Tavistock, la clínica de las transiciones precipitadas
Un libro ahonda en la historia de un centro para cambios de sexo que el Gobierno británico ordenó cerrar
Hannah Barnes se piensa mucho cada respuesta. Y algunas preguntas las rechaza directamente, porque lo suyo no es periodismo opinativo, político o activista. Lleva más de 10 años haciendo trabajos de investigación, y solo se mueve cómodamente entre hechos confirmados. Lo que ha producido es el relato de un proyecto sanitario cargado de buenas intenciones, pero que acabó provocando una serie de consecuencias no previstas, que obligaron a los profesionales sanitarios a pararse a pensar. Y que, con su frenazo actual, ha provocado una enorme inquietud e incertidumbre en todas aquellas personas vuln...
Hannah Barnes se piensa mucho cada respuesta. Y algunas preguntas las rechaza directamente, porque lo suyo no es periodismo opinativo, político o activista. Lleva más de 10 años haciendo trabajos de investigación, y solo se mueve cómodamente entre hechos confirmados. Lo que ha producido es el relato de un proyecto sanitario cargado de buenas intenciones, pero que acabó provocando una serie de consecuencias no previstas, que obligaron a los profesionales sanitarios a pararse a pensar. Y que, con su frenazo actual, ha provocado una enorme inquietud e incertidumbre en todas aquellas personas vulnerables que sufren al cuestionar su identidad de género y necesitan la ayuda urgente de los profesionales. Comparte sus reflexiones con un grupo de corresponsales extranjeros en el Reino Unido, entre los que se incluye el de EL PAÍS. Su libro, Time To Think. The Inside Story of the Collapse of the Tavistock´s Gender Service for Children (Tiempo para pensar. La historia interna del hundimiento del servicio infantil de género de Tavistock), que llegará a las librerías británicas el próximo 23 de febrero, narra el colapso de The Tavistock Center, en el oeste de Londres. Es la ampliación, acompañada de extensa documentación, del trabajo llevado a cabo por Barnes en el programa Newsnight, de la BBC, con el que logró premios tan prestigiosos como el que la Royal Television Society concede al periodismo televisivo. The Financial Times ya incluyó el libro como uno de los que marcarían el debate público en 2023.
A mediados de 2022, después de una rigurosa investigación interna, el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) decidió que cerraría provisionalmente —en la primavera de 2023— el único centro que, durante más de 30 años, había tratado a los menores que cuestionaban su identidad de género, a través del llamado Servicio para el Desarrollo de la Identidad de Género (GIDS, en sus siglas en inglés).
El informe elaborado por la doctora Hilary Cass sugirió que el servicio fuera transferido a los distintos centros de salud locales —un proceso todavía pendiente— para evitar “la falta de revisión por pares” que había sufrido Tavistock, por culpa sobre todo de su escasa “capacidad para atender la creciente demanda”. Sin que llegara a ser un veredicto de condena, el informe echaba en falta en el centro “una discusión abierta” sobre la naturaleza y las causas de la “incongruencia de género” de cada persona atendida, antes de optar por el proceso de transición.
“Esta no es una historia que pretenda negar las identidades trans; ni una historia que ponga en cuestión que las personas trans merecen como el que más tener unas vidas felices, libres de todo acoso y con acceso a una buena atención sanitaria”, advierte Barnes en su libro. “Es una historia sobre la seguridad de base de un servicio del NHS, sobre la idoneidad de la atención que proporcionaba y sobre el uso que hizo de tratamientos basados en evidencias muy pobres para atender a algunas de las personas jóvenes más vulnerables de nuestra sociedad. Y cómo mucha gente se sentó, observó y no hizo nada”.
Fue a partir de 2007 cuando un reducido grupo de profesionales (psicólogos, psicoterapeutas, especialistas en terapia de familia, trabajadores sociales y enfermeros) pasaron de tratar a apenas unos 50 menores al año a ser el centro al que referían miles de pacientes desde otros departamentos de Inglaterra, Gales, Escocia o Irlanda del Norte. Lo llamativo no eran las cifras —que no se conocen con exactitud porque no quedan registros globales de esas tres décadas—, sino la variación en el tipo de personas que acudían en busca de ayuda. La mayoría de la literatura científica recabada hasta esa fecha respecto a menores en desacuerdo con el género que se les había asignado se refería a niños nacidos varones que habían sufrido prácticamente toda su vida una incongruencia respecto a su sexo. De un modo gradual pero acelerado, la consulta del GIDS comenzó a llenarse, con cifras de pacientes imposibles de manejar, de chicas cuya angustia en torno a su verdadera identidad de género había comenzado a surgir durante la adolescencia.
