Empleados asintomáticos y mayores que necesitan salir a dar una vuelta: el virus se dispara en residencias de Cantabria

Seis centros son el foco de la segunda ola en una comunidad que hasta hace dos meses tenía controlada la pandemia. “Hacemos todo lo que podemos, pero si entra, arrasa”, lamentan

Tres trabajadoras salen el viernes de la residencia de mayores San Cándido, en Santander, una de las más afectadas por la segunda ola del virus en Cantabria.Lino Rico

“El 12 de octubre, en el puente del Pilar, en toda Cantabria teníamos cinco positivos. El día 13 ya se empezó a disparar, y mira ahora. Tenemos una tasa que nunca habíamos visto, focalizada sobre todo en unas pocas residencias. ¿Por qué? No sabría explicarte”, admite el director general de Políticas Sociales de Cantabria, Julio Soto. La tasa de incidencia acumulada, 257 casos por cada 100.000 habitantes, es la segunda más elevada tras el País Vasco, debido sobre todo a un puñado de residencias, seis. Los peligros de u...

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“El 12 de octubre, en el puente del Pilar, en toda Cantabria teníamos cinco positivos. El día 13 ya se empezó a disparar, y mira ahora. Tenemos una tasa que nunca habíamos visto, focalizada sobre todo en unas pocas residencias. ¿Por qué? No sabría explicarte”, admite el director general de Políticas Sociales de Cantabria, Julio Soto. La tasa de incidencia acumulada, 257 casos por cada 100.000 habitantes, es la segunda más elevada tras el País Vasco, debido sobre todo a un puñado de residencias, seis. Los peligros de un puente son la primera lección de Cantabria. El 14 de octubre el virus ya apareció en una residencia de un pueblo, Villacarriedo. Era el segundo brote en ese municipio, el primero había sido en un bar. El caso de Cantabria, una comunidad que hasta ahora llevaba bien la pandemia y ejemplo de transparencia en su web de datos, enseña que el virus se acaba filtrando en las residencias si fuera la incidencia es alta. Más aún si son muchos asintomáticos. Aunque hagan todo bien y por muchas precauciones que tomen: la infección entra silenciosamente por los trabajadores, las visitas y las salidas de los propios mayores, es una acumulación de riesgos. No es tan fácil blindar una residencia, porque no es una cárcel, sino un hogar. Según los datos del INE conocidos la semana pasada, en los centros sociosanitarios españoles se produjeron una de cada tres muertes por covid-19 en la primera ola: 13.700 personas. En Cantabria, desde el inicio de la pandemia, han fallecido en las residencias 208 mayores, el 3,74% del total de usuarios, 67 de ellos desde junio en esta segunda ola.

La alarma comenzó en noviembre y la semana pasada los casos se doblaron, más de 400 acumulados. En residencias la mayoría han sido asintomáticos, pero 54 seguían este domingo en el hospital. EL PAÍS ha hablado con los responsables de cuatro de los centros más afectados. Estresados, angustiados, algunos de ellos también contagiados, preocupados porque se demoniza el sector, sus relatos coinciden: todos tenían dentro el virus y no lo sabían. En el peor parado, San Francisco I, en Reinosa (que ayer tenía 86 casos positivos, incluidos los hospitalizados, más 39 trabajadores), lo descubrieron porque les hicieron un barrido de pruebas al azar de la Consejería de Sanidad: dieron positivo tres trabajadores y una residente, y no tenían ninguna relación entre sí, estaban en burbujas distintas dentro del centro. El barrido, por ejemplo, ha demostrado ser un arma eficaz en Cantabria, se hace periódicamente en las 84 residencias de la comunidad —5.600 plazas, casi todas concertadas de pequeñas empresas, salvo tres públicas—. El sector, que afirma que la Consejería de Políticas Sociales se ha volcado con ellos, alaba que el Gobierno regional puso en marcha un sistema, el programa Gescare, para pedir rápidamente pruebas PCR cuando se desee. Querrían barridos semanales, aseguran que es el único modo de defenderse.

