Volverá el caos al Zagros

La crisis del coronavirus revela por qué Londres es maravillosa e inhóspita

El centro financiero de Londres, este viernesFACUNDO ARRIZABALAGA (EFE)

En los bajos de una pequeña joya art decó en Harrow Road, al oeste de Londres, una familia kurda regenta un bazar fascinante. Es uno de esos colmados abiertos a cualquier hora que despliega a sus puertas todas las frutas y verduras imaginables (la mayoría, de España, hay que decirlo). Zagros es un lugar para perderse en él, de pasillos estrechos y estanterías repletas hasta el techo, donde encuentras quesos agrios de Bulgaria, Turquía o Grecia, aceitunas y otros encurtidos de Oriente Próximo, dátiles marroquíes y una carnicería halal (pollos, corderos y ternera sacrificados y tro...

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En los bajos de una pequeña joya art decó en Harrow Road, al oeste de Londres, una familia kurda regenta un bazar fascinante. Es uno de esos colmados abiertos a cualquier hora que despliega a sus puertas todas las frutas y verduras imaginables (la mayoría, de España, hay que decirlo). Zagros es un lugar para perderse en él, de pasillos estrechos y estanterías repletas hasta el techo, donde encuentras quesos agrios de Bulgaria, Turquía o Grecia, aceitunas y otros encurtidos de Oriente Próximo, dátiles marroquíes y una carnicería halal (pollos, corderos y ternera sacrificados y troceados según el rito musulmán) con un entrañable y parlanchín dependiente al otro lado del mostrador.

Entrar en Zagros es entrar en el caos, los roces y los empujones. Salir es otra cosa. Las mujeres de la familia manejan las tres cajas con una eficacia y rapidez prusianas y ayudan a aligerar el tumulto. El coronavirus ha impuesto en la tienda un orden sombrío. Se guarda fila escrupulosamente en la calle, los clientes entran de uno en uno y los guantes y mascarillas del personal han acabado con el aire de cercanía e intimidad.

La tienda Zagros, en Harrow Road (Londres)

Decía Samuel Johnson que el que se aburre en Londres es que se ha aburrido de la vida. Hoy los londinenses solo pueden combatir el aburrimiento con el miedo al futuro y con la nostalgia. Porque un 55% de sus nueve millones de habitantes ni siquiera nació en el Reino Unido, y su comunidad no es su barrio sino todos los amigos desperdigados por una inmensa ciudad replegada en sí misma. Los cuatro privilegios de los británicos en esta crisis vienen con trampa. Salir a correr es como estar dentro de un sueño, por calles vacías y silenciosas, aterrado cuando alguien se aproxima y ensayando requiebros imposibles para esquivarse unos a otros y guardar los dos metros de distancia exigidos. Los pequeños barcos atracados en el canal de Little Venice, donde viven bohemios adorables, exiliados del sistema y robinsones urbanos, permanecen cerrados, como pequeñas burbujas de seguridad. “Esta barrera mide 1,20 metros. Quedan 80 centímetros para que cumplas con la distancia reglamentaria. Aléjate”, dice un cartel escrito a mano a las puertas de uno de ellos, junto a un chapucero cordón de seguridad con cintas de plástico amarillas y calaveras de plástico incrustadas en los palos clavados en la hierba.

Ir a comprar ya se ha reducido a una obligación fastidiosa. Colas que rodean la manzana por la necesaria separación impuesta a los clientes y un silencio sepulcral en el interior. Se acabó la locura del papel higiénico, pero cada vez se compra más por impulso para regresar a casa y descubrir que nunca hubo antes tantas bandejas de pollo en la nevera. Al médico o la farmacia, mejor no arriesgarse. Y a trabajar, comienza a ser una fantasía. La City, el centro financiero de la ciudad, es un páramo de oficinas cerradas y calles vacías. Los restaurantes y las tiendas permanecen vetados. Todavía se puede comprar comida para llevar, sin pasar de la puerta, y hacerse con un pollo al curry es como acudir a por mercancía al mercado negro.

El canal de Little Venice, con sus barcos-vivienda

Westminster y los alrededores del Parlamento ya no acogen a los fanáticos pro y anti-Brexit. Se acabaron los desayunos o comidas de trabajo. Las entrevistas o conversaciones se reducen al teléfono, el correo electrónico o la videoconferencia. Los museos y teatros de esta ciudad se han llevado con ellos uno de los dos pulmones de Londres. La National Gallery parece un buque fantasma que flota sobre Trafalgar Square.

Boris Johnson reaparece de vez en cuando en vídeos caseros grabados desde su confinamiento en Downing Street, que cuelga en Twitter. Empezó con aplomo, pero pronto cambió la corbata por un jersey de punto bajo la americana. Hasta que salió en camisa, más despeinado de lo habitual y con un aspecto desmejorado. En cuanto se supo que había dado positivo, el Gobierno se convirtió en dominó. Le siguió el ministro de Sanidad, Matt Hancock. Luego cayó la máxima autoridad médica del país, Chris Whitty. Cuando se supo que Dominic Cummings, el gurú estrella de Downing Street y defensor temprano de la olvidada ya “inmunidad de grupo”, por la que se pretendía el contagio masivo de la población para frenar el virus, también se encerraba en casa, más de uno no pudo evitar una sonrisa.

Siempre hay cada tarde un miembro del Gobierno y dos asesores médicos o científicos para comparecer ante la prensa y dar el parte. Pero de momento, la realidad desborda las promesas y previsiones. Johnson prometió 250.000 test diarios hace una semana. Su ministro arrancó titulares, este jueves, con la promesa de que serían más bien 100.000, y a finales de abril. Insisten en que se vencerá al virus, pero advierten de que la normalidad no volverá al menos en seis meses, y lo hará de modo gradual. Echo de menos viajar en metro y el caos del Zagros.

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