Cómo una víctima de pederastia en la Iglesia saca otras a la luz: “Vi el reportaje y pensé: eso es lo que me pasó a mí”
Quienes denuncian abusos sexuales en el seno del clero se atreven a contar sus historias tras ver el nombre de su agresor, su colegio o su provincia en medios de comunicación
M. no recuerda qué día era. Sabe que fue el verano pasado, pero no sabe precisar más allá de eso porque era un día cualquiera. Cuenta que estaba en la biblioteca en la que trabaja, mirando noticias en Facebook, como suele hacer en sus ratos libres. De repente, se topó con un reportaje de este diario sobre abusos sexuales en el seno de la Iglesia (ya no recuerda cuál era). Pinchó en él, lo leyó y de ahí pasó a otro. Y a otro. Y a otro. Empezó a bucear entre los artículos sobre el tema que el periódico había ido publican...
M. no recuerda qué día era. Sabe que fue el verano pasado, pero no sabe precisar más allá de eso porque era un día cualquiera. Cuenta que estaba en la biblioteca en la que trabaja, mirando noticias en Facebook, como suele hacer en sus ratos libres. De repente, se topó con un reportaje de este diario sobre abusos sexuales en el seno de la Iglesia (ya no recuerda cuál era). Pinchó en él, lo leyó y de ahí pasó a otro. Y a otro. Y a otro. Empezó a bucear entre los artículos sobre el tema que el periódico había ido publicando desde que comenzó su investigación en 2018. Hasta que llegó a un reportaje sobre un abusador que desconocía si había salido a la luz, pero que inconscientemente estaba buscando: “Lo vi y lo reconocí”, cuenta.
En ese momento llamó a su padre, y él se lo confirmó: era José María Sánchez Nieto, el mismo jesuita que estuvo en la parroquia de San Ignacio de Loyola de Logroño (La Rioja) en 1984. El que abusó de ella cuando tenía 11 años. En ese reportaje, publicado en 2019, EL PAÍS destapaba cómo la cúpula de la Compañía de Jesús encubrió a Sánchez Nieto durante nueve años y lo trasladó, ante las quejas por abusos, por varios centros de España y Centroamérica. Al final del mismo había una nota a pie de página: “Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es”.
Meses después de aquella primera lectura, M. envió un correo a EL PAÍS. “He estado leyendo su artículo sobre el jesuita José María Sánchez Nieto, y este hombre abusó sexualmente de mí”, arranca su escrito. Su historia figura en el segundo informe sobre pederastia en la Iglesia española que este periódico entregó el pasado junio a la Conferencia Episcopal Española. Solo en ese dosier, 44 personas como ella aportan testimonios contra acusados que ya habían sido publicados anteriormente. Sus relatos no solo refuerzan las primeras denuncias, sino que en muchas ocasiones aportan nueva información, ya sea un lugar distinto u otra fecha.
Desde que este diario comenzó a publicar sobre el tema en 2018, muchas víctimas escriben al buzón porque han leído el nombre de su agresor, de su colegio o de su provincia, y quieren pronunciar un “yo también”. Otros que han preferido no hacer público su caso al menos han dado el paso de contarlo por primera vez en su entorno, a su familia, a sus excompañeros de colegio. La suma de esos relatos ha ido derrumbando poco a poco el muro que ha ocultado la realidad de los abusos en la Iglesia durante décadas.
Cuando la denuncia contra José María Sánchez Nieto se hizo pública en 2019, este diario solo conocía el testimonio de una víctima: un hombre que le acusaba de abusos en los años ochenta, cuando el jesuita era vicario de la iglesia de El Milagro de San José, en Salamanca. El acusado, conocido como Chema, comenzó su trayectoria en ese templo y luego, en 1984, pasó a estar al frente de la parroquia de San Ignacio de Logroño y a ser profesor de religión en el colegio jesuita de esta ciudad. Permaneció en Logroño hasta 1997. Ese año la Compañía de Jesús lo apartó del contacto con menores, en respuesta a las protestas de la víctima de Salamanca, que en 1988 denunció ante la orden los abusos que sufrió a manos de Sánchez Nieto, quien los reconoció.