Barnes huye de la explicación simplona que achaca esta situación únicamente a la influencia de las redes sociales, aunque no niega que sea un factor a tener en cuenta. Ha hablado con decenas de pacientes. Cada uno es un mundo. Y los factores, múltiples.
“Pienso en Harriet, uno de los casos tratados. Claro que admite en parte que la influencia del entorno social jugó un papel. Pero sobre todo era el combate que mantenía con su propia sexualidad. No le gustaba el hecho de ser lesbiana. Había mantenido una relación con otra chica de la que se había avergonzado bastante. La idea [de realizar la transición] se había hecho muy popular entre sus amistades, y en cierto modo le daba una cierta fama social ser no binaria, y luego trans”, cuenta la periodista. Harriet realizó todo el proceso. Bloqueadores de la pubertad. Tratamiento de sustitución hormonal. E intervención quirúrgica. Hoy se arrepiente de su transición, e intenta hacer las paces con su propia identidad.
Aunque el término “disforia de género” provoca constante polémica, y son muchas las personas involucradas en el debate que rechazan contemplarlo como un problema de salud mental —por el estigma que incorpora a aquellos que desean autodeterminar libremente su género—, el NHS lleva décadas admitiéndolo como diagnóstico: la incongruencia entre el sexo biológico de la persona y el género con el que se identifica. La OMS, que no lo considera una patología, sugiere en cambio la expresión “incongruencia de género”. En la práctica, no es necesario experimentarlo más allá de seis meses para que un profesional llegue a esa conclusión.
“Me hubiera gustado que alguien hubiera desafiado con más firmeza señales que yo atribuía entonces a la disforia de género [Harriet, que quería transicionar y pasar a ser Ollie, comenzó a visitar el GIDS a punto de cumplir 17 años], como el hecho de que no me gustaran las faldas o no me gustara mi voz. Podrían haber cuestionado de modo más severo el hecho de que yo cambiara de identidad de un modo tan rápido, y pasara de ser no binario a un chico trans a otra cosa distinta”, explica Harriet a Barnes.
Bloqueadores de pubertad: ¿tiempo para pensar?
Todos aquellos pacientes que aspiren a llevar a cabo un proceso médico de transición de género han dado sus primeros pasos en el GIDS, pero de allí pasan a ser derivados a pediatras endocrinólogos de los hospitales públicos del NHS. Son especialistas en todo diagnóstico médico de causa hormonal. El primer paso consiste en un tratamiento con análogos de la hormona liberadora de gonadotropinas, conocidos como bloqueadores de pubertad. Son medicamentos utilizados habitualmente para niños con pubertad precoz (antes de los ocho años en niñas, y nueve en niños). Afectan directamente a la glándula pituitaria, e impiden la liberación de hormonas sexuales como la testosterona o el estrógeno. Se han usado también para el tratamiento de cáncer de próstata en hombres, e incluso para la castración química de agresores sexuales, pero su uso en la disforia de género no corresponde al objetivo último para el que fueron desarrollados estos medicamentos. Su efecto, básicamente, consiste en frenar el desarrollo de rasgos físicos sexuales como los pechos en las niñas, o el pelo o la nuez de los varones.
El GIDS nació con la idea de ayudar a los jóvenes y sus familias que acudían allí a “desarrollar su identidad de género”, a traves de largas sesiones de psicoterapia. Solo al llegar a una edad cercana a los 16 años, y con el convencimiento de que la respuesta estaba en el cambio de género, se prescribían los bloqueadores de pubertad; esa espera, hasta los 16, era necesaria, creían los profesionales, para que los adolescentes pudieran adquirir una noción de la sexualidad que desarrollaban. La idea inicial del tratamiento era otorgar a los menores “tiempo para pensar” —de ahí el doble significado del título del libro, que pretende además que sea la sociedad la que pare a reflexionar antes de diseñar una respuesta a una situación real y urgente—, pero acabó convirtiéndose en la antesala de un proceso irreversible, por la reafirmación de sus convicciones que producía en las personas tratadas. “La realidad ha demostrado que nunca funcionó así”, concluye Barnes. “Siempre se trabajó con esa hipótesis de que era el modo de dar tiempo a los pacientes, y alejar la angustia que provocaba el desarrollo físico de un cuerpo que no era el que esa persona joven deseaba. En teoría, tenía todo el sentido del mundo. En la práctica, casi un 95% de los jóvenes en tratamiento pasaban a la fase siguiente (…) Los especialistas comenzaron a sospechar que, más que ayudar a pensar, lo que provocaban era cortar en seco ese periodo de reflexión, y que había pasado a ser la primera fase del proceso de transición”, señala la periodista.
