Tajo, cómo matar a un río (III)

El Tejo en Lisboa: cuando la sal ataca

La reducción de agua en el curso del río Tajo y la subida del nivel del mar están provocando que el agua salada entre por su desembocadura en Portugal. En ocasiones, los agricultores lusos tienen que utilizar sus tractores para hacer barricadas y contener la sal en el estuario

Puente de Lisboa, que cruza el estuario del río Tajo en su desembocadura en el Océano Atlántico.Rui Oliveira

Todos los días, a las siete de la mañana, Joaquim Madaleno se levanta y mira por la ventana el arroyo que pasa por la casa de campo en la que vive, a 50 kilómetros de Lisboa, en el municipio de Vila Franca de Xira. En realidad es un pequeño brazo del Tejo (nombre del Tajo en portugués) que entra por el norte del estuario, donde ha instalado una tabla de medición de mareas hecha a mano. Gracias a esa larga regla de madera ve cómo cambia el río. “Hace unos años, entre los puntos más extremos de la marea alta y de la marea baja había una diferencia media de dos metros. Hoy en día, la variación puede llegar a 4,5. Si el clima es seco, no tardo en darme cuenta de que el mar está subiendo por el Tajo. Cada vez tengo que dar más la voz de alarma”, se lamenta. “El río se está colapsando”.

Para los que viven en la capital portuguesa es difícil percibir las oscilaciones del agua. A diferencia de Madaleno, que por su cargo como presidente de la conocida como Lezíria Grande, la Asociación de Beneficiarios de Lezíria Grande de Vila Franca de Xira, la invasión salina del río le afecta profundamente. En total, 135 agricultores trabajan a diario en la mayor explotación agrícola de la cuenca del Tajo portugués: 13.420 hectáreas de tierra situadas a 30 kilómetros al norte de Lisboa.

El cambio climático parece estar detrás de un fenómeno natural tan discreto como preocupante. “Hace 20 años nadie pensaba en esto, pero las señales son innegables y hay que hacer algo”, asume António Carmona Rodrigues, alcalde de Lisboa entre 2004 y 2007 y una de las principales autoridades de Portugal en el ámbito de la hidrología y en la gestión de los recursos hídricos. “La subida del agua salada trae consigo especies invasoras que destruyen los hábitats, amenazan la producción agrícola y pueden afectar al suministro para el consumo humano”, advierte el también profesor de la Universidade Nova de Lisboa.


El agua salada tiene dos formas de invadir el Tajo. La más frecuente es con la marea alta. Cuando esto ocurre, suele haber menos agua dulce bajando por el río y las olas llegan más lejos que nunca. A menudo llevan consigo fauna, flora y plancton, que alteran con gran impacto los hábitats de las cuencas. Esto es lo que Joaquim Madaleno observa desde su ventana.

Hay un segundo tipo de invasión que transforma el río para siempre: la subida de la cuña salina. “El cambio climático y el uso humano influyen en que discurra menos agua dulce por el río”, explica Carmona Rodrigues. “Por otro lado, el deshielo hace que el nivel de los océanos aumente, lo que provoca que las masas con materia salina avancen a lo largo del fondo del río y se establecen gradualmente”.

Imagine que está haciendo un bizcocho de mármol. Es un postre tradicional de los dos países donde transcurre el Tajo, y que se come en rodajas. Se hace con dos pastas: una blanca de vainilla y otra de chocolate. Se colocan alternativamente en la misma bandeja del horno, de modo que parecen una piedra de mármol. A un lado de la bandeja se deposita la masa clara y, al otro lado y al mismo tiempo, la masa oscura. Al ser más denso, el chocolate avanza gradualmente ocupando casi todo el fondo del molde.

En el Tajo, el agua salada es el chocolate. Al ser más densa, avanza como la lava de un volcán, río arriba, y se establece. Si la marea inunda, la cuña salina engulle.

Manhattan, Ribatejo

Para los agricultores de Lezíria Grande, el futuro ya ha llegado: “Aquí, aquí y aquí”, exclama Joaquim Madaleno, mientras señala con el brazo las orillas de Reta do Cabo, un tramo de 10 kilómetros de la carretera nacional 10 que divide esta explotación agrícola por la mitad. “El maíz, la remolacha y el melón se han plantado aquí durante décadas. Ahora es inviable”.