Pero las medidas tomadas por la orden en 1997 llegaron demasiado tarde para M. Ella conoció al acusado en Logroño en 1984: “Él tocaba la guitarra y yo estaba en el coro con mi madre, que era la que coordinaba el coro de los niños”, narra. Por tanto, coincidía con él todos los domingos en los ensayos y luego en las misas. Además, lo veía en las catequesis semanales. “Este hombre me tocaba el culo y me sentaba en sus rodillas”. Sabía que aquello no era normal e intentaba protegerse. “Le decía a mi madre que este hombre era malo y que no me gustaba nada”, continúa. Pero su familia no le hacía caso, no le creía. “Él era sacerdote, ¿cómo iban a creerme?”, apunta la víctima. “Recuerdo haberle dicho a mi madre delante de él que era malo, que mentía. Y recuerdo que él decía con su sonrisa falsa: ‘Qué cosas tienen los niños”.
M. asegura que aquellos episodios le destrozaron la vida. Empezó a rebelarse contra la religión y la Iglesia, cosa que la distanció de su familia “ultrarreligiosa”. “Me convertí en la oveja negra de mi familia, nadie me hacía caso nunca. Yo odiaba la religión. Todas esas personas decían que había que ser buenos, y muchos de ellos mentían como bellacos”, dice. Cuando M. encontró el reportaje de EL PAÍS hace un año, habló con sus padres sobre el tema. “Ellos sabían que este hombre había sido acusado por abusos sexuales y no me habían dicho nada. Lo habían tapado”, lamenta. “Pero yo llevaba razón, ese hombre era malo. Y me robó mi vida. Me robó el respeto y cariño de mi familia”, prosigue.
Una portavoz de la Compañía de Jesús ha confirmado a EL PAÍS que Sánchez Nieto ha fallecido, aunque no ha especificado si la orden ha recibido alguna otra denuncia contra el acusado además de las dos recabas por este diario.
El efecto llamada
Para algunas víctimas basta con tan solo leer artículos en los que se hable de la orden de su antiguo colegio, sin que necesariamente se mencione el nombre de su agresor, para sentirse aludidos y decidir contar su historia. Se trata de un tipo de efecto llamada que hace que nuevos testimonios afloren. Es lo que le ocurrió a José Luis Villagarcia Serrano: vio el reportaje publicado por este diario sobre los abusos denunciados en los colegios de La Salle y decidió que él también quería figurar en la contabilidad del periódico.
En 1967, Villagarcia Serrano entró como interno en el colegio de la orden de La Salle de Granada, entonces ubicado en el Mirador de Rolando. Recuerda nítidamente lo que le ocurrió durante el curso 1972-1973, cuando tenía 17 años. “Dormíamos en una camareta cuya puerta era una cortina y los tabiques eran muy pequeños y no llegaban al techo. Mi cama estaba enfrente del cuarto, este sí completamente cerrado, del director Virgilio”, describe. Se refiere a Virgilio Rojo Moreno, el entonces director espiritual de los alumnos del centro. “Empecé a despertarme por las noches, sobre las tres de la madrugada, sobresaltado porque alguien estaba tocándome los genitales e inmediatamente que adquiría la consciencia, salía corriendo y desaparecía”, cuenta.
Al principio Villagarcia Serrano pensaba que era algún compañero “haciendo algún escarceo”. “Pero en el desayuno otros chicos también decían que alguien había entrado en su camareta durante la noche”, relata. Las dos siguientes veces que se despertó con la misma sensación se percató de algo: “Cuando desaparecía, se metía en el cuarto del director, cuya puerta estaba abierta enfrente y de donde procedía la única luz que tenuemente nos iluminaba”, dice. Así fue como descubrió que quien lo tocaba todas las noches era Virgilio Rojo Moreno.
Villagarcia Serrano se lo comentó a dos hermanos de La Salle del centro, a Joaquín, con quien tenía confianza, y a Severino, el encargado de la educación de los alumnos. La víctima cree que este último se lo dijo al acusado porque más adelante, en una reunión individual, Moreno Rojo intentó excusarse: “Me comentó que dichas visitas las realizaba casi obligatoriamente para comprobar que no nos masturbáramos”, relata. “Creo que le dejé claro que no quería que se repitieran, dado el susto, la intranquilidad y desasosiego, incluso espiritual, que me producían”. No obstante, volvió a ocurrir. “El 4 de junio de 1973 fue la última incursión. Esta vez, me levanté, hice mi maleta, y temprano fui a comunicarle al hermano Joaquín que quería irme a mi casa”, cuenta.
