24 horas de terror machista
El lunes hará un año del asesinato de cuatro mujeres en cuatro localidades. De haber muerto en atentados, se recordaría como una fecha señalada. Pero las mataron sus novios o sus maridos. Esta es la crónica de ese día sangriento
A las tres y cuarto de la mañana, un hombre bajo, moreno, de pelo rizado y de 30 años llamado Eduardo Sánchez acude, a pie, al servicio de urgencias del centro de salud de Piedrabuena, su pueblo, en Ciudad Real. Allí avisa de que su pareja, Belén Palomo, de 24, está gravemente herida. Los médicos corren a la casa, tratan inútilmente de reanimar a la mujer, que al menos tiene una cuchillada en el pecho de muy mal pronóstico. En poco tiempo, a pesar de la hora, un buen número de los 4.000 habitantes de Piedrabuena sabe que algo pasa en el piso de Belén y Eduardo. Lo saben por los rumores que cir...
A las tres y cuarto de la mañana, un hombre bajo, moreno, de pelo rizado y de 30 años llamado Eduardo Sánchez acude, a pie, al servicio de urgencias del centro de salud de Piedrabuena, su pueblo, en Ciudad Real. Allí avisa de que su pareja, Belén Palomo, de 24, está gravemente herida. Los médicos corren a la casa, tratan inútilmente de reanimar a la mujer, que al menos tiene una cuchillada en el pecho de muy mal pronóstico. En poco tiempo, a pesar de la hora, un buen número de los 4.000 habitantes de Piedrabuena sabe que algo pasa en el piso de Belén y Eduardo. Lo saben por los rumores que circulan ya, por el revuelo de médicos y de enfermeros, por el resplandor azul de las luces de alarma encendidas de los coches de la Guardia Civil aparcados a la puerta.
A las cinco de la madrugada de ese domingo ocho de enero que se acaba de estrenar, Belén Palomo muere de una insuficiencia respiratoria. Poco después, Eduardo Sánchez entra detenido en el cuartel de la Guardia Civil, situado a menos de 250 metros del portal de su casa, acusado de haber asesinado a su pareja en su casa con un cuchillo de cocina. Él se declara inocente.
A esa hora, la Guardia Civil pide a unas cuantas amigas de la víctima que están despiertas que vayan al cuartel a declarar. Todas pertenecen al equipo femenino de fútbol sala del pueblo, el FSF Piedrabuena, del que Belén también formaba parte. Esa noche han celebrado la cena de Navidad. Las amigas explican que Belén se fue sola en coche a casa a las dos y media y que ahí la esperaba solo su marido porque la hija pequeña de ambos estaba con los abuelos maternos.
A esas mismas cinco de la madrugada, en un calabozo de la comisaría del Puerto de Santa María, en Cádiz, un hombre arrestado tras una pelea a tiros en el apartamento de un vecino se despeja de la borrachera de cocaína y alcohol y llama a gritos a los guardias. Al principio, la policía del Puerto, acostumbrada a este tipo de rabietas y de subidones y bajadas de la coca de los sábados por la noche, no le hace mucho caso. Pero el hombre, que se llama José Carlos Díez Mateos y que tiene 41 años, insiste a gritos en que vayan a verlo. Cuando lo tienen enfrente, les dice: “Por favor, pegadme un tiro, por favor, que he matado al amor de mi vida”. Los guardias no entienden bien a qué se refiere —la causa de su detención no tiene nada que ver en principio con ninguna mujer ni con nada de lo que cuenta— y atribuyen la frase al alcohol. Pero Díez insiste: “En mi casa, id a mi casa, me he buscado la ruina, he matado a la mujer de mi vida”.
Poco después, convencidos al fin de que el relato de Díez guarda, con todo, cierta coherencia, los policías se desplazan hasta su casa, un apartamento en la quinta planta de un edificio de 15 del barrio de Valdelagrana, en el Puerto de Santa María, a un paso de la playa. Se trata de una urbanización turística, deshabitada en invierno, con muy pocos residentes fijos como Díez. Abren la puerta con la llave que el mismo detenido les ha prestado. Dentro encuentran el cadáver de una mujer, tumbada de lado en el sofá, con el rostro ensangrentado y las piernas en el suelo. Mientras examinan el cuerpo oyen que el teléfono móvil de la víctima, colocado muy cerca del cadáver, no deja de sonar.