“El maíz, la remolacha y el melón se han plantado aquí durante décadas. Ahora es inviable”
Joaquim Madaleno, presidente de la Asociación de Lezíria Grande

Junto al alquitrán, todavía se pueden ver algunos de los puestos tradicionales de venta de melón, pero es un producto que ya no se da en esas tierras. “Algunos vienen de los huertos más meridionales, pero la mayoría los compro en el supermercado”, dice una vendedora que no quiere dar un nombre para no comprometer el negocio. “El melón ya no se da, hay demasiada sal”.

Los tomates, cuyo precio en el mercado internacional se ha disparado en la última década, ahora ocupan casi toda la mitad norte de la tierra. “La zona sur está casi totalmente plantada de arroz, producto de las inundaciones, donde el 90 por ciento del agua sirve como estabilizador térmico y, por lo tanto, es más resistente a la sal”, cuenta Joaquim Madaleno.

El tomate puede contener casi un gramo de sal por litro de agua, el arroz dos. El melón no puede soportar casi nada. “Somos una agricultura moderna, que funciona y contribuye a la economía del país”, dice el presidente de una explotación agrícola en la que el 90 por ciento de la producción se exporta y de la que viven directa e indirectamente 3.500 personas. “Pero para seguir produciendo necesitamos agua dulce. Y cada vez tenemos menos”.

Fue en 2005 cuando los problemas empezaron a ser verdaderamente graves. Maria Caeiro, una ingeniera agrónoma que trabaja en Lezíria Grande, tiene entre otras responsabilidades la de vigilar los niveles de salinidad del agua que entra en la explotación. Como las tierras de cultivo se encuentran por debajo del nivel medio del agua de mar, están rodeadas por un dique de 67 kilómetros y el riego de la tierra se hace por gravedad. Las compuertas que dan al río se abren y se cierran según se requiera para la irrigación. En el verano de ese año, la Estación de Bombeo de Conchoso —a 50 kilómetros al norte de Lisboa— marcó tres gramos de sal por litro de agua. “Era algo inimaginable, más de un gramo”, dice Caeiro. “Tuvimos que cerrar las compuertas”.

Vista de dron de los campos de cultivo de la explotación Lezíria Grande, en Vila Franca de Xira (Lisboa). Tubería por donde sale el agua al canal de riego. Caballos en Lezíria Grande, finca agrícola cerca de Lisboa.Rui Oliveira

Lezíria Grande es también una especie de isla, un enorme Manhattan donde el río Tajo circula por un frente y Sorraia, uno de sus afluentes, por el otro. “Cuando no podemos conseguir agua de un lado vamos al otro. Pero no siempre es posible, porque el Sorraia tiende a secarse en verano”, confiesa la ingeniera. Afortunadamente, ambos ríos tenían agua en 2005, pero la cuña salina avanzaba tanto que también subía por el otro río. El 25 de agosto de aquel año, los granjeros se reunieron para hacer algo sin precedentes. Movilizaron todos los tractores de la cooperativa para construir una barrera de tierra en la Sorraia, para que el agua salada procedente del Tajo no pudiera avanzar más. Con este parche, al menos se salvaron las cosechas.

En 2012, la salinidad superó los cuatro gramos por litro y los productores volvieron a levantar una barricada para frenar la sal. Lo mismo ocurrió en julio de 2019 —lo que causó cierta polémica porque la medida fue decretada por la Agencia Portuguesa del Medio Ambiente—. “Teníamos que hacer algo o lo perdíamos todo”, recuerda Joaquim Madaleno. “Lo que sabemos es que la salinidad está aumentando. Hay picos inesperados y cíclicos, algo que nunca había ocurrido antes. El cambio climático está matando al río más grande de la península ibérica a un ritmo alarmante. Y todo el mundo sigue sentado, esperando que el asunto se resuelva por sí mismo”.

Maria Caeiro, una de las ingenieras agrónomas que trabaja en Lezíria Grande, en la ermita de Alcamá, situada en Lezíria Grande.Rui Oliveira

Aguas libres

Al final de la tarde, los marineros y los pescadores de río suelen reunirse en la explanada del club náutico de la aldea de Alhandra, en Vila Franca de Xira, para ponerse al día con las novedades de la pesca. La dorada, un pescado de agua salada que desova en los estuarios de los ríos, formó una colonia en Valada do Ribatejo, a 70 kilómetros al norte de la capital lusa.

