El Sodalicio, un experimento fallido de la guerra fría en Latinoamérica
Esta organización religiosa ultraconservadora de Perú ha inventado una fe que encubre sus delitos y su ambición de dominio político y económico
En 1967, con 17 años, yo era presidente nacional de la Juventud Estudiantil Católica (JEC). En varios colegios de Lima surgió la idea de realizar una “jornada estudiantil del trabajo”. El objetivo, como habían hecho otros jóvenes en Suecia, era recolectar dinero con nuestro trabajo y donarlo para que se construyese una escuela en un pueblo pobre de Perú.
Al concluir mi presidencia en la JEC, en el verano de 1968, se evaluó esta iniciativa en una casona de Chorrillos. Durante el plenario entraron dos jóvenes, vestidos de negro, mayores que nosotros. Querían intervenir, pero introduciendo asuntos que no pertenecían al propósito de aquella evaluación. Eran Luis Fernando Figari, quien entonces tenía 21 años, y Sergio Tapia, quien luego, a partir de 1978, sería un abogado cercano a la Marina y se dedicaría al comercio de instrumentos de seguimiento. Ellos nos ofrecieron ser militantes de su “Unión Revolucionaria”, de tendencia fascista. Les atraía la parafernalia de la Falange Española, como nos aseguró algún muchacho que acudió a sus reuniones. Buscaban a chicos del colegio italiano Antonio Raimondi y de los peruano-alemanes Alexander Von Humboldt y Santa Úrsula.
Tapia era del colegio marista Champagnat. Figari, en cambio, venía del colegio Santa María de los Marianistas; allí trató al padre Óscar Alzamora SM, quien en 1983 sería nombrado obispo de la provincia de Tacna y destacaría por sus críticas a todo lo relacionado con las reivindicaciones feministas y de género. Figari también conoció a otro religioso, el padre Gerald Haby SM que promovía una iniciativa de los marianistas que venía de los años sesenta: el Sodality of the Virgin Mary.
Después de un tiempo, Luis Fernando Figari, Sergio Tapia y Gerald Haby serían los cofundadores del Sodalitium Christianae Vitae o Sodalicio. Aunque, en 1977, Figari se apropiaría definitivamente de él. Tapia, más ideológico, estaba orientado a la política. Figari, en cambio, se travistió de religión: había estudiado derecho en la Pontificia Universidad Catolica del Perú y teología en la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo, sin terminar ninguna de las dos carreras. Usaba lo religioso a modo de gorro, pues su proyecto era sobretodo político y, luego, recolector de dinero.
Es verdad que siempre existió la tentación por parte de la izquierda de politizar las tres “jornadas estudiantiles del trabajo”, pero los primeros manipuladores eran los miembros de la “Unión Revolucionaria”, en la que militaban Figari y Tapia. Los dos, en aquella asamblea de 1968, fueron abucheados y rechazados de plano, invitándoseles a abandonar una reunión a la que no habían sido invitados. Recuerdo que ellos se despidieron desafiantes y con la mano alzada, gritando consignas fascistas.
Entre 1969 y 1970, en mi segundo y tercer año de universidad, conocí a Gustavo Gutiérrez quien, con 41 años, era asesor nacional de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos (UNEC). Después de participar en la Conferencia Episcopal de Medellín, en julio de 1968, el padre Gutiérrez escribió un texto para un congreso teológico en Ginebra, Suiza, sobre Teología del desarrollo. Con dos compañeros de la UNEC nos encargamos de publicar aquel texto ciclostilándolo. Mientras trabajábamos, un día apareció el padre Gustavo y nos dijo: “no se llamará ‘Hacia una teología del desarrollo’ sino ‘Hacia una teología de la liberación’”.
Como universitarios comprometidos con los pobres observábamos el profundo cambio que sucedía en nuestra sociedad peruana: cada día aparecían nuevas ciudades con invasiones de tierras por parte de personas que migraban desde diversas provincias. Particularmente nos cuestionó el hecho dramático del terremoto del 30 de mayo de 1970, que dejó más de 80.000 muertos. Quienes llegaban Lima reclamaban de nosotros una mayor conciencia y compromiso social. En este contexto, en 1971, se publicó la “Teología de la liberación. Perspectivas”, en versión peruana.