Hacia las ocho de la mañana amanece en Piedrabuena. El día es frío, gris, feo, con rachas de lluvia helada. A esa hora llega al pueblo el primer periodista. Es Aníbal de la Beldad, de la agencia Efe. Se encuentra un pueblo vacío, conmocionado, incrédulo, entristecido. Habla con algún vecino ocasional que se resiste a comentar el incidente, que se limita a lamentar la tragedia que destruirá la vida de dos familias muy conocidas del pueblo, la de la víctima, por supuesto, pero también la del asesino.
Belén y Eduardo comenzaron a salir cuando ella tenía 15 años y él, 21. Hace dos, cuando nació la hija de ambos, se fueron a vivir juntos al piso de la plazoleta. Él, que proviene de una familia acomodada del pueblo, trabajaba como camionero ocasional y como agricultor. Ella, de procedencia más humilde, desempeñaba trabajos esporádicos en una peluquería o hacía de camarera. Alguien del entorno familiar de la víctima comenta que Eduardo, desde el primer día que salieron juntos, estuvo muy pendiente de Belén. “Demasiado pendiente. Te crees que el amor consiste en que alguien esté muy preocupado por ti, porque es lo único que has conocido, porque no has conocido a otro hombre. Y eso, con el tiempo, se vuelve otra cosa. A Belén, Eduardo la atosigaba a llamadas y a mensajes cuando no estaba con él”, añade. Esa misma noche, la de la cena del equipo de fútbol, también lo hizo: decenas de mensajes y llamadas. “Era celoso, controlador, machista. Ella nunca había hecho viajes sin él porque él no la dejaba. No solo era celoso de los hombres, también de las mujeres, de las amigas de Belén, de sus compañeras en el equipo de fútbol”, insiste. Porque el equipo de fútbol, el FSF Piedrabuena, que servía y sirve de refugio para las chicas del pueblo, de excusa para formar una piña femenina alrededor de los partidos, de válvula de escape de un pueblo a veces demasiado pequeño, tampoco le gustaba a Eduardo.
A esa hora, la policía del Puerto de Santa María conoce ya la identidad de la mujer encontrada en el sofá y las circunstancias relacionadas con su muerte: se llamaba Eva Aza, tenía 46 años, vivía en Chiclana y trabajaba de enfermera en el Hospital Puerta del Mar, en Cádiz. Estaba divorciada y tenía dos hijos, de 13 y 18 años, de su exmarido. Su asesino, José Luis Díez, el hombre que grita y lloriquea en el calabozo, era su actual pareja y la ha matado de dos disparos a bocajarro con un revólver sin licencia que guardaba en su casa. Ocurrió tras una discusión entre los dos en el apartamento de Valdelagrana, después de que un amigo, que hasta entonces había estado con ellos, se marchara. Este amigo es el que llamaba insistentemente al móvil de Eva. La hora de la muerte, las tres de la madrugada, es la misma a la que acuchillaron a Belén Palomo.
A las 10 de la mañana, en Marbella, una mujer colombiana, Natalia Mosquera, interna en una casa donde cuida a un matrimonio español, ultima las tareas del domingo para poder llegar a la hora a la misa de 12 de su iglesia evangélica.
También a las 10 de la mañana, la policía del Puerto de Santa María avisa a la familia de Eva Aza de que han encontrado su cadáver. No precisan mucho por teléfono. Poco después, el padre, la madre, el hermano y la cuñada vuelan en coche desde Chiclana. Francisco Aza, el padre, piensa al principio que se trata de un accidente de tráfico. Cuando, ya en la comisaría, les aclaran que Eva ha muerto asesinada, una de las preguntas del bueno de Francisco es: “¿Y qué le han hecho a José Carlos?”, ya que está convencido de que la pareja de su hija es también víctima del asalto o lo que quiera que haya pasado. Cuando le aclaran que el novio de su hija está detenido en un calabozo y que ha confesado el crimen, el padre, simplemente, pierde pie porque no puede creérselo. Eva y él llevaban casi un año juntos, tras conocerse en febrero de 2022, aunque cada uno vivía en su casa, él en el apartamento de Valdelagrana, ella en Chiclana, en un piso cercano al de sus padres.