Una portavoz de La Salle ha asegurado que la orden está investigando el caso de Virgilio Rojo Moreno, al igual que todos los otros que EL PAÍS le ha remitido. Rojo Moreno sigue vinculado a La Salle, según ha confirmado dicha portavoz. Este diario ha comprobado que actualmente es asesor de la Federación Lasaliana de Andalucía y Melilla, según la página web de dicha organización. En 2019 la Coordinadora de Asociaciones de Antiguos Alumnos de La Salle del Distrito ARLEP (España y Portugal) le otorgó una distinción honorífica “por su labor de apoyo, asesoramiento, guía y coordinación con las asociaciones de antiguos alumnos”.
“El abuso me marcó y me sigue marcando”
M. G. B. cuenta que durante mucho tiempo estuvo atenta a la recopilación de casos de pederastia llevada a cabo por EL PAÍS, que hasta ahora suma 840 casos y 1.594 víctimas. Buscaba si en el listado aparecía su municipio, Sant Feliu de Llobregat. “Y en la última actualización, por fin lo vi”, dice, en referencia a la actualización de la base de datos hecha el pasado enero. Era la confirmación de que ella no había sido la única víctima en esta localidad, y se animó a denunciarlo. Ella acusa a J., el sacristán de la catedral de Sant Llorenç de Sant Feliu de Llobregat a principios de los años noventa.
Para la mujer, J. era una persona de confianza. Consideraba que tenían una relación de amistad. Hasta que empezó a sobrepasarse con ella: “Me pedía que lo abrazara, me rozaba en partes del cuerpo ‘tabú”. “Recuerdo los tocamientos, y el estar muy pegada a su cuerpo. Lo recuerdo a él apretándome el trasero contra él. Y varias veces”. La víctima, que entonces tenía entre 9 y 11 años, relata que desde entonces tiene grabado cómo era la sacristía, dónde estaban las cosas, la textura y el roce de los pantalones del acusado. La mujer admite que entonces no supo identificar aquello como abusos sexuales. Solo sabía que le daba “vergüenza y asco” y que le generaba “miedo e incomprensión”. Nunca se lo contó a nadie.
Consultada por este diario, una portavoz del obispado de Sant Feliu de Llobregat ha asegurado que la diócesis no ha “logrado reunir los datos suficientes para identificar al presunto abusador”. No obstante, ha expresado “el rechazo y la condena de este tipo de hechos, así como toda la solidaridad y empatía con la víctima”.
Unos 30 años después, M. G. B. se volvió a encontrar al acusado J. “Poco antes de la pandemia, empezó a acosarme en la estación de tren. Identificándome claramente y dirigiéndose a mí, llegando a decirme que estaba tan guapa como de pequeña”, narra la mujer. “Fue horrible descubrir que esa persona seguía teniendo poder sobre mí, cómo me hacía sentir pequeña e indefensa, cómo me violentaba interponiéndose en mi camino para salir o entrar por el único acceso que tiene la estación”, confiesa.
Candelaria (nombre ficticio) leyó en EL PAÍS un reportaje, publicado el pasado diciembre, sobre mujeres que de niñas sufrieron abusos sexuales en el seno de la Iglesia y pensó: “Eso es lo que me pasó a mí”. Encontró consuelo en testimonios como el de Leonor García, quien describe en dicho artículo cómo años después de los abusos que sufrió no soportaba que nadie la tocara y se sentía incapaz de dar ni recibir afecto. A Candelaria le pasó lo mismo: “Cuando era joven, que me tocaran o me abrazaran era como una repulsa que sentía dentro de mí. No solo era con los hombres, que les tenía un miedo tremendo, sino con todas las personas cercanas. Sentía una angustia por dentro”.
Candelaria tenía entre cinco y seis años, a principios de los años sesenta, cuando su tía trabajaba limpiando y cocinando en el monasterio de San Clodio de Leiro, en Ourense. La pequeña la acompañaba y jugaba por el templo. Allí había un sacerdote cuyo nombre no recuerda que abusó de ella. “Tengo que decir que tengo lagunas, pero fueron tocamientos y besos”, cuenta. “Me acuerdo porque tuve una crisis nerviosa a los 30 años, fue cuando me acordé de todo. Lo vi como un flash. No sé si hubo más de lo que recuerdo”, admite.
“El abuso me marcó y me sigue marcando”, señala Candelaria. “Aún hoy la mente se me quiere cerrar para no acordarme de más”, apunta. Solo se lo ha contado a su esposo y a su psicóloga, pero decidió hacer su caso público “para que por una vez la Iglesia baje de ese trono y reconozca que pasó”. “Lo mínimo que debería hacer es reconocerlo y públicamente pedir perdón”.
Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es.