En Villa Cicero, en Bárcena de Cicero (30 residentes y 7 empleados contagiados este domingo), lo supieron porque enviaron a una mujer al hospital por otra cosa, allí le hicieron el test y dio positivo. Solo en San Cándido, en Santander (64 mayores afectados y 24 empleados), se descubrió porque un trabajador tuvo síntomas. El caso más llamativo es el de la residencia de Valdeolea (15 usuarios y 19 trabajadores): la doctora pasó por el bar de al lado y vio a uno de los ancianos tomando un vino sin mascarilla. “Ahora mismo te pido una PCR”, le dijo, según el relato del propietario, Rubén Otero, del grupo Calidad en Dependencia, con cinco centros en la región, y presidente de la Federación Empresarial de la Dependencia de la comunidad. El hombre dio positivo. Si no le hubieran visto, no se habrían enterado. También esto ha pasado, porque los mayores en condiciones de hacerlo pueden salir, aunque no sean muchos. La cuestión no es tan sencilla como cerrarlos a cal y canto, dentro viven personas, ciudadanos con los mismos derechos que cualquiera que vive en su casa. En Villa Cicero, por ejemplo, algunos han salido a hacerse el DNI, al oculista, a la consulta. En cuanto hay positivos los centros sí se aíslan.

El Ministerio de Sanidad y las comunidades acordaron en verano reducir las visitas y limitar al máximo las salidas. Prohibir o no las salidas, como han hecho algunas comunidades autónomas (y a veces tampoco ha frenado el virus), ha enfrentado al Gobierno de Cantabria con muchas residencias. “Ha habido obsesión por cerrar, y nos hemos negado, es privar de un derecho fundamental. Alguna residencia ha cerrado y el juez ha dicho que no. Nuestro modelo es claro, las residencias son centros sociales, no hospitalarios, es el domicilio de estas personas. Creo que ha pesado que al principio tener un positivo daba mala imagen, parecía que lo hacías mal, y por eso querían cerrarse, prohibir visitas y salidas. Pero es que los contagios son por los trabajadores fundamentalmente. En los centros de día no hay casos y los usuarios entran y salen cada día”, explica Julio Soto, que no cree que el problema principal sean los mayores que salen a dar una vuelta. En San Cándido, el más grande de los centros afectados, 200 trabajadores llegan cada día desde distintos puntos de Cantabria.

Juan José Lázaro, director de San Francisco I, en Reinosa, la más golpeada, recuerda la conversación que tuvo con un señor que salía a menudo. Decía que era solo a tomar un blanco con los amigos y volver:

—Si usted me prohíbe salir, yo no salgo.

—Yo no soy un juez, no le puedo prohibir salir, pero le aconsejo que no salga.

Le hizo caso, no salió. Luego dio positivo. Lázaro reflexiona sobre los dilemas con que se enfrenta cada día, cuando las decisiones no son ni blanco ni negro, sino que debe considerar el factor humano: “A ti te quitan el año 2020 y es doloroso, pero bueno, llegará el 2021, el 2022, pero a muchas personas mayores les estás quitando la mitad de la vida que les queda, si no más. Hay gente que no tiene tiempo para recuperar lo que ha perdido estos meses, es necesario comprenderlo, mostrar empatía”. El vino de este señor quizá le daba la vida, como las visitas de familiares. Los bares de Cantabria están cerrados desde el 6 de noviembre, solo pueden atender en terraza. En la plaza de Reinosa, una zona con altísima incidencia, estaban llenas el mediodía del miércoles.

En cuanto a los otros dos factores de riesgo, las visitas y los trabajadores, se toman las máximas precauciones. En una visita a una residencia no afectada, la de Puente Arce, los ancianos están repartidos en grupos en salas comunes distintas. Los familiares, con mascarilla, gel, felpudo. Los empleados, cambio de ropa, doble mascarilla, pantalla de plástico. “Las distancias, con el aseo, ducharlos, comiendo, son las que son, es inevitable”, señala Idoia Soto, directora de Villa Cicero. El riesgo es que si el virus se cuela encuentra a casi todos los ancianos sin mascarilla. “Llega un momento en que a una persona mayor no puedes tenerla nueve meses con mascarilla, encerrada en su habitación y sin atención personalizada, no puedes negarle una visita de su hija. Todo esto es descorazonador, rompe todos los principios que hemos aprendido en el ámbito asistencial”, reflexiona Lázaro. En San Cándido, por ejemplo, de los 95 mayores del edificio que se ha contagiado, 45 sufren demencias. “Tenerles con mascarilla es muy difícil”, apunta su directora, Gema De la Concha. “Haces todo lo que puedes, pero una vez que entra, arrasa”, concluye Idoia Soto. En todos estos centros, una vez detectado el virus, se disparó las semanas siguientes. Siguieron haciendo barridos de test, y siguieron apareciendo positivos. Si entra en una burbuja, cae entera.