Francisco había visto a José Carlos 14 o 15 veces, siempre en reuniones familiares y, sinceramente, pensaba que ese hombre y su hija hacían buena pareja. Eva era una mujer guapísima, con unos “ojos celestes que no le cabían en la cara”. También con mucho carácter, de las que no se arredra en una discusión. Al otro, que trabaja en un concesionario de coches, el padre de Eva siempre lo vio como un tipo afable, tranquilo, sonriente, que nunca se enfadaba, un hombre callado y agradecido, de esos que no olvidan nunca alabar la comida que les ofreces cuando los invitas a casa. “Demasiado bueno”, añade ahora Francisco en Jerez, en el despacho del abogado que los representa, Antonio Díaz. La última vez que vio a su hija, pocos días antes del asesinato, fue una tarde en que salieron juntos a comprar los regalos de Reyes (Francisco le compró a José Carlos un pijama). Esa tarde, Eva le confesó que se encontraba muy bien con su pareja, que haber dado con él había sido una verdadera suerte. Ella se mostraba optimista y extendía esa misma actitud a otras áreas de su vida: acababa de matricularse para un curso de radiología a fin de promocionarse en el hospital. Había más: a Jesús Aza, el hermano menor de Eva, esta le había contado que quería dejar su piso de Chiclana y marcharse a vivir al apartamento de Valdelagrana de José Carlos. Se lo había revelado ese sábado por teléfono, horas antes de que su novio la matara. Jesús lo recordaba la mañana del domingo en que tuvieron que reconocer el cadáver y lo recordaría muchos días después, cuando —obsesionado por entender— se puso a investigar por su cuenta y descubrió que José Carlos había estado en la cárcel por malos tratos durante una relación anterior. Aún ahora se pregunta si su hermana lo sabía. Y si sabía también que guardaba una pistola cargada en su casa.
A las once y media de la mañana, la Guardia Civil de Piedrabuena traslada a la pareja de Belén Palomo a los calabozos de Tomelloso. Dos días después, la jueza lo enviará a prisión preventiva como presunto autor de un homicidio de violencia de género y otro de maltrato habitual. El cotejo de los mensajes de los móviles constituye una prueba de esto último. Amigos del entorno familiar aseguran que él le pegaba ocasionalmente a su pareja. El mismo día del asesinato de Belén, las chicas del equipo de fútbol femenino deciden, con tanta tristeza como rabia, que a pesar de lo ocurrido y de que siempre va a faltar una, van a seguir jugando todos los partidos que les toque en esa temporada. Lo harán en homenaje a su compañera.
A las 12 de la mañana, la colombiana Natalia Mosquera llega puntualmente a la iglesia evangélica de Marbella. Tiene 46 años (los mismos que la gaditana Eva Aza). Es guapa, morena, religiosa, muy trabajadora. También lo suficientemente echada para adelante como para separarse de su marido en Colombia, harta de sus desplantes y lo suficientemente decidida para emigrar en 2018 a España a fin de darles un futuro universitario a sus dos hijos. Lo ha cumplido. Su hijo Víctor Hugo se graduará en Administración de Empresas el próximo marzo y ella se ha prometido acudir a la ceremonia. Será la primera vez que viaje a Colombia desde que salió de allí. Su hermano Jorge, que vive en España desde hace más de 10 años y que la conoce bien, le ha pedido varias veces que se vaya antes. Desde hace tiempo la encuentra agotada, deprimida, vulnerable, sin el ánimo que la empujó a llegar a Marbella. Pero Natalia se niega porque se siente responsable de los dos españoles que atiende. Este ocho de enero desapacible y ventoso, en la puerta de la parroquia, ve que la espera un hombre colombiano al que conoció una noche de tres meses atrás al ir a tirar la basura. Se llama Leonel Herrera, se dedica a la construcción y a la electricidad, llegó a España en septiembre y tiene su misma edad.
A las 12 y pocos minutos, Natalia, en vez de entrar a la misa y sin que se aprecie violencia de ningún tipo, se sube a una furgoneta con Leonel. Al volante va un conocido de este que cree, engañado, que se dirigen a hacer una chapuza en una casa. La furgoneta arranca y en pocos minutos llega a la playa Real de Zaragoza, un rincón paradisíaco situado a unos kilómetros al este del casco urbano de Marbella. El viento húmedo y lluvioso bate fuertemente desde el mar. Leonel y Natalia se bajan de la furgoneta y se encaminan hacia la playa, solitaria a esas horas y con ese tiempo gris. El dueño de la furgoneta, que ya se ha dado cuenta de que Leonel solo lo quería para que los transportara hasta allí, se marcha.