Así lo señalaba el informe de la doctora Cass, que reclamaba “la necesidad de entender mejor las razones” por las que ese 95% o más de los jóvenes que comenzaban el tratamiento de bloqueo de la pubertad optaban por la fase siguiente de sustitución hormonal.
Una gran parte de los adolescentes que acudían al GIDS tenían vidas familiares complicadas. Proceden de entornos con dificultad finaciera, e incluso de situaciones de abusos sexuales. Muchos tenían trastornos alimenticios, se autoinfligían daños físicos, padecían depresión o tenían síntomas de autismo. Barnes se pregunta cómo es posible que casos tan variados derivaran en una misma respuesta: los bloqueadores de pubertad.
En el caso de los niños con pubertad precoz, al finalizar el tratamiento con bloqueadores sus cuerpos regresan al desarrollo biológico natural, sin apenas problemas. En el caso de los menores que desean realizar la transición, el tratamiento no se detiene en ningún momento, hasta pasar directamente a la fase de sustitución hormonal. Durante todo este tiempo, los pocos estudios médicos que hay al respecto son contradictorios. Es evidente que muchos de estos menores recuperan una tranquilidad y satisfacción mental, se liberan de la angustia, gracias a los bloqueadores. Pero otras investigaciones señalan cambios en la funcionalidad sexual, debilitamiento de los huesos o alteraciones en el estado de ánimo. Aquellos que pasan al tratamiento con hormonas sintéticas de sustitución han visto incrementado el riesgo de enfermedades coronarias. Y la tercera fase, la intervención quirúrgica, lleva a una irreversibilidad casi total que convierte en doloroso un hipotético proceso de vuelta atrás.
El cierre de Tavistock, sin embargo, no fue consecuencia de los posibles efectos secundarios de estos tratamientos. La causa fundamental, como señalaba el informe de Cass, se centraba en que nunca terminó de establecerse claramente si la incongruencia de género detectada en muchos jóvenes “era un fenómeno inherente e inmutable, para el que la mejor respuesta era un tratamiento de transición, o si eran en algunos casos posibles respuestas más fluidas y temporales ante una serie de factores psicológicos, sociales o de desarrollo”.
La catarata de dudas y preguntas que provoca la historia de Tavistock recibe unas respuestas que Barnes rodea de matices y precauciones. ¿Por qué se aceleró y multiplicó la prescripción de un proceso cuyas consecuencias, de ser indeseadas, eran tan dolorosas? ¿Por qué se siguió adelante con evidencias y pruebas previas tan pobres? ¿Por qué no se realizó un seguimiento en condiciones de todas las personas que pasaron por Tavistock? ¿Hubo influencia externa en el modo de actuar de los profesionales del centro?
“La mayoría de los profesionales que traté no se dejaban llevar por la ideología. Eran profesionales de la salud mental volcados en atender a estos menores. Pero es verdad que el miedo a recibir críticas era mucho mayor. Ha habido un cambio de mentalidad en la sociedad —a mi juicio, muy apropiado y justo— por el que nos hemos volcado en proteger los derechos de grupos minoritarios. Y eso provocó un temor real a ser calificados como tránsfobos. Es muy difícil determinar cuál fue el grado de presión de grupos activos como Mermaids [Sirenas, una organización de apoyo a los jóvenes trans], y cuál fue su influencia sobre la práctica médica. Pero es indudable que se llegó a temer su reacción ante la hipótesis de que la clínica adoptara ciertas decisiones”, dice Barnes.
Ante la publicación de su libro, muchos políticos y comentaristas, especialmente del entorno del Partido Conservador, han querido resucitar su guerra cultural contra el movimiento trans. Otros, como la profesora universitaria Kathleen Stock, que acabó renunciando a su puesto en la Universidad de Sussex ante la campaña desatada contra ella en el campus por su cuestionamiento de algunos planteamientos del movimiento trans, han dado la bienvenida al rigor y seriedad del libro de Barnes.
La periodista se limita a señalar el hecho más urgente, según ella, ante el cierre definitivo de Tavistock: más de 7.000 jóvenes en el Reino Unido han quedado en el limbo, a la espera de ayuda y diagnóstico, y necesitan ser atendidos.