Después de terminar mi bachillerato en sociología, en 1973, decidí dejar la capital para conocer más a fondo mi país. Me fui a vivir en donde pude conseguir un trabajo como profesor de sociología, en Cerro de Pasco, una zona minera a 4.300 metros de altura sobre el nivel del mar. Desde pequeño quería ser sacerdote, pero mis acompañantes espirituales me insistieron en que conociera primero la realidad peruana a la que tendría que servir. En Cerro de Pasco coincidían la Universidad Daniel Alcides Carrión y el mundo laboral, minero y campesino. En un contexto de fuerte tensión social y en medio de un debate teológico cada vez más intenso, la Iglesia crecía en las comunidades populares de las periferias.
Estando en Cerro de Pasco, desde 1974 observé la reacción, sobre todo en Lima, contra la “Teología de la liberación” de Gustavo Gutiérrez. Especialmente en 1978 con la publicación del libro “Como lobos rapaces: Perú ¿una iglesia infiltrada?” de Alfredo Garland. Detrás estaba Figari. Allí empezó todo el drama de la persecución injusta contra el padre Gustavo Gutiérrez. Desde el inicio, aquella respuesta demencial era, en el fondo, un ataque contra el cardenal Juan Landázuri, considerado demasiado abierto para ellos. Atacaron a Helder Camara o Hans Kung, pero sobre todo a Gustavo Gutiérrez, considerado izquierdista. En cambio, se trataba solamente de un hombre abierto al Evangelio y a los signos de los tiempos, que actualizaba la fe para nuestro continente pobre y profundamente creyente. Se cuestionaba que, tras la Conferencia de Medellín, la Iglesia del continente se hubiera insertado en la vida y sufrimiento de los pobres, especialmente de los campesinos, llamados por Pablo VI “sacramento de Cristo”.
En 1979 regresé a Lima y me presenté ante el cardenal Landázuri, al que conocía desde los 15 años como delegado de la JEC. Solicité ser candidato para los estudios de filosofía en el Seminario. Quería ser sacerdote. En aquellos años me iba guiando el misionero del Sagrado Corazón el padre Germán Schmitz, obispo auxiliar de Lima desde 1970, preocupado especialmente por la formación de los agentes de pastoral y uno de los redactores principales del Documento de Puebla. Su “opción preferencial por los pobres”, por su fidelidad a Dios y a los hombres, contrastaba fuertemente con las noticias que me iban llegando de la formación que ofrecía el Sodalicio a sus adeptos: consignas ideológicas elitistas, pensamientos simplistas, rechazo del análisis racional. Me enteré también de que el Sodalicio, con intervención del joven sacerdote Jaime Baertl, había convertido un terreno en Lurín, un distrito al sur de Lima donado por la Familia Aguirre Roca, en un cementerio privado libre de impuestos. Así, comenzaba el despegue económico del Sodalicio.
En aquellos años, este grupo, hasta entonces desconocido, empezó a tener un nombre en Roma. Yo era testigo de primera mano, pues estudié allí desde octubre de 1979 a junio de 1987. Algunos prelados de la Curia se referían a Figari como un “laico ejemplar”, “avanzadilla de la solución” a los problemas de aquella Iglesia latinoamericana post-conciliar, pues ante una “Teología de la liberación” sospechosa de izquierdismo, este fundador laico proponía una “Teología de la reconciliación”.
Por aquellos años empezó la persecución contra Gustavo Gutiérrez, y el Sodalicio intervino. El cardenal Ratzinger había pedido a los obispos peruanos que examinaran los escritos del padre Gustavo. Un día de 1984, año de mi ordenación, Gutiérrez llamó por teléfono desde Lima y me indicó que estaba enviando un paquete lleno de documentos que yo tenía que entregar directamente al cardenal Ratzinger. Antes de ello, el padre Gutiérrez había sido inquirido con diversas preguntas por el mismo cardenal, las cuales siempre habían sido respondidas.