Desde aquella mañana, una pregunta obsesiona a Jorge, el hermano de Natalia: ¿Por qué, después de todo lo que había pasado con Leonel, Natalia quiso subirse esa mañana a la furgoneta?
Leonel, en pocos meses de relación, había llegado a pedirle a Natalia 800 euros a fin de traer a su esposa desde Colombia. Y Natalia se los prestó. Desde que la esposa llegó a Marbella, vivió en la casa de su marido, aunque Leonel le prometía a Natalia que se iban a separar. Natalia le creyó. Después, se produjo el primer golpe: una cachetada, como la recuerda Jorge, el hermano, a quien Natalia aseguraba: “Yo a este ya lo voy a dejar”, sin hacerlo jamás. “Este fue el diablo que yo me encontré”, añadía, para justificarse. Hubo un segundo golpe: el 19 de diciembre, Leonel, en plena discusión en la puerta de la casa de Marbella donde trabajaba Natalia, le pegó un cabezazo en la nariz. La mujer, acompañada de su hermano, lo denunció. Jorge recuerda que al cruzarse ese día con Leonel en la comisaría lo vio reírse. El juicio rápido se celebró dos días después. Leonel fue condenado por malos tratos a seis meses de cárcel, sin cumplir pena, y se le impuso una orden de alejamiento: a partir de ese momento le estaba prohibido acercarse a ella a menos de 500 metros, llamarla o contactarla de cualquier manera e, incluso, residir en la misma ciudad que ella. Lo incumplió todo escrupulosamente. La siguió llamando. La mensajeaba insistentemente. Natalia le contaba a su hermano que tenía miedo de ese hombre. Jorge lo amenazó con volver a denunciarlo y mandarlo a la cárcel si seguía llamando a su hermana y si no lo denunció ya en ese momento —cosa de la que se arrepentirá siempre— fue porque nunca se imaginó lo que podía pasar y porque creyó que bastaría esa advertencia. La respuesta de Leonel fue significativa: “Yo solo le tengo miedo a la ira de Dios”.
El 3 de enero, Natalia volvió a llamar a su hermano: “Esto va a más con este tipo”. ¿Por qué se subió entonces a la furgoneta? El asesino sostiene que porque quiso, porque seguían juntos. El abogado de la familia Mosquera, Emilio Martín, del despacho gaditano de Ricardo Álvarez, cree que, aunque se subió voluntariamente, lo hizo engañada por algo. Su hermano Jorge piensa que tal vez Leonel la amenazó con hacer daño a sus hijos, amenaza que había proferido ya alguna vez. O que tal vez le prometió que iba a devolverle por fin los 800 euros que le debía.
Entre las 12 y media y la una, en Cádiz ya corre la noticia de que Eva Aza, una participante activa del Carnaval, compositora de la espacialidad de romancero, conocida y apreciada por todo ese mundo, ha sido asesinada a manos de su pareja en un apartamento de Valdelagrana.
A esa misma hora, entre las decenas de personas que llenan el tanatorio de Piedrabuena donde reposa Belén Palomo hay miembros del entorno familiar, conocedores de lo que pasaba dentro de la pareja, que responden a otra pregunta clave: ¿Por qué no lo dejó?: ”Por su hija, por miedo a perder a su hija”.
Y entre las 12 y media y la una de esa mañana, según la propia confesión de Leonel Herrera, tras acostarse con Natalia en la playa, en un momento en que ella le da la espalda, piensa: “Ahora o nunca”. Y la estrangula. Después, con un cúter de los que emplea en sus trabajos de electricista, la eviscera, le amputa los pies y las manos y la degüella. Lo hace desnudo para no mancharse. Arroja separadamente las partes del cadáver al mar, convencido de que así no las encontraran o, de si se encuentra algún pedazo, no habrá manera de relacionarlo con Natalia ni, a la larga, con él. Después, se viste y vuelve a Marbella en autobús.
A esa misma hora, Hayat Lazar, de 46 años (los mismos que Natalia Mosquera, los mismos que Eva Aza) prepara la comida en su casa de Adeje (Tenerife), donde vive sola con sus cuatro hijos, separada de su marido. Después irá al hotel donde trabaja de recepcionista. Acaba de regresar de un viaje de vacaciones a Madrid con sus dos hijos menores y con la familia de su hermana Nora, que vive en Melilla. Se lo ha pasado muy bien.
