Elon Musk descubre que en el casino de Twitter se juega

El magnate compraba Twitter para acabar con los bots que tanto enrarecían el funcionamiento de la red y se va porque en esta red hay bots

Ilustración de la cuenta de Elon Musk en Twitter.DADO RUVIC (REUTERS)

No hay día desde hace unas semanas que no le dediquemos un momento a Elon Musk. Compró un 9% de Twitter. Anunció que formaría parte de su consejo de administración para luego arrepentirse. Lanzó una OPA hostil contra la empresa que cedió antes de lo esperado. ...

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No hay día desde hace unas semanas que no le dediquemos un momento a Elon Musk. Compró un 9% de Twitter. Anunció que formaría parte de su consejo de administración para luego arrepentirse. Lanzó una OPA hostil contra la empresa que cedió antes de lo esperado. El precio era inmejorable, así que, los accionistas de Silicon Valley que no están en las organizaciones por el amor a la marca precisamente, decidieron vender y pasarle el marrón a un megalómano en busca de casito. La noticia de la venta a Musk de Twitter inundó el ágora digital y todos los medios, cada vez menos impresos, con debates sobre si las reglas de moderación suponen una merma de la libertad de expresión o si son un sistema necesario de gestión del comportamiento y no de censura de opiniones. Nos encontramos hablando de la privatización del ágora y de cómo una empresa global que se debe a sus accionistas, a la que se accede mediante la aceptación de un contrato que nadie ha leído, pero no por ello menos vinculante, regula el derecho fundamental a la libertad de expresión al tiempo que es irresponsable legalmente por los contenidos de sus usuarios (que no clientes).

Shoshana Zuboff, autora de La era del capitalismo de la vigilancia: La lucha por un futuro humano en la nueva frontera del poder publicaba, adivinen, en Twitter, un hilo al respecto, en el que señalaba que esta mera discusión es una manifestación de cuan perdidos estamos: “Las personas, la sociedad y la democracia están a merced de los individuos que ejercen la propiedad y/o el control ejecutivo de la información. El Sr. Musk quiere unirse a los dioses que gobiernan el espacio de la información y controlar las respuestas a las cuestiones esenciales del conocimiento, la autoridad y el poder en nuestro tiempo: ¿Quién sabe? ¿Quién decide quién sabe? ¿Quién decide quién decide? Pero nunca los hemos elegido para gobernar. Necesitamos leyes, no hombres”.

En ese barro estuvimos enfangados unos cuantos días, leyendo los tuits de Elon y sus réplicas. El dueño de Tesla prometía acabar con los bots, las cuentas falsas, el odio, al tiempo que prometía levantar buena parte de las limitaciones de moderación de contenidos. La alt-right estadounidense, una mezcolanza de seguidores de Trump, QAnon, terraplanistas, antivacunas y supremacistas blancos, se regocijaron con la buena nueva.

Como en una película de desastres, en la que la trama se traslada a otro lugar en el que los protagonistas miran al cielo con prevención, sabiendo que van a morir porque son secundarios, Europa llegaba a un acuerdo político sobre la Digital Service Act (DSA) o, como se ha traducido al español, LSD (Ley de Servicios Digitales). El chiste se hace solo. La LSD establece multitud de obligaciones a las plataformas —lo que incluyen a los prestadores de plataformas de redes sociales— como es el caso de Twitter. Entre ellas, las que permiten a los usuarios y a la sociedad civil impugnar las decisiones de moderación, las que facilitan el acceso a investigadores autorizados y ONGs a los datos fundamentales de las plataformas más grandes con el objetivo de conocer mejor la evolución de los riesgos, así como las que obligan a los prestadores de servicio a implantar medidas de transparencia en cuestiones tales como los algoritmos de recomendación de contenidos o productos. Su principal artífice, Thierry Breton, comisario europeo de Mercado y antiguo jefe de Atos, anunciaba las grandes ventajas de la nueva norma que no son pocas. “Con la Ley de Servicios Digitales”, manifestaba Breton, “la época en que las grandes plataformas en línea se comportaban como si fueran «demasiado grandes como para preocuparse» está llegando a su fin”.

Tan empoderado se encontró Breton con el acuerdo que tanto tardó en llegar que le espetó a Musk en, como no, Twitter “ya sean coches o plataformas digitales, cualquier empresa que opere en Europa debe cumplir nuestras normas. Independientemente de la propiedad. El Sr. Musk lo sabe muy bien. Conoce las reglas de los coches y se adaptará rápidamente a la DSA”.

Dicho y hecho. El profesor le dio al alumno con la regla en la mano y el alumno, solícito, se aprestó a hacerle la pelota y a decirle a todo que sí. De nuevo, el bromance se escenificó en Twitter. El ex jefe de Atos acompaño a Musk en una visita a una fábrica de Tesla en Austin “Hoy Elon Musk y yo queremos compartir un mensaje rápido sobre la regulación de la UE sobre plataformas #DSA”. Y ahí surgió la reverencia. Elon manso como un cordero, no se apeó del sí a todo, dejándose las cervicales con tanto asentimiento. Por si a alguien le cupiera duda, contestó al tuit de Breton con otro “Gran reunión. Estamos muy de acuerdo”. El enamoramiento duró poco. A los pocos días anunciaba que devolvería la cuenta a Donald Trump para que pudiese terminar cómodamente lo que inició con la toma del Congreso de los EE UU el 6 de enero de 2021.

Pero no acaba ahí esta comedia de enredo. La Comisión de Valores y Bolsa de EE UU está investigando a qué se debe el retraso de Elon Musk en revelar su participación en Twitter, lo que le podría suponer una sanción de más de 100 millones de dólares. Cantidad ridícula comparada con los más de 30.000 millones de dólares que se han esfumado de su patrimonio neto al desplomarse las acciones de Tesla debido a que las restricciones del covid-19 en China están afectando a su producción y ventas en ese país. Recordemos que Musk vendió 8600 millones en acciones de Tesla para pagar parte de la operación de compra, aunque financió el grueso de la operación con su patrimonio, el mismo que se ha visto drásticamente reducido en los últimos días.

Para ¿acabar? este disparatado guion, Elon suspende temporalmente la compra de las acciones del pájaro azul porque, de pronto, ha caído en que lo mismo hay muchas cuentas que son spam o falsas.

Elon compraba Twitter para acabar con los bots que tanto enrarecían el funcionamiento de la red y se va porque, mire usted, en esta red hay bots. Musk, en un inesperado giro de guion, consigue combinar en un solo tuit la fábula de la zorra y las uvas, y el “-¡Qué escándalo! He descubierto que aquí se juega -Sus ganancias, Señor” de la película Casablanca.

Todos nosotros le hemos dedicado más tiempo que el que sin duda se merece. Usted, lector, al completar con su tiempo esta crónica, y yo al documentarme para escribirla. Pero no es culpa nuestra. No toda al menos. La información se nos ofrece a toda velocidad en ráfagas lumínicas que seguimos como perros atontados, adictos al no perdernos nada, yonkies del ciclo de la dopamina al que las tecnológicas nos han enganchado. No le damos tiempo a las cosas para que el polvo se asiente. Pero es que nos jugamos mucho. No hay libertad de expresión sin un espacio libre para ejercerla. Y no se puede ejercer apropiadamente cuando el debate público se ha trasladado a un entorno privado, sujeto a reglas contractuales, y a la inapelable decisión de un grupo desconocido de moderadores y algoritmos. Recuperemos el ágora y ya no nos importará lo que haga Elon con su dinero.


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