Además de las cuatro mencionadas, las otras dos residencias más afectadas son Félix de las Cuevas, en Potes, (16 mayores y 7 profesionales positivos este domingo) y Santa Ana, en Santoña (39 usuarios y 6 trabajadores). Cantabria, como algunas otras comunidades, cuenta con una residencia exclusiva para pacientes con covid en Suances, donde los centros afectados pueden enviar sus usuarios. Ayer alojaba 56 personas. El Gobierno querría abrir otra, pero no puede, por la misma razón que los centros donde ha caído parte de la plantilla se vuelven locos para dar el servicio. Por un asunto grave y pendiente, ya de antes: no hay personal. Pero no solo en Cantabria, en toda España. Aquí se toca un punto crucial del modelo que quiere tener un país. Los sueldos de enfermería son de 1.200 a 1.500 euros, según la patronal, y los auxiliares suelen ser mileuristas, pero en las residencias públicas se cobra más y se trabaja mejor, con una ratio más razonable de usuarios por empleado. El sector acusa a la Administración de robarles la gente, en residencias y hospitales. “Con la pandemia se nos habrá ido en torno al 70% de las enfermeras, y muchos de los auxiliares”, calcula Otero. Todos aseguran que no pueden competir con lo público.

¿La solución? Para el sector, ampliar el número de estudiantes de Enfermería y lograr un convenio más competitivo que iguale las condiciones con el sector público. Las concertadas aseguran que las cuentas les salen justas: en Cantabria les pagan 55 euros por usuario y día, y es de las comunidades autónomas donde mejor pagan. “Lo que pedimos es un estudio económico de lo que vale realmente una plaza. ¿Qué hotel te da por 55 euros al día una habitación, comidas, terapias, médico, enfermera…?”, razona Otero. “En 2018 tuvimos 180.000 euros de déficit de las plazas concertadas, y este año, con el aumento de costes y las plazas vacías será terrorífico”, lamenta De la Concha, de San Cándido de Santander. Ella si pudiera contrataría ahora mismo como mínimo a 10, pero no los encuentra. Otero cuenta que con la emergencia se ha recurrido a personal voluntario sin titulación: una peluquera, una podóloga, de la hostelería… “y han funcionado muy bien”. Pero se mueven en la fragilidad. Rocío Ruiz, trabajadora de la Plataforma por la Dignidad en Geriatría en Cantabria, cree que la culpa es de la Administración: “Si eres tú el que pagas, tú tienes que exigir y ya sabes lo que hay, sabes que falta personal. El problema es que la geriatría se está convirtiendo en un negocio. Es verdad que las plazas se pagan menos de lo que se debiera, pero hay muchas residencias que son de fondos de inversión, y no vienen a perder dinero”. Reprocha que en ese control público, por ejemplo, los funcionarios avisan de cuándo van a ir las inspecciones. Ella ha hecho noches con tres enfermeras para 150 residentes.

Del otro lado, el de la Administración, Julio Soto asegura que, según sus estudios, en Cantabria los costes de las residencias están un 10% por debajo de lo que les pagan, pero reconoce que así no se puede seguir. “Los salarios son bajísimos, pero no los decide el Gobierno, lo pactan empresarios y sindicatos. Y meten muchas horas, con mucha presión, hay que mejorar las ratios, la Administración tiene que hacer un esfuerzo para que haya más trabajadores”. El único modo, opina, es invertir más en servicios sociales. Espera que los nuevos Presupuestos del Gobierno central ayuden a cambiar el rumbo. Porque según la ley de dependencia, se financia a medias entre el Estado y cada Gobierno autonómico. “Pero nunca se ha cumplido, en ningún sitio. En Cantabria nosotros ponemos el 80%, si esto se equilibra tendremos margen para mejorar”. Si no, por mil euros, la gente prefiere ser reponedor en un supermercado. Es menos duro y no ves morir a nadie. “Nos han criticado mucho, pero hay mucha vocación y profesionalidad, yo he visto héroes y heroínas en nuestros pasillos”, dice Juan José Lázaro. En la primera ola, Rubén Otero se quedó a vivir 32 días en uno de los centros. El 50% de la plantilla se puso de baja el primer día, entre positivos y los que tenían miedo. “Acordamos quedarnos allí. Luego nos dejaron un polideportivo para dormir, y al final un convento. Como empresario, ha sido de las mejores experiencias de mi vida”.

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