Dos altavoces conectados a teléfonos móviles compiten por ver cuál suena más alto en el patio del CCCB, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Alrededor, una veintena de adolescentes bailan mientras los turistas se paran a observarlos. Parece que llevan años yendo a academias de danza, pero aseguran que no han pisado ninguna. “Hemos aprendido aquí, viendo YouTube”, cuentan Keesha, Chenoa y Aaron (de 15, 17 y 22 años, respectivamente) mientras toman aire entre canción y canción. “Primero, memorizamos los pasos viendo videoclips a cámara lenta, y luego los ensayamos”, explican. La tecnología es el pegamento de esta reunión. Lejos de aislarlos en casa, sus smartphones los ponen a bailar en plena calle. Su plan de fin de semana, al igual que el de muchos jóvenes, solo necesita dos cosas: amigos y un móvil con conexión a internet. Están conectados y, al mismo tiempo, físicamente juntos.
Hace poco más de una década, conectarse a internet implicaba estar bajo techo, anclado a un módem y un ordenador de sobremesa. Pero la situación ha cambiado para las nuevas generaciones. Los bailarines del CCCB, por ejemplo, se organizan a través de un grupo de WhatsApp en el que hay gente de diferentes edades, zonas e institutos de Barcelona. “No quedamos a una hora determinada, solo avisamos de que vamos a venir para que más gente se una”, cuentan. Es complicado pasar durante el fin de semana y no encontrarlos bailando.
A pesar de la imagen que decenas de virales sobre el apocalipsis tecnológico nos quiere vender, internet ha ayudado a vertebrar nuevas comunidades y formas de ocio que no se quedan en lo digital. Las relaciones virtuales y reales son para estas generaciones un camino de ida y vuelta. “Nosotros nos conocimos a través de una cuenta de Instagram”, cuenta Fidel Millán, de 17 años, que ha quedado con tres amigos —Ángel, Fátima y Albert— en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Allí, los jóvenes se hacen fotos unos a otros, escuchan música juntos o comentan memes que han visto en Instagram o Twitter.
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Ni Fidel ni ninguno de sus amigos viven cerca de este museo. No han quedado aquí porque vayan a visitar una exposición, sino porque a este lugar “viene mucha gente de gustos alternativos: skaters, aficionados a la moda, al trap…”. Se juntan allí por el ambiente, que también puede dar para algún post en Instagram: mientras pasean por la zona, se cruzan con un muchacho con media melena tintada de rojo. Es Goa, un trapero que comparte sello con artistas como La Zowi o Yung Beef. Lo detienen para pedirle una foto. En cuanto el músico se aleja, comparten las imágenes por un grupo de WhatsApp y las suben a Instagram.
Del botellón de wifi al de 4G
Antes de que cualquiera pudiera “tirar de 4G” en su teléfono, muchos jóvenes decidían su lugar de reunión basándose en otro criterio básico: que hubiera conexión wifi. En Madrid, los puntos de encuentro de ese botellón de wifi eran, principalmente, la Plaza de los Cubos y Ópera, ambas con varias redes abiertas de restaurantes cercanos. En Barcelona, el centro comercial La Maquinista y la Apple Store. Este último punto fue el más mediático debido al reportaje publicado por la revista de tendencias Playground sobre los swaggers, adolescentes que se reunían a hacerse selfis, escuchar reggaetón y lucir sus estilismos.
Que hubiese wifi en el lugar donde se queda dejó de ser decisivo a medida que la banda ancha móvil fue haciéndose más asequible y popular. Entre 2008 y 2017, según los datos recopilados por la revista digital de telefonía móvil Xataka, el precio del giga (de datos descargados) pasó de 35 euros a 1,30 euros. En cinco años (de 2008 a 2017) el número de líneas de banda ancha móvil se ha duplicado en España, según los estudios anuales La sociedad digital en España, de Telefónica. En nuestro país, en 2018 ya había 114 líneas de este tipo por cada 100 habitantes.
Con la democratización del internet móvil, el botellón de wifi dio lugar al de 4G. Ahora pueden quedar donde quieran y las citas ya no son necesariamente tan multitudinarias. Fidel cuenta que él era muy joven cuando se popularizó la Apple Store como lugar de reunión, pero tampoco cree que se hubiera sentido cómodo allí. “A mí me da mucho respeto juntarme con grupos tan numerosos y con gente que no se conoce entre sí”, dice.“Muchos que cuando tenían 13 o 14 años eran popus [en la Apple Store] han emigrado aquí, al MACBA”, explica. Cuando dice popus se refiere a los swaggers más populares, con miles de seguidores en redes, que aprovechaban su fama virtual para hacer de relaciones públicas en discotecas light. Eran influencers antes de la era de los influencers.
