Un día entre el virus y la bestia
“Es terrible lo que está ocurriendo”, se lamenta un sanitario
11.35, frente de las urgencias del hospital La Princesa, en Madrid.
―“¿Que dónde están los enfermos de coronavirus? Mire esa puerta, espere unos minutos y verá lo que sale por ahí…”.
―“Estamos bajando por el ascensor, ¿tenéis todo preparado?”, preguntan desde dentro del hospital, a través de un walkie talkie, al responsable de una UVI móvil estacionada en la calle con las puertas traseras abiertas y tapadas con plástico.
El sanitario alerta al resto de equipo de que ya bajan en el ascensor al paciente. Dos agentes motorizados de la Guardia Civil de Tráfico, algo inu...
11.35, frente de las urgencias del hospital La Princesa, en Madrid.
―“¿Que dónde están los enfermos de coronavirus? Mire esa puerta, espere unos minutos y verá lo que sale por ahí…”.
―“Estamos bajando por el ascensor, ¿tenéis todo preparado?”, preguntan desde dentro del hospital, a través de un walkie talkie, al responsable de una UVI móvil estacionada en la calle con las puertas traseras abiertas y tapadas con plástico.
El sanitario alerta al resto de equipo de que ya bajan en el ascensor al paciente. Dos agentes motorizados de la Guardia Civil de Tráfico, algo inusual dentro de la capital, se movilizan también. Llevan un rato esperando y tienen orden de escoltar a la ambulancia. Los agentes cortan el tráfico en ambas direcciones a la altura del número 92 de la calle Maldonado. Nadie puede cruzar ni acercarse a la UVI móvil. La puerta de urgencias se abre automáticamente y tres hombres embutidos en trajes antivirus (“como los del ébola”, apunta el sanitario) guían hacia el vehículo la camilla de un enfermo entubado bajo la mascarilla cuyo rostro apenas se distingue entre el gotero y las bolsas de plástico precintadas que portan su ropa y zapatos.
No es ningún extraterrestre, es la imagen del infierno que está cosechando el coronavirus. La de uno de los miles de afectados que colapsan los centros asistenciales de media España. Los sanitarios menos protegidos del equipo que aguardan en la calle se apartan varios metros de la camilla y de los tres hombres de blanco que la empujan. “Tenemos que protegernos para ayudar a otros enfermos… Estamos trasladando a personas que están muy malitas, algunas mueren, es terrible lo que está pasando”, describe el sanitario, afligido. La calle se detiene y se abre el escalofrío.
“No entiendo cómo sigue habiendo tanta gente y coches en la calle”, se indigna una enfermera delante del convoy sanitario, a punto de emprender su marcha a otro hospital. “Esto no solo va con los mayores, está cayendo mucha gente joven, como un compañero nuestro del Summa [Servicio de Urgencias Médicas de Madrid] de 43 años, hace solo unos días; o un guardia civil de 37 sin patología previa, o un muchacho de Granada al que buscando el coronavirus se le descubrió que, además, padecía una leucemia que él ignoraba”.
La UVI móvil, un coche de escolta y los dos agentes de tráfico enfilan la calle Conde de Peñalver con luces de neón y sirenas encendidas rumbo a otro hospital menos congestionado. Varios transeúntes rompen el miedo con aplausos hacia los sanitarios de otras ambulancias estacionadas en fila india frente a las urgencias. Tras el silencio y las palmas, la calle recobra su pulso de coches y peatones, unos con mascarillas y otros sin ellas. La gente procuran sortearse en las aceras.
Un vehículo funerario se dispone a entrar a la morgue del hospital, que está justo al lado de Urgencias, pero no puede. Otro vehículo tapona el acceso. Se apean sus dos ocupantes. Uno de ellos reconoce a EL PAÍS que no cesan de trasladar cadáveres del coronavirus. “Es un no parar, tenemos los servicios de siempre y ahora además todo esto”, dice con ojos enrojecidos. No se sabe si de cansancio o dolor.
La UCI del hospital La Princesa (uno de los grandes hospitales públicos de Madrid, con casi 600 camas) no da abasto y por eso a veces hay traslado de enfermos. El flujo de pacientes en las urgencias que buscan respuestas a su fiebre y tos no termina. Algunos acaban aislados. El móvil se convierte en el único puente con sus familias.
Pese a estos rugidos del mal, los pasillos de La Princesa parecen haber perdido cierto bullicio anterior al estado de alarma. En la sala de espera de Urgencias no hay tantos pacientes como antes del decreto. “Los que vienen ahora es porque realmente se encuentran mal; los habituales tienen miedo al contagio; hacen bien en quedarse en casa y dejar que atendamos los casos más graves”, concede una enfermera.
En tiempos del coronavirus, cualquier hospital es el sitio menos indicado para ir. Pero hay otros enfermos, precisamente considerados de altísimo riesgo, que no tienen más remedio que acudir a las citas periódicas con sus médicos.
9.30, dos horas antes del traslado del enfermo antes citado. Unidad de Oncohematología de La Princesa, a espaldas de Urgencias. Una quincena de enfermos esperan allí que les llamen para sus inexcusables tratamientos. Todos portan mascarilla, algunas rudimentarias. Casi ninguno dispone de guantes. “He buscado en supermercados y farmacias y no he encontrado; al llegar aquí he pedido guantes, pero me dicen que para las manos use los botes con alcohol y jabón instalados en los pasillos. Sé que corro mucho riesgo, ¿pero qué puedo hacer más?”, comenta una enferma, resignada.
El oncólogo avisa por megafonía a una de sus pacientes para que pase a la consulta. Tiene que explicarle los resultados de los análisis que se hizo la víspera antes de someterse la enferma a una nueva sesión, prevista para las 12 de la mañana, de inmunoterapia contra un tumor.
“Todo va bien; la resonancia, bien, sigues limpia…”, la alivia al instante.
A la angustia de los resultados del tumor, los enfermos oncológicos suman estos días un miedo añadido, el del bicho invisible, el coronavirus. En la sala de espera se percibe el agobio de no tocar nada ni a nadie, y menos sin guantes, la desconfianza de no saber donde sentarse con cierta garantía de que el virus no merodea ni levita por allí; la de ignorar si en ese sitio alguien ha tosido... Y el deseo de que, en esa tesitura, la sugestión de lo prohibido no genere ningún impulso de tocarse la cara, la nariz o los ojos.
El oncólogo está solo en la consulta. Otras veces le acompañan colegas en prácticas. Al ver desprotegida de manos a su paciente, le proporciona unos guantes que extrae de una cajita encima de la mesa... No sobran. El coronavirus obliga a la soledad, se justifica el doctor. Está sobrecargado de trabajo. “Ahora mismo tenemos tres compañeros de baja por coronavirus, y los que quedamos hacemos cuanto podemos”, cuenta el facultativo. Cree positiva la labor de información de las autoridades, pero “quizás”, opina, “los medios no deberían hablar tanto de cifras de fallecidos: genera mucha inquietud y miedo en la población”.
A la entrada de la sala donde los pacientes reciben quimio o inmunoterapia, según el caso, los responsables sanitarios tomaron uno a uno la temperatura a los enfermos. Quieren evitar contagios entre ellos. Los enfermos guardan el espacio, pero son muchos en número y poco el margen para distanciar entre sí los sillones en los que deben permanecer durante unas dos horas enchufados a goteros con sueros y químicas que luchan por arrinconar a otra bestia, el cáncer.
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