A las dos de la tarde, Jorge, el hermano de Natalia Mosquera, que emplea el domingo en pintar una habitación de su casa de Algeciras, recibe la llamada de una vecina de la casa de Marbella donde trabaja su hermana. Le informa de que Natalia no ha regresado de la iglesia para dar de comer a los señores. A Jorge le extraña y se inquieta, porque es muy raro que su hermana falte al trabajo, pero no se alarma demasiado todavía. La llama, pero el teléfono está fuera de cobertura.
Una hora más tarde, en el telediario, Jorge escucha la noticia de que han asesinado esa noche a dos mujeres a manos de sus parejas, una en un pueblo de Ciudad Real y otra en el Puerto de Santa María, en Cádiz. La noticia lo sobrecoge, piensa en Leonel y empieza a temer por Natalia y a preguntarse de nuevo por ella. La llama otra vez inútilmente por teléfono.
A las cuatro menos 10 de la tarde, Hayat Lazar sale de casa. Se monta en su coche y se dirige al hotel de playa Paraíso, al sur de Tenerife, donde llegará en 10 minutos, para empezar a las cuatro en punto. Trabajará hasta las 11 de la noche. Hayat nació en Salé, Marruecos, pero vivió hasta los 23 años en Nador. Allí trabajó en una tienda de coches. Llegó a Tenerife hace 23 años. Ha trabajado de cajera, de camarera, de limpiadora de hotel y, en los últimos años, tras un ascenso, de recepcionista. Habla español como una canaria y se desenvuelve perfectamente, además, en árabe, en inglés, francés y alemán. Llegó soltera, pero tres años después, con 26, se casó con un hombre de origen marroquí. Tuvo dos hijos antes de separarse, que hoy tienen 18 y 16 años. Hace 10 años se volvió a casar, con otro hombre de origen marroquí llamado Walim, el padre de sus dos hijos menores, un niño y una niña, que ahora tienen 10 y seis años.
La hermana mayor de Hayat, Fátima, que vive también en el sur de Tenerife y ha compartido la vida de su hermana desde el primer día que pisó la isla, define al primer esposo como un hombre malo. Al segundo, como mucho peor. Fátima cuenta que Hayat era la que conducía en esa familia porque Walim era un inútil que no sabía ni llevar un coche, que Hayat era la que cuidaba de los hijos, la que trabajaba, la que le buscaba los trabajos a él, la que le consiguió el último empleo de camarero en el mismo hotel en el que ella se ganaba la vida de recepcionista. Fátima también describe escenas turbias de celos, como cuando su hermana se presentó en su casa llorando porque Walim, que no la dejaba ponerse pantalones, le había roto unos que ella acababa de comprar; y escenas de malos tratos y de golpes, como cuando su marido le pegó una patada estando embarazada, o de despotismo machista absoluto, como cuando le robó el pasaporte para que Hayat no pudiera viajar a Marruecos para asistir a la boda de otra hermana.
Fátima detalla que Walim jamás les regaló nada a los niños, ni a los suyos ni, por supuesto, a los mayores, fruto del anterior matrimonio de Hayat. Y añade que Walim se gastaba el dinero en las máquinas tragaperras, que bebía, que era violento, que insultaba, que ella misma le prohibió la entrada a su propia casa porque no lo soportaba como cuñado, porque era el típico hombre que se cree que lo sabe todo de todo frente a todos. A diferencia de él, cuenta Fátima, Hayat era lista, trabajadora y valiente. Añade para demostrarlo que su hermana rechazaba ponerse el velo, que sacaba adelante su casa sola con cuatro hijos, que se preparaba para el futuro estudiando idiomas. Hayat se separó de Walim varias veces. Lo echó de casa otras tantas. Pero lo readmitía siempre después de un tiempo. Lo denunció por malos tratos al menos en dos ocasiones. La última, el 29 de diciembre, hacía poco más de una semana. Dos días después, en un juicio rápido, Hayat decidió no proseguir con la denuncia, se acogió a su derecho de no declarar y Walim dejó el calabozo libre de toda acusación, pero, según Fátima, resentido en lo más íntimo porque Hayat no lo había readmitido en casa y se iba de vacaciones de Navidad a Madrid con sus hijos. “Yo no sé por qué lo perdonaba siempre, yo sabía que eso era malo, que hacía mal, que le iba a pasar algo”, se pregunta Fátima sin encontrar una respuesta que la convenza.