Selfis, salud mental y amigos de internet
Hacerse fotos es otro plan para pasar la tarde móvil en mano en compañía. En la plaza de Cataluña, a menos de un kilómetro del MACBA, un grupo de chicas ha quedado solo para retratarse. "Es para ir subiéndolas a Instagram a lo largo de la semana", comentan. "Así tenemos plan para pasar la tarde". También se hacen selfis, pero dicen que prefieren tomarse las fotos entre ellas "porque la calidad de la cámara frontal no es tan buena como la trasera. Es mejor tener amigas que te hagan las fotos que hacértelas tú sola".
A Fidel también le gusta contar con amigos para hacerse fotos. “Si algún día llevo un outfit [atuendo] del que estoy especialmente orgulloso no me importa pedírselo a algún compañero de clase, pero me da palo”, dice. Lejos de subir cualquier cosa inconscientemente, estos nativos en redes cuidan y construyen su reputación online con mimo, y ponen límites cuando exponen su intimidad.
Ni Fidel ni ninguno de los amigos que lo acompañan tienen una sola cuenta de Instagram. “Tengo una [cuenta de Instagram] abierta y otra con candado [privada] que es donde puedo ser más yo misma porque solo comparto cosas con mis amigos cercanos”, cuenta Fátima Sanfeliu, de 19 años. Fidel sube casi cada mañana un selfi y una canción a sus stories. Al preguntarles por su relación con las imágenes de sí mismos que suben a sus redes, todos responden hablando de salud mental: “Es importante la confianza en ti mismo, estar cómodo con lo que proyectas”.
La autoestima también se puede construir online y proveer de herramientas para solucionar problemas a este lado de la pantalla. Fidel, que estudia segundo de Bachillerato, cuenta que durante la ESO sufrió "rechazo" por parte de sus compañeros de clase. En su caso, todo mejoró cuando comenzó a conocer a gente por Internet que han acabado convirtiéndose en sus amigos. De hecho, casi ninguno de los presentes lo llama Fidel, sino por su nombre de Internet, Kvrpv (Karpa).
"Nos conocimos a través de una cuenta sobre moda que lleva Karpa", cuenta Ángel Sicilia, otro de los amigos que acompaña a Fidel. A todos los une su afición por la moda urbana, y parte de su plan de la tarde es buscar tiendas de segunda mano en las que encontrar gangas. No compran casi nada, pero se divierten buscando, probándose prendas y haciéndose fotos con ellas. Dicen que cuando salen, beben "poco o nada", como cada vez más europeos, según el estudio que la Organización Mundial de la Salud publicó el pasado noviembre sobre comportamientos adolescentes asociados al alcohol. Aunque en España los datos son escasos y no dibujan una tendencia clara, el informe recoge que en Europa los adolescentes no solo beben menos que en la última década, sino que cada vez hay más abstemios. El mayor consumo de Fidel y sus amigos es de datos.
¿Y cuando se quedan en casa? Los planes con amigos en el hogar también giran en torno a internet. “A veces quedamos para jugar online,ver cómo juegan otros o ver vídeos de YouTube”, cuenta Sicilia. Cuando están con amigos, sus favoritos son “las recopilaciones de vines [vídeos muy cortos de contenido humorístico].“Triunfan siempre”, dice. Da igual si lo que toca es quedarse en casa, quedar para ver vídeos como quien queda para ir al cine, salir a hacerse fotos, bailar o a buscar ropa de segunda mano... El invitado que no falla en ninguno de los planes es internet. Pero no es el único.
Este reportaje es la octava entrega de Crecer Conectados, una serie de artículos que explora la vida de niños y adolescentes en un mundo digital. Los códigos han cambiado, los chavales aprenden, juegan y se relacionan a través de redes y pantallas, rodeados de algoritmos y big data, nativos en entornos en los que sus mayores se mueven con desconcierto. Crecer Conectados reflexiona sobre los retos a los que se enfrentan y las posibilidades que se abren para estas generaciones. ¿Qué hacen, dónde están y cómo usan los menores la tecnología? Tienen entre 3 y 18 años: ellos serán nuestros guías. [Volver arriba]