“No los he visto todavía, pero hay pescadores que los observan en el Puente de Muge, en las afueras de Santarém. Las bogas y los safios, por eso ya nadie los atrapa”, dice Carlos Salgado, de 80 años, un viejo lobo del río y fundador de la ONG más antigua en defensa del río internacional, la Asociación de Amigos del Tajo. “El otro día me llamaron porque encontraron medusas en Azambuja. Y yo, que he caminado por estas aguas durante 65 años, nunca he visto nada así”.

En la última década, los pescadores han visto cómo las almejas japonesas se asentaban en el estuario, la corvina y el limo se llevaban el río. Un estudio publicado en 2017 por el Centro de Ciencias Marinas y Ambientales —un laboratorio de investigación de la Universidad Nova de Lisboa— advertía que de las 64 especies que habitan en la cuenca del Tajo, 19 son exóticas. Cuando los pescadores ven las doradas en Valada y los agricultores de Lezíria registran cuatro gramos de sal por litro en Conchoso, la pregunta es inevitable: ¿cuánto tiempo pasará hasta que salga agua salada por los grifos de las casas de Lisboa?

Hay esencialmente dos puntos de captación de agua para abastecer a la capital portuguesa: la presa de Castelo de Bode en el río Zêzere y la estación de Valada en el Tajo. La primera provee el 80% de las necesidades, la segunda el 20%. Pero la importancia estratégica de Valada es mayor de lo que parece: si hay contaminación en la fuente principal (y en 2017 se temía que esto sucediera debido a los incendios que asolaron la región y causaron el deslizamiento de materia orgánica en el agua), esa es la principal alternativa.

Precisamente, fue en Valada do Ribatejo donde se construyó la primera estación de captación de agua del Tajo para abastecer a la ciudad. El hecho tuvo tal relevancia que en 1940 el Gobierno de Salazar decidió que pasara a la historia construyendo una enorme fuente en la Alameda D. Afonso Henriques, la Fonte Luminosa. La estación actual se construyó 23 años después. “En aquella época nadie pensaba que la salinidad pudiera llegar tan lejos”, cuenta António Carmona Rodrigues.

La Empresa Portuguesa das Águas Livres (EPAL), que coordina el suministro de agua a la región de Lisboa, afirma que el agua de Valada no corre peligro. Durante una visita a las instalaciones, la compañía congregó a un verdadero séquito de profesionales para hablar con estos periodistas. Acudieron el director de comunicación, el de operaciones y de los laboratorios, el jefe de la infraestructura de Valada y la ingeniera ambiental que trabajó en los estudios sobre los peligros que la salinidad podría provocar en la estación. La empresa pública se esforzó en mostrar que el suministro de agua está garantizado.

En 2012, EPAL encargó un estudio sobre los peligros que el cambio climático podría causar en el abastecimiento de agua a las poblaciones. La investigación la lideró António Carmona Rodrigues, con quien trabajó Vanessa Martins, la ingeniera ambiental. “Establecimos varias hipótesis. Para finales de este siglo, el peor escenario posible mostraba un aumento extremo del nivel del mar y un descenso del 50% del caudal del río. Incluso si esto ocurriera, la cuña salina se quedaría a cinco kilómetros de Valada”, explica Martíns.

Pero el aumento de la salinidad en el río también concierne a EPAL. “Claro que la sal es un problema”, dice Francisco Serranito, el director de operaciones. “Con el informe de 2012 había indicios de que tendríamos que actualizar los datos periódicamente porque el cambio climático provoca cambios grandes y rápidos. Este año queremos lanzar un nuevo Adaptaclima [es el título del anterior estudio] para entender, entre otras cosas, la evolución de la cuña salina”.

Punto donde confluyen el río Tajo y uno de sus afluentes, el Sorraia, en una de las entradas de agua en la Lezíria Grande. Es aquí donde en 2005, 2009 y 2012 los agricultores tuvieron que levantar barricadas de tierra para no dejar pasar el agua salada procedente del Tajo.Rui Oliveira

A cinco kilómetros de Valada está la estación donde se trata el agua, Vale de Pedra. Remodelada hace dos años, es una infraestructura moderna. “Medimos la conductividad del agua hasta el segundo, para entender los niveles de sal”, dice Luís Bucha, responsable de estas instalaciones.

El director de los laboratorios, Rui Neves Carneiro, pronostica lo siguiente: “Si los niveles de salinidad superaran los peores escenarios que predijimos, tendríamos que construir una planta desalinizadora para seguir abasteciendo a Lisboa. Claro que aumentaría los costes, y nadie lo quiere. Pero somos conscientes de que, aunque no estemos en peligro hoy, podemos estarlo”.

