprado por un asistente.
Respeto intocable
La cámara la quiere, pero la quiere real. La cámara la busca, y la encuentra avejentada, con sofocos por la menopausia, irritable, antipática, capaz de caerte mal, pero también de seguir adelante con tu respeto intocable, porque ya se lo ganó hace tiempo. Y eso está bien. Sus arrugas son quizá lo mejor de la serie porque son nuestras, porque son mucho más que faciales, son vitales, son políticas. Porque la despegan de modelos del género como House of Cards, donde Robin Wright es tan perfecta y formidable como irreal. Porque ninguno de los trajes estirados y las camisas formales que viste y que debe renovar cada vez que suda logra ocultar a la mujer real que habita bajo las fauces de esa profesional en la que ya no queda un gramo de ingenuidad. A ratos está de vuelta de todo en la vida, pero está entera y con las ganas y la ambición intactas. Su personaje es grande. Bien evolucionado. Bien rematado.
Y después está la trama. Los argumentos. Y ahí es donde los exteriores, la fotografía, la espectacularidad de esa tierra inhóspita que es Groenlandia tapan algunos altibajos de guion en los que tropieza la credibilidad. El hallazgo de una importante reserva de petróleo va a trastocar no solo la convivencia en la isla, sino también entre la isla y Dinamarca y entre Dinamarca y las grandes potencias. La tarta es demasiado exquisita como para mantener los valores medioambientales que ha defendido Birgitte sin que se tambaleen.
Hay balleneros tradicionales, hay independentistas deseosos de entregarse a Rusia o China (¡y eso antes de que se conocieran los encuentros de enviados de Puigdemont con agentes rusos!), hay un retrato de una sociedad con alta tasa de suicidio y hay las dosis de conflictos familiares y enamoramientos calculadas a la perfección por Netflix. Los vaivenes ideológicos se hacen tan arbitrarios, eso sí, como el clima elegido para las escenas de Copenhague o Groenlandia, siempre bajo un sol radiante que hermosea todo a todas horas. Demasiadas.
Y queda la televisión. El papel de los medios fue importante en las temporadas danesas y cobra vigor en una cadena pública que ahora dirige la que fue su asesora. La pugna entre calidad y audiencia se esboza sin convicción. Se dibujan bien los personalismos, la vanidad de los presentadores y, de nuevo, el deslizamiento del campo de batalla hacia las redes. Hoy, el periodista no es ya solo él y su información, sino él, su trabajo, y su proyección en Twitter. Y eso está bien retratado.
Lección de política, por tanto. Lección de evolución de un personaje tan poderoso como arrugado. Y lección de actualidad en esta era de narcisismo multiplicado por las redes.
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