El poder de las redacciones
El Estatuto de la Redacción supuso una formidable novedad en el periodismo español. ‘Abc’ llegó a decir que el pacto en EL PAÍS acababa con la libertad de prensa
EL PAÍS fue el primer periódico en España en el que, a través de un pacto con la propiedad y con la dirección, la Redacción en su conjunto garantizó su autonomía profesional respecto a los accionistas y su papel, y su poder, en el desarrollo y en la defensa de un modelo periodístico consensuado. El acuerdo se plasmó en el Estatuto de la Redacción, un texto con tres páginas y 21 artículos que sigue en vigor, que llevó meses negociar y que supuso en su momento una formidable novedad en el mundo de las redacciones y de la empresa periodística. Aun hoy el Estatuto de la Redacción de EL PAÍS, quizá...
EL PAÍS fue el primer periódico en España en el que, a través de un pacto con la propiedad y con la dirección, la Redacción en su conjunto garantizó su autonomía profesional respecto a los accionistas y su papel, y su poder, en el desarrollo y en la defensa de un modelo periodístico consensuado. El acuerdo se plasmó en el Estatuto de la Redacción, un texto con tres páginas y 21 artículos que sigue en vigor, que llevó meses negociar y que supuso en su momento una formidable novedad en el mundo de las redacciones y de la empresa periodística. Aun hoy el Estatuto de la Redacción de EL PAÍS, quizás demasiado poco conocido, es uno de los instrumentos más interesantes que existen en el mundo para que los periodistas aseguren el cumplimiento de los principios básicos de la profesión.
El texto fue aprobado por dos tercios del censo de la Redacción el 11 de junio de 1980 y por la mayoría de la Junta General de Accionistas el 20 de ese mismo mes, en una asamblea extraordinariamente agitada en la que un accionista, recogiendo los argumentos de un violento editorial previo de Abc, llegó a afirmar que el Estatuto acababa “con la libertad prensa”, y acusaba a la Redacción de crear un sóviet. Un largo editorial de EL PAÍS, un día antes de la Junta, tomaba el pelo al Abc (“¿sabrán lo que es un sóviet?”) y definía el Estatuto como un instrumento de defensa de un periodismo honesto.
La idea de lograr un mecanismo que ordenara las relaciones profesionales entre la Redacción, la dirección y la propiedad surgió muy pronto. La mayoría de los jóvenes, y sin embargo experimentados, periodistas contratados para el nacimiento de EL PAÍS conocía el modelo de la Sociedad de Redactores de Le Monde, por el que un 25% de las acciones de ese medio, con capacidad de bloqueo, estaba en manos de los periodistas. Una comisión abierta integrada por un nutrido grupo de redactores de EL PAÍS estudió, ya en junio de 1978, ese modelo, así como otros que no afectaban a la propiedad, pero que buscaban garantías de independencia profesional, y que ya existían, sobre todo en países escandinavos. La comisión estableció unas líneas de trabajo y decidió convocar elecciones para nombrar a los cinco representantes que abrirían la negociación con la dirección y la empresa. Fueron elegidos, el 8 de junio de 1979, con el 62% del censo, Bonifacio de la Cuadra, Félix Monteira, Rosa Montero, Ángel Santacruz y yo misma, entonces una redactora de 28 años.
La propuesta de búsqueda de un acuerdo consensuado fue alentada inmediatamente por el director y fundador de EL PAÍS, Juan Luis Cebrián, que por aquel entonces acababa de llegar a una alianza con Jesús de Polanco, el principal accionista y presidente de la empresa editora del diario, Promotora de Informaciones (PRISA) para garantizar un modelo periodístico profesional y los amplios poderes del director del medio. Faltaban por definir ese modelo y esos poderes en un texto en el que también se recogieran los poderes de la Redacción. Polanco, sometido a la presión de un grupo de accionistas que no compartía su proyecto ni su alianza con Cebrián y con la Redacción, aceptó negociar lo que enseguida se llamó “Estatuto de la Redacción”. Durante meses, los representantes de los redactores, que discutían como podían, en alguno de los ratos libres que dejaba la frenética actividad profesional, se reunieron con Cebrián y en ocasiones con el director adjunto, Augusto Delkáder, para avanzar en un articulado que todos éramos conscientes de que debería ser aprobado en última instancia por la Redacción, pero también, y no parecía fácil, por la Junta General de Accionistas.
Pronto se desechó el modelo francés de la sociedad de redactores, que no gustaba a Polanco pero, sobre todo, que no hubiera logrado superar la barrera de la Junta General, y los esfuerzos se concentraron en definir los principios de la publicación, imprescindibles para desarrollar el muy novedoso derecho a la cláusula de conciencia (admitida por la Constitución pero nunca desarrollada por ley) y el todavía más importante artículo 7, según el cual cuando dos tercios de la Redacción consideran que una posición editorial vulnera su dignidad o imagen profesional pueden exponer a través del propio diario su opinión discrepante. La clara primacía del director sobre cualquier órgano de la propiedad a la hora de fijar la línea editorial y de organizar el trabajo de la Redacción, con derecho de veto sobre todos los originales, incluida la publicidad, quedó complementada por el importante derecho de la Redacción a votar su nombramiento, antes de que el consejo de administración pudiera efectuarlo.
El Estatuto, consideran hoy algunos críticos, no alteró la relación entre la propiedad del medio y los periodistas, y de hecho nunca se ha rechazado ninguna propuesta del consejo de administración para el cargo de director, y solo una vez la Redacción recurrió al artículo 7. Pero lo que se constata es lo contrario: que nunca la propiedad ha propuesto a un director que la Redacción no aprobara. Desde todos los puntos de vista, 40 años después, el Estatuto de Redacción sigue siendo un instrumento práctico, sensato y formidable de independencia profesional.