Cuidados paliativos

La historia de los problemas en la desembocadura de un río suele comenzar en el lugar donde nace, que en el caso del Tajo se encuentra a 1.038 kilómetros río arriba y cruzando la frontera con España, en los Montes Universales de la sierra de Albarracín (Teruel). Los embalses de Entrepeñas y Buendía, a varias horas en coche de distancia del nacimiento, son los primeros puntos de la cuenca en los que se puede medir la disponibilidad de agua en el origen. En 40 años, el río Tajo ha perdido casi la mitad de su agua en la cabecera; se cree que, en parte, como consecuencia de los efectos del cambio climático como son el aumento generalizado de las temperaturas o la reducción de las precipitaciones.

A lo largo de su curso, los afluentes vuelven a suministrar agua, pero la gestión de la cuenca, los trasvases, presas o plantas nucleares, condiciona la circulación del agua. “El Tajo ha perdido una cuarta parte de sus lluvias en 20 años”, reconoce el ministro de Medio Ambiente de Portugal, João Pedro Matos Fernandes. “Está claro que tenemos un problema”, enfatiza. En otros ríos europeos sucede lo mismo y también están perdiendo importantes volúmenes de agua, como por ejemplo el Rin.

“El Tajo ha perdido una cuarta parte de sus lluvias en 20 años. Está claro que tenemos un problema”
João Pedro Matos Fernandes, ministro de Medio Ambiente de Portugal

En 2018, un grupo dirigido por el ingeniero hidráulico Jorge Froes presentó al Gobierno portugués un plan de riego para la cuenca del río que preveía, entre otras cosas, la construcción de cinco presas para detener la invasión salina. El Proyecto Tajo causó un gran revuelo entre las asociaciones ambientalistas como Zero o Geota, que lo clasificaron como “un potencial desastre ambiental”. A pesar de ello, el Ministerio de Agricultura portugués prometió lanzar un concurso para evaluar su impacto en 2020.

Matos Fernandes dice que no aprueba la construcción de más presas. No le gusta el plan y tiene otro. “La única manera de regular el flujo del río es construir un embalse en el río Ocreza, cerca de la frontera con España, con fines exclusivamente ecológicos y con el objetivo de mantener un flujo homogéneo de agua dulce”. Se dice que esta enorme reserva acuífera tendrá un impacto ambiental, pero parece urgente aplicar esta medida. “Los estudios de viabilidad comenzarán en 2020”, promete el ministro.

En su último tramo, el Tajo no puede disimular las heridas que acumula del resto del recorrido. Al llegar a Portugal, hay cada vez menos agua y pasa de forma irregular. Un problema fundamental que hace que pescadores y agricultores de la región de Lisboa se lleven las manos a la cabeza. Además, sufre las consecuencias de un trasvase que desvía gran parte del agua de la cabecera para regar miles de hectáreas de frutas y verduras en el sureste español, así como los efectos del paso del agua por la sucesión de embalses en Extremadura o la pérdida de calidad del agua a raíz de los vertidos industriales y de la acumulación de aguas depuradas.

Dos ambientalistas, uno a cada lado de la frontera, reflexionan y emiten sus veredictos sobre el estado del Tajo. Paulo Constantino, del movimiento portugués ProTejo, es muy duro en sus críticas y opina que “la gran vía fluvial por la que se ha asentado casi la mitad de la población de la península ibérica se ha convertido en un camino de cabras que ya nadie quiere cruzar”. Por su parte, Miguel Ángel Sánchez, de la Plataforma en Defensa de los ríos Tajo y Alberche, concluye de forma aún más rotunda: “Hasta los años sesenta el río era un río, pero lo pusimos a trabajar como una bestia. Hoy, el Tajo está muerto”.

Esta serie de reportajes sobre el río Tajo se ha realizado gracias a la beca Reporters in the Field, promovida por la asociación n-ost y la Fundación Robert Bosch, y se publica simultáneamente en EL PAÍS (España), Diário de Notícias (Portugal) y Contacto (Luxemburgo).

Tajo, cómo matar a un río

Durante los últimos 40 años, el agua que llena los embalses de la cabecera de esta corriente fluvial se ha reducido ya a casi a la mitad lo que acentúa el debate sobre el futuro del trasvase Tajo-Segura.

El irregular reparto del Tajo entre España y Portugal

El Convenio de Albufeira determina las cantidades mínimas de agua a transferir entre los dos países, pero la irregularidad del caudal altera los ecosistemas y genera malestar en las poblaciones fronterizas.


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