Me recibió el monseñor Joseph Clemens y, tras una larga espera, me pasó al cardenal Ratzinger: “¿Qué es esto?”, preguntó. “Son los documentos que ha escrito como respuesta a las preguntas que usted le hizo llegar. Los envía a través de mí porque le preocupaba no recibir de usted respuesta alguna”. Entonces el cardenal Ratzinger apostilló: “Es decir que los documentos que tenían que haber llegado vía Nunciatura no han llegado”. Añadió: “Ya sabía que algo pasaba, porque el padre Gutiérrez es sumamente serio y no podía haber fallado”. Había habido un cortocircuito en Nunciatura o en otra parte. Aunque la primera opción era la más probable, pues un miembro del Sodalicio apoyaba externamente el trabajo en Nunciatura.
Allí también dije al cardenal Ratzinger que Gutiérrez había escrito su libro sobre espiritualidad llamado “Beber en su propio pozo” que la editorial Queriniana lo estaba corrigiendo para publicarlo el próximo mes de junio de 1984 y que el teólogo Rossino Gibellini quería presentarlo en Roma con la presencia del padre Gustavo. El cardenal asintió y me dijo: “Yo publico también en Queriniana y Rossino siempre publica textos sólidos. Enviaré a alguien. ¿Cuándo es la presentación?”. Le dije el 7 de junio. “Alli estarán dos de mis colaboradores”, respondió. Nos despedimos amablemente y luego comprobé que aquella presentación había sido un éxito. El 8 de junio partí de Roma para ser ordenado el 15 de julio.
En octubre de 1984, llegó la Conferencia Episcopal en pleno a Roma. El “caso Gustavo Gutiérrez” terminó con un documento hecho por el marianista Óscar Alzamora, amigo de Gutiérrez, pero también del Sodalicio. En este documento, como decía el padre Gutiérrez, no se le condenaba a él, sino a Jesús. Gutiérrez, mostrando gran obediencia y amor a la Iglesia, rehizo el borrador de su texto, lo sometió al parecer de monseñor Schmitz y lo presentó a la Asamblea reunida en Roma. Finalmente, emergió la verdad y Gustavo Gutiérrez fue salvado. Los titulares decían: “Landázuri y Wojtila salvan a Gutiérrez”. A pesar de que no se habló de Ratzinger, él había salvado a Gutiérrez, al que conocía bien por sus profesores.
Sin duda, el monseñor Alberto Brazzini, Óscar Alzamora SM, Ricardo Durand Flórez SJ, Fernando Vargas SJ y el Sodalicio, cercanos ya entonces a la geopolítica que tomaría cuerpo después en el pontificado de Juan Pablo II con los Cardenales Sodano y López Trujillo, estuvieron a punto de hacer algo grave con el padre Gutiérrez. Mientras, la “Teología de la reconciliación” se quedaba en puro slogan.
El Sodalicio se oficializó con el cardenal Landázuri y creció con el también cardenal Vargas Alzamora. Al inicio convencieron a varios laicos y sacerdotes con influencia entre las clases altas limeñas, como Harold Griffith, Armando Nieto SJ y Alberto Brazzini. Al final, salvo Brazzini, todos terminaron desencantándose. También les apoyaron los Nuncios: Tagliaferri y Dossena, en su proceso de reconocimiento canónico por lo demás plagado de irregularidades; después Passigato y Musaró, consolidando su estructura económica.
En 1987, cuando regresé como cura a Lima y fui vicario de jóvenes de la pastoral universitaria, tuve un altercado con los sodálites, pues se querían apropiar de las capillas universitarias e imponer allí sus símbolos. Me acusaron de prohibirles tener un espacio por no dejarles poner su letrero. Me hicieron un informe, denunciándome ante el cardenal Augusto Vargas. Él me dijo: “Acaban de estar aquí los del Sodalicio y les he dicho que esto no es la Gestapo”. Se había hartado de tanta instrumentalización por parte de este grupo religioso hermético y elitista. El cardenal no lo vio porque falleció en 2000, pero los años siguientes confirmarían que aquella apariencia de perfección eclesial, alabada y celebrada por una parte de la jerarquía, escondía una realidad turbia e inquietante.