A las cuatro de la tarde, Hayat llega al hotel situado en playa Paraíso y se pone a trabajar en su puesto de recepcionista.
A las cinco, en Cádiz, Nazareth Jiménez, amiga de Eva Aza, compañera de Carnaval, se entera de su muerte y se lo tiene que repetir a ella misma porque no se lo cree, porque no lo puede ni imaginar. Días después recordará a su amiga como a una persona alegre, fuerte, con carácter, con ganas de todo siempre, tan agarrada a la vida que le parece simplemente imposible que esté muerta.
Y a esa hora, las cinco de la tarde, Jorge, el hermano de la colombiana Natalia Mosquera ve en la página de Facebook Marbella se queja un vídeo en el que aparece el cadáver de una mujer decapitada y sin pies ni manos, encontrado hace poco en la playa Real de Zaragoza. El viento que sopla desde el mar y el oleaje encrespado de ese día lluvioso han devuelto varias partes del cuerpo a la playa. Jorge observa el vídeo y al repasarlo despacio siente la tiritona de un presagio oscuro. No reconoce al cuerpo —nadie puede reconocerlo así— pero vuelve a llamar a Natalia y, al comprobar que el teléfono sigue sin cobertura, se monta en el coche y enfila directamente a Marbella a poner una denuncia en una comisaría. Allí le cuenta a la policía que sospecha que la mujer encontrada en la playa de la que todo el mundo habla puede ser su hermana. Los policías le responden que van a pedir fotos a los compañeros que llevan la investigación, dado que el cadáver ha sido trasladado a Málaga.
Cuando llegan las fotos, Jorge reconoce al momento los parches médicos en los pies que llevaba su hermana, la figura de sus pantorrillas, y sabe ya sin ninguna duda que el cuerpo pertenece a Natalia y que el presentimiento funesto que lo estremeció hace unas horas ha resultado cierto. Sabe también que tiene que avisar a los hijos, que viven en Cali, desesperadamente ajenos a lo que ocurre. Antes, le dice a la policía el que para él es el nombre del asesino: Leonel Herrera. Lo detendrán al día siguiente, en su casa, mientras desayuna con su mujer.
Poco después de las 11 de la noche, Hayat sale del hotel, se monta en su coche y conduce hasta su casa de Adeje. Allí, en el segundo piso, la esperan sus tres hijos menores. También, sin que ella lo sepa, apostado en el portal, espera Walim, armado con un cuchillo. Sabe a qué hora llegará porque al trabajar en el mismo hotel conoce los horarios de la mujer. Hayat aparca y cuando sale del coche lo descubre. Trata de huir, grita, pide socorro, pero no puede evitar que el hombre la acorrale entre dos coches y la acuchille en el costado ahí mismo.
A las 11 y media de la noche de ese día que está a punto de acabar, al oír los gritos que vienen de la calle, Giusseppe Valentín Chinea, vecino de Adeje, sale de casa para ver qué pasa. Al llegar a la calle de Juan de Austria se encuentra a un par de vecinos sujetando a Walim en el suelo y a Hayat tumbada en la acera, desangrándose. Se tumba a la derecha de la mujer y trata, inútilmente, de taponar la herida. Mientras lo hace, se fija en los dos hijos menores, Omar y Amira, que también han bajado de casa al oír los gritos, y que caminan en la acera de un lado a otro, desconcertados, asustados, sin saber qué hacer.
Un año después, la niña pequeña de Belén Palomo, de tres años, vive en casa de sus abuelos maternos en Piedrabuena; los hijos colombianos de Natalia Mosquera, de 19 y 20 años, siguen a trompicones su vida. Eso sí: Víctor Hugo, el mayor, se graduó sin la presencia de su madre en la ceremonia. El hijo mayor de Eva Haza, de 19 años, estudia en Córdoba y la menor, de 14, vive con su padre en Chiclana. Los dos hijos mayores de Hayat estudian en un centro de acogida de Tenerife; los más pequeños, de 11 y siete años, se han ido a vivir con la familia de su tía Nora en Melilla. Como una de las hijas de Nora se llama también Amira, para no confundir a las dos primas —ahora hermanas—, a la que vino de Tenerife todos la llaman Amira Hayat.