Y hacer que dure y dejarle espacio

El infierno de los vivos es contar todos esos muertos y no poder hacer nada más. El infierno de los vivos es ver morir todo lo que amamos

El trabajador de una funeraria en el hospital Los Ceibos en Guayaquil (Ecuador)STRINGER (Reuters)

"El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Italo Calvino, en Las ciudades invisibles.

El vídeo dura unos diez segundos. En él se ve un patio de suelo aren...

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"El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Italo Calvino, en Las ciudades invisibles.

El vídeo dura unos diez segundos. En él se ve un patio de suelo arenoso lleno de cachivaches y ropa de colores tendida al sol. Hay un cielo azulísimo, casi irreal. Al fondo, una mujer mayor con velo negro, ¿separa granos?, ¿cose? En primer plano un hombre de piel de caramelo sonríe. Se sube —es un decir— en una vieja bicicleta infantil e intenta pedalear, recorrer el patio. La mujer dice algo en árabe que seguro es lo mismo que diría cualquier mujer en castellano, japonés o finlandés: “Te vas a caer por andar haciendo el tonto”. Él insiste con la bicicletita, muerto de la risa. Un número de circo pobre, una ridiculez. Ella niega con la cabeza, pero también ríe. Tal vez recuerda cuando ese hombronazo era un niñito y la bicicleta y él eran una sola cosa veloz. Tal vez nada más disfruta el goce de ver a un adulto hacer una travesura. O sea, algo estúpido e inocente. O sea, siendo niño otra vez. El hombronazo se llama Issam y los últimos veinticinco años de su vida los ha pasado increíblemente lejos de ese patio, esa mujer y esa bicicleta. Ha vuelto poco. Quizá una vez al año, seguramente menos. De todos los lugares del planeta, la cuarentena lo pilló allí, en su diminuto pueblo marroquí, la línea de partida. Él, que daba la vuelta al mundo en aviones gigantescos, estos días da la vuelta a un patiecito subido a la bicicleta que le quedó chica hace miles de años. Su madre lo mira. Sobre ellos un cielo azul que no se puede describir con palabras.

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Veo el vídeo de Issam una vez al día cuando la ansiedad me asfixia y el silencio ensordece y la soledad, como decía el poeta, es tan concurrida que puedo organizarla como una procesión. Lo veo cuando la pena por los muertos de mi tierra, Guayaquil, está a punto de matarme a mí también: muertos en las calles, muertos cercanos, muertos que se ahogaron porque no había un respirador porque se robaron la plata para los respiradores, muertos que no alcanzamos a llorar, muertos que podrían ser mi mamá. El infierno de los vivos es contar todos esos muertos y no poder hacer nada más. El infierno de los vivos es ver morir todo lo que amamos.

El vídeo de Issam en su bicicletita es mi no-infierno. Encuentren el suyo. Y hagan que dure. Y déjenle espacio. Y compártanlo con nosotros, por favor.

María Fernanda Ampuero es escritora. Su último libro se titula Pelea de gallos (Páginas de Espuma).

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