Finalmente, en el 2019, apenas fui nombrado arzobispo de Lima, un jesuita me informó que un chico necesitaba hablar conmigo. Había sido afectado por un sodálite, le daban pastillas para la esquizofrenia, que nunca tuvo antes y que le habían provocado. Tenía que pagar la deuda que contrajo al comprar aquellos medicamentos y no le alcanzaba. “Han experimentado conmigo”, me dijo. Este chico me pedía ayuda porque solo le dieron unos pocos miles de soles en concepto de reparación. Además, acumulaba deudas por lo que gastó durante el tiempo que fue sodálite. Escribí al Superior General: “mi feligrés de Lima, que ahora vive en Santiago de Chile, maltratado por un experimento de ustedes en su psique, necesita esta ayuda y les exijo que, al menos, salven esta deuda mínima”. Le dieron el dinero.
Como teólogo y sociólogo empecé a preguntarme qué es realmente el Sodalicio y movimientos eclesiales parecidos. No es solo política, como en sus inicios; ahora es religión instrumentalizada para un plan político. Figari coincide con Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, un depravado en lo personal y con un proyecto político económico escondido tras una fachada religiosa. “¿Por qué han experimentado con este chico?”, me pregunté. No era el único. Es lo que hicieron con víctimas como Rey de Castro, conocido por ser un “esclavo de Figari”: servilismo y control mental. Recordé, entonces, algo que estudié en mi tesis: “los conquistadores como todos los tiranos intentan siempre desordenar los entendimientos de los indios a través de volverlos pusilánimes para que no piensen en su libertad”, de “Historia de las Indias” de Bartolomé de las Casas. El Sodalicio ha destruido a las personas, sometiéndolas a sus intereses de conquista. Esto no tiene nada de cristiano.
Mi hipótesis es que el Sodalicio obedece a un proyecto político. Es la resurrección del fascismo en América Latina, usando arteramente la Iglesia, mediante métodos sectarios, experimentando cuan fuerte eres o forzándote a dormir boca abajo en unas escaleras para forjar el carácter. Es decir, puro ascetismo pelagiano. Todo ello deriva hacia un control mental de personas que terminan convertidas en ejércitos de robots que conquistan y dominan. Mi idea es que, si América Latina es una reserva católica sometida a mil y un intereses ajenos, entes como el Sodalicio impiden que se desarrolle un cambio en ella. Llegaríamos a este cambio si anunciáramos el amor gratuito de Cristo y, en libertad, donde cada uno tiene “todo el tiempo de la vida para convertirse”, como gustaba decir Las Casas. Jesuitas y dominicos eran ejército y sus reducciones buscaban un cambio social con el aporte de la fe. Pero estos movimientos son reducción total y el cambio político que pretenden, su lucha contra el marxismo en este caso, pasa por someter a las personas.
El uso de la religión para fines ajenos a la extensión de la buena noticia de Jesús es lo más destructivo para la Iglesia Católica. Por ello, he llegado a la conclusión que en el Sodalicio no hay carisma. Solo hay carisma cuando la persona recibe un don del espíritu para toda la Iglesia y sus obras son buenas. El fundador y el grupo pueden cometer errores y pecados, pero el balance es altamente positivo por las obras buenas generadas. Figari, en cambio, verificado como abusador, y con él gran parte del núcleo fundacional y otros, inventó un presunto carisma para proteger un proyecto político y sectario. Este experimento lo compraron gente bienintencionada que creían que era un proyecto bueno para luchar por Perú. Pero no es este el camino. No el de la manipulación sectaria.
El Sodalicio y los otros grupos fundados por Figari no son salvables porque nacen mal y sus frutos a lo largo de los últimos cincuenta años así lo demuestran. Al servicio de la guerra fría latinoamericana, ha sido una máquina destructora de personas, inventado una fe que encubre sus delitos y su ambición de dominio político y económico. No hay nada espontaneo en sus miembros. No hay libertad y sin ella no hay fe. Como experimento fallido, debería ser suprimido por la Iglesia.