Verso sin mundo

Cuando aquellos seis meses pasaron, salí del lodo porque comprendí los engranajes del universo que trataba de destruirme

Una madre juega con su hija en Cisternino (Italia) durante el confinamiento.ALESSANDRO GAROFALO (Reuters)

Cada día que pasa, los pájaros cantan más temprano. No creo que sea la naturaleza recuperando su espacio. Odio los memes del confinamiento.

Cuanto más encerrado estoy, más pienso en el espacio público. Paseo a mi perra, pero es como si ella saliera sola. La calle es ahora el núcleo vacío de un antropoplaneta poblado de angustias. Al interior de ese vacío habita la desigualdad social. Imagino a los banqueros concentrados en sus pantallas. Recuerdo un verso reciente: “Nos gobiernan las membranas”.

Pienso en órbitas privadas: tengo a mis abuelos maternos vivos; ambos en los ochenta ...

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Cada día que pasa, los pájaros cantan más temprano. No creo que sea la naturaleza recuperando su espacio. Odio los memes del confinamiento.

Cuanto más encerrado estoy, más pienso en el espacio público. Paseo a mi perra, pero es como si ella saliera sola. La calle es ahora el núcleo vacío de un antropoplaneta poblado de angustias. Al interior de ese vacío habita la desigualdad social. Imagino a los banqueros concentrados en sus pantallas. Recuerdo un verso reciente: “Nos gobiernan las membranas”.

Pienso en órbitas privadas: tengo a mis abuelos maternos vivos; ambos en los ochenta y pico. Si les cae el virus, los mata. Mi abuelo lleva tres años recuperado de un cáncer brutal y es diabético. Mi abuela, en fin, está vieja. El régimen de las membranas me dice que, en el próximo año, difícilmente sigan vivos. Puedo entenderlo. Pero entenderlo no me sirve de consuelo.

Tengo 40 años. Solo una vez en la vida viví en esta misma sensación de desmoronamiento. Fueron seis meses. Cuando aquellos seis meses pasaron, salí del lodo porque comprendí los engranajes del universo que trataba de destruirme. Una crisis es una grieta cognitiva: entiendes a los tajos.

Veo fotos del virus. Su mostrarse semicircular, sus chupas diminutas, espantosas. Me pregunto: ¿enemigo por qué? ¿Su proteína viral, eficiente en pegarse a nuestras células pulmonares, quiere destruir? ¿Sus membranas grasosas, proclives a fusionarse con nuestras membranas grasosas, quieren matar? ¿Su liberación de material genético, es secuestro?

Busco un sustantivo: enemigo no es. Guerra no es esto.

Me distraigo. Cierro los ojos: ¿para qué un verso si no hay mundo?

Desconfío de mi termómetro. Veo en el surco del colchón de mi cama la figura de un ataúd. Lloro con cada foto de trapos rojos en las ventanas de los barrios de mi pueblo de ocho millones de personas.

Italo Svevo dice: “Faltaba en mi ánimo el afecto que hace entender tantas cosas”. Pero ¿es el afecto el que hace que entendamos, o es el desmoronamiento?

Leo que la curva de muerte en América Latina no se pronuncia porque la gente supo confinarse antes de que sus gobernantes lo indicaran. Leo que pasamos meses pensando que se trataba de una infección pulmonar y ahora descubrimos que el virus ataca los revestimientos de los vasos sanguíneos de todo el cuerpo. Leo sobre el primer muerto entre los pueblos indígenas de Colombia: un yanakuna de San José de Isnos, en el Huila.

Nací en el Huila. Nunca había oído hablar de “San José de Isnos”.

Geografía, anatomía: a los tajos.

Cuando oigo “una crisis es una oportunidad”, sé que detrás hay un banquero revisando sus pantallas y queriendo hacer dinero. Pienso: esta crisis sanitaria es una maldita crisis de principio a fin y punto. Las membranas de nuestros estómagos no tienen derecho a más. Tres billones de personas confinadas. El mayor “experimento psicológico” jamás realizado, dicen. Los banqueros, ¿quieren decir que la otra mitad del mundo habita en un experimento psicológico llamado “desigualdad”? Quizá sí hay algo democrático en el gobierno de las membranas impuesto por el virus: ahora todos comprendemos a los tajos.

Juan Álvarez es escritor colombiano. Su último libro es Aún el agua (Seix Barral).


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