Harold Evans y la nobleza del periodismo
Director de ‘The Sunday Times’ durante 14 años, contó la verdadera historia de la tragedia del Domingo Sangriento y denunció los efectos de la talidomida
“Un periódico es una discusión con hora límite. Si no hay debate, no se le puede llamar periódico. Y la decisión del director es definitiva. Suena claro, ¿no?”. Cristalino. El fallecimiento de Harold Evans (Manchester, el Reino Unido, 1928) el pasado miércoles en Nueva York es un doloroso recuerdo de todo lo que se llevó consigo un tiempo desaparecido. Así tituló el legendario periodista y director de periódicos sus memorias, My Paper Chase. True Stories of Vanished Times, un brillante juego de dobles significados que...
“Un periódico es una discusión con hora límite. Si no hay debate, no se le puede llamar periódico. Y la decisión del director es definitiva. Suena claro, ¿no?”. Cristalino. El fallecimiento de Harold Evans (Manchester, el Reino Unido, 1928) el pasado miércoles en Nueva York es un doloroso recuerdo de todo lo que se llevó consigo un tiempo desaparecido. Así tituló el legendario periodista y director de periódicos sus memorias, My Paper Chase. True Stories of Vanished Times, un brillante juego de dobles significados que contiene en ocho palabras el legado de un gigante de la profesión. Evans impulsó, con habilidad, coraje (y unos recursos financieros hoy inimaginables) un periodismo de investigación que marcó escuela, con exclusivas en letras mayúsculas. Y lo hizo durante los catorce años en que dirigió The Sunday Times, antes de que el magnate australiano Rupert Murdoch lo convirtiera en un órgano de propaganda del Gobierno conservador de Margaret Thatcher. Evans contó la verdadera historia de la tragedia del Bloody Sunday (Domingo Sangriento) de 1972, cuando se necesitaban agallas para revelar que los primeros en disparar contra una manifestación pacífica fueron los soldados el Primer Batallón de Paracaidistas del Reino Unido. Desveló la identidad y oscuro pasado de Kim Philby, el doble agente que informó durante años a la Unión Soviética y fue protegido hasta donde fue posible por una clase social y un establishment incapaces de admitir su propia mediocridad. “Resultaba imposible para estos caballeros aceptar que uno de los suyos podía haber sido un traidor a los de su clase, mucho menos a su propio país”, concluyó Evans.
Pero sobre todas sus grandes exclusivas prevalece la de la talidomida. El fármaco recetado a partir de 1958 para evitar los mareos matutinos de las embarazadas fue la causa directa de que centenares de bebés por todo el mundo nacieran sin brazos o piernas, con corazones defectuosos o ceguera. En contra de los intereses del Gobierno británico, y de los de la farmacéutica Distillers, Evans lanzó una campaña masiva de denuncia combatida sin éxito en los tribunales. El principal anunciante del periódico en esa época perdió la batalla, y se vio obligado a aumentar considerablemente la compensación debida a las víctimas.
Evans, “el mejor director de su generación”, según palabras de su amigo y discípulo Lionel Barber (exdirector del Financial Times) vivió los tiempos dorados de la profesión, cuando los principales periódicos tenían sus redacciones en la londinense Fleet Street. Y cuando era posible, hasta deseable, aspirar a que la profesión no operara desde trincheras ideológicas o partidistas. “La aspiración que traje al periódico fue de la que intentáramos juzgar cada asunto por sus propios méritos y cuestionáramos el modo en que los gobiernos, los tribunales y las empresas usaban su poder. Pero hacerlo de un modo justo, siempre con el necesario equilibrio entre el respeto a la libertad individual y a la dignidad humana y el orden establecido. Algo mucho más fácil de decir que de hacer”, reconoció.
La receta de este éxito tiene otros muchos ejemplos, y se reduce a la complicidad entre un buen director y un empresario dispuesto a respaldar sus aventuras. Su protector fue Roy Thomson, dispuesto a financiar investigaciones largas y costosas sin garantía de llegar a buen puerto o fichajes multimillonarios. A cambio, Evans desplegó gran habilidad en dirigir un equipo humano tan caótico y atrabiliario como puede ser una redacción para permitir que cada miembro brillara tanto como el esfuerzo colectivo.
Su enfrentamiento con Murdoch, con el que apenas duró un año al frente del renovado The Times, fue el comienzo de una segunda etapa gloriosa en Estados Unidos. Allí viajó con su segunda esposa, la periodista Tina Brown, quien llegó a eclipsar la figura de Evans como directora de las revistas Tatler, Vanity Fair o The New Yorker. Algo que llenó de orgullo a quien ya se había convertido en una leyenda viva, que no mostró ningún malestar por el hecho de que se refirieran a él como Mr. Harold Brown. Al otro lado del Atlántico fundó la revista Condé Nast Traveler, dirigió la editorial Random House y siguió demostrando, con sus entrevistas, que llevaba la profesión en la sangre. El hijo de un humilde conductor de ferrocarril ha muerto como el último gran aristócrata de una profesión y comparte panteón con titanes como Ben Bradlee (su gran amigo) o Indro Montanelli.