Todos los días son adioses
La fricción más constante en nuestras vidas es entre nuestro deseo de orden y lo difícil que resulta aceptar el cambio. Saltan chispas
El martes llovía tanto que daban ganas de quedarse en casa, tiene gracia. Fue un día triste, mal tiempo, malas noticias, mala pinta todo. Está el mundo como para salir: alerta por temporal, inundaciones, plaga de langostas en África. Pero falta mano de obra para la aceituna de hueso, para la campaña de melón y sandía. No seré tampoco el único al que ya le faltan dedos en las manos para contar casos de conocidos, ...
El martes llovía tanto que daban ganas de quedarse en casa, tiene gracia. Fue un día triste, mal tiempo, malas noticias, mala pinta todo. Está el mundo como para salir: alerta por temporal, inundaciones, plaga de langostas en África. Pero falta mano de obra para la aceituna de hueso, para la campaña de melón y sandía. No seré tampoco el único al que ya le faltan dedos en las manos para contar casos de conocidos, familiares fallecidos de amigos y compañeros. Asoman los problemas de dinero, haces cuentas, de pronto llega la declaración de la renta como una nave extraterrestre. Llamas por teléfono y se hace difícil divagar, la conversación se atasca en frases muertas: “Esto es lo que hay”. “No queda otra”. “Y lo que nos queda”. Con el cielo metálico de nieve, sin gente, salvo colas silenciosas en el supermercado, Madrid parecía Varsovia en los setenta. Pero no lo es, menos mal. No estar en Varsovia en los setenta me ayudó bastante, la verdad.
Hay un libro que comienza así: “Nací en 1632 en la ciudad de York de una buena familia, aunque no era de esa región, porque mi padre era extranjero, de Bremen, y antes se había establecido en Hull”. Todo normal hasta aquí, detallitos de la biografía de cada uno que a todos nos parecen tan importantes, luego la vida se llena de imprevistos: es el inicio de Robinson Crusoe. Podríamos decir cada uno de nosotros: yo nací en tal sitio, estudié no sé dónde, trabajaba aquí…, y luego esto. Probablemente el mundo durante una buena temporada no será el mismo, pero ha pasado siempre: es lo normal. El otro día un tipo tenía puesto a todo volumen la Cabalgata de las Valquirias con la ventana abierta. Pensé que se tiraba. Pero luego puso reguetón, se impuso el instinto de supervivencia. Aunque quizá en ese momento hizo pensar en tirarse a algún vecino suyo.
A veces hay un cambio de época y pilla en medio a mucha gente, y los ha habido peores. “Todos mis días son adioses”, escribía Chateaubriand, que nació noble y le tocó la Revolución francesa. El mundo de ayer se llama el sublime libro de Stefan Zweig que describe una forma de vida desaparecida con la Primera y la Segunda Guerra Mundial, el Imperio austrohúngaro, la cultura judía centroeuropea. Kurt Vonnegut, que sobrevivió al bombardeo de Dresde en 1945, prisionero de los nazis, luego fue un hombre optimista que solo consideraba útil el sentido del humor, y aconsejaba: “Si sois felices, daos cuenta”.
Un niño ruso, luego exiliado y premio Nobel, Joseph Brodsky, miraba por la ventana en San Petersburgo en los cincuenta y veía los palacios como “el resto de un gigantesco molusco llamado civilización, que ha dejado de existir”. “Yo tuve suerte, perdí 240.000 dólares. Hubiese perdido más pero era todo el dinero que tenía”, contaba Groucho Marx del crac del 29. Y aquí están nuestros mayores que vivieron la guerra y la posguerra. Y son los que peor lo están pasando. Los demás podemos estar preocupados, pero si tienes 70, 80, 90 años, debes de sufrir un sentimiento atroz de pérdida colectiva, este maldito bicho está borrando del mapa a su generación. Todos sus días son adioses.
Autobuses fantasma
Por si fuera poco, hay gente que piensa que esto es aún peor de lo que es: “Ay, y encima todos esos herpes en las empresas”, me dijo una señora preocupada. No sé si fue un lapsus, porque no sabía cómo se dice ERTE, o pensaba realmente que hay otra epidemia. La fricción más constante en nuestras vidas es entre nuestro deseo de orden y lo difícil que resulta aceptar el cambio. Saltan chispas. Lo ves en casa, y más estos días. Observando familias y parejas, y tras una encuesta de conocidos, creo que uno de los diálogos más repetidos desde las cavernas, pasando por los castillos medievales, hasta los modernos apartamentos, es este:
—¿Quién me ha escondido tal cosa?
—No lo he escondido, lo he ordenado.
—Es que para mí ya estaba ordenado, para mí ese es su sitio.
—Pero así está desordenado.
—Para mí está ordenado.
Etcétera. Seguido del monólogo corto: “Me paso el día apagando luces”. Y: “Este verano podríamos hacer algo distinto”.
Cómo nos aferramos a la rutina. Ayer se me ocurrió mirar la aplicación de los autobuses urbanos, y ahí siguen circulando, como constantes vitales. Un día vi pasar uno vacío, un autobús fantasma. Viajan por las calles desiertas como por una maqueta, de la ciudad que podría ser y no es. Esas líneas de puntos de las rutas a través de la ciudad nos sujetan con alfileres a